«De haber girado el dial en la dirección opuesta posiblemente me habría enganchado a una de esas charlas imposibles entre Paco y el gran Boquerini y me habría hecho rockero. Así de sencillas son algunas elecciones vitales»
Darío Vico está convencido de que un giro aleatorio en el dial de la radio cambió su vida: podía haber sido heavy, pero sintonizar a Ordovás le llevó a ser moderno. Él mismo nos lo cuenta.
Una sección de DARÍO VICO.
En algún momento de una medianoche de 1981 decidí que estaba harto de escuchar a Antonio José Alés, José María García o quien fuera que escuchara y decidí girar el dial en busca de una nueva aventura radiofónica. Entonces, un transistor a pilas era una de las pocas cosas que te podías llevar a tu habitación y escucharlo con las luces apagadas, una vez superado el toque de queda parental. Por pura casualidad, giré el dial hacia la derecha, en vez de hacia la izquierda, y en lugar de dar con la pausada voz de Paco Pérez Bryan y su “Búho” di con la bien temperada de Ordovás presentando, con toda la parsimonia del mundo (lo que lo hacía aún más surreal) una maqueta de unos gallegos llamados Siniestro Total. Consecuente e instantáneamente, me hice «moderno» en ese mismo instante.
De haber girado el dial en la dirección opuesta (esto es una dramatización, supongo que ahora alguien sacará el fallo de raccord y me dirá que, procediendo de la SER, Radiocadena estaba aún más a la izquierda que Radio 3, con lo cual no hice sino detenerme antes) posiblemente me habría enganchado a una de esas charlas imposibles entre Paco y el gran Boquerini y me habría hecho rockero (o quizás, como luego explicaré, rockista). Así de sencillas son algunas elecciones vitales.
Esto lo pienso porque me he enterado por el blog de mi amigo Balbino Ruiz (Atascado en los 70) que ha muerto Mariano García. Balbino y yo nacimos con pocos meses de diferencia en la misma ciudad, crecimos en el mismo barrio y fuimos al mismo colegio (de curas) durante cientos de años (sin) luz. Luego estudiamos periodismo. Los dos nos hicimos del Atleti por cuestión de herencia genética y manera de ser. Años después, y tras mucho coincidir sin llegar a conocernos, nos montamos una tarde en el coche de un compañero de trabajo común que, por no abundar en la digresión, había estado presente en todos los acontecimientos musicales del último tercio del siglo XX sin que, por alguna razón inexplicable, nadie más que él mismo hubiera reparado en su presencia, tema en el que reincidía cada vez que nos acercaba a Balbino y a mí a la estación de cercanías. Bueno, el caso es que Balbino y yo nos dimos cuenta que éramos tan iguales como asimétricos, la misma educación sentimental y casi la opuesta musicalmente. Quizás solo por un giro de dial.
Lo bonito es que, mientras nos hacíamos amigos, hicimos también por revertir el proceso. Yo le presté mis discos y le conté milongas sobre ellos y viceversa. He de reconocer que aprendía más de él que él de mí, aunque le pegué alguna que otra curiosidad que en su caso acabó por convertirse en devoción. Supongo que todo fue posible porque hasta, precisamente, principios de los ochenta el tronco común de cualquier aficionado al pop abarcaba muchas más cosas, como demuestra que haya grupos (Burning, por ejemplo) que se reclamen como basamentales a ambos lados de la línea trazada sobre la arena de una playa imaginaria entre modernos y jevis. Una línea que ahora da un poco de risa (más que nada desde que a los Red Hot Chili Peppers se les puso en los cojones reunir a las doce tribus del rock) pero que entonces separaba dos mundos con sus consiguientes non plus ultras.
Pongamos como ejemplo a Ramoncín: ¿es un punk, un rockero, es un avión? A finales de los setenta me da lo mismo que lo mismo me da, es un chaval de Vallecas con ganas de enrrrollarse y montar el pifostio, y detrás que nos vamos todos. Un par de años después un personaje como Ramoncín es imposible, los modernos le tiran tomates pese a que lleve la misma cazadora que Nacho Canut porque lleva un guitarrista jevi en el grupo. Y Ramón les escribe ‘Niu babe’, que no hace otra cosa que certificar que él se ha pasado al tradicionalismo rockista. Algo que ve muy bien el Mariscal Romero, que va a la tele a montar un pollo que supone el Vaticano I del rock español (porque lo enclaustró en un gueto antipagano que frenó su evolución mientras los chicos de La Movida aprendían a tocar y a robar ideas e influencias de todas partes, lo que les abrió a un público mucho más amplio) reclamando la infalibilidad de los dioses de la guitarra y declarándose dispuesto a defenderla con un bate de béisbol, si llegara a ser necesario.
Entre ese Youtube y el del tristemente desaparecido Mariano García montándoles un pollo a los Warcry pasa un cuarto de siglo en el que el jevi español se convierte en algo así como en el judaísmo, solo que sin pelas. Yo siempre me había preguntado qué habría sido de mi vida si me llego a convertir al jevi, pero cuando conocí a Balbino se me cayeron todas las dudas, aunque luego descubrí que no había sido tan fácil para todo el mundo.
El jevi, como digo, se convirtió en toda una religión para muchos españolitos. Cuando Paco Pérez Bryan tuvo una revelación que le hizo acabar abrazando el grunge y declararse rockero, que no rockista, Mariano heredó la parroquia más pureta en su “Disco cross”, a la que supo conducir a lo largo de dos décadas de travesía en el desierto, porque tras los primeros bombazos de los Barones y los Obús, el jevi fue desterrado de las ondas con más audiencia y hasta de los circuitos municipales veraniegos, que hicieron caso a los chicos de La Movida. Supongo que Mariano era un tipo bienintencionado al principio, que empezó a ver que con un poquito de ayuda podía suplir carencias en cuestiones tácticas y organizativas, y cuando no estaba organizando una caravana de autobuses llegados de todas partes de la Iberia vieja y atiborrados de air-guitarreros para ver descargar a alguna bestia parda de allende los mares, estaba creando un sello donde dar salida al producto nacional más bruto repudiado por las discográficas.
Al final supongo que todo se fue enmierdando, porque en los nichos de mercado, como en cualquier nicho, acaba por atufar todo a bacteria que se alimenta de materia en descomposición, que es lo que acabó por ser la industria del jevi en algún momento, y muchos de los que en su día fueron sus oyentes fieles no han acabado por despedir a Mariano con lo que se dice verdadero cariño. Es una pena porque el tío se lo curró, y no era fácil porque lo del rock duro en España es una historia triste como pocas, pese al entusiasmo de todos los que estaban en ella, aunque al final más entre los rockeros de base que de los que estaban a hostia limpia en la abigarrada cumbre, luchando por las migajas.
Hay que reconocer que los rockeros tuvieron una transición muy puta. Muchos se habían labrado su carrera a pico y pala en los últimos tiempos del franquismo, se habían ganado a pulso el carnet del Sindicato Vertical, que exigía hasta un examen que demostrara que uno podía desenvolverse en su profesión y al final hasta se sentían orgullosos de ello, en cierta manera, tras trabajar como mercenarios para melódicos, como figurantes en programas musicales televisivos, etc. A finales de los setenta llegaron con el culo y los dátiles pelaos de rasgar cuerdas y sujetar baquetas, y cuando se creían que había llegado su momento se lo arrebataron. No sé si calificarlos como tontos o nobles por querer jugar con las reglas de la industria, pero se encontraron que en sellos como Chapa les colocaron unos contratos que no hubiera firmado ni un esclavo egipcio, y que tuvo puteadas a bandas como Leño, Ñu, Bloque, Asfalto o Topo, hasta el punto de finiquitar a alguna de ellas o sesgar la trayectoria de casi todas…
Ya con los huevos canos, llegó lo que parecía la oportunidad definitiva para los supervivientes: en la pérfida Albión una nueva generación de bandas (la Nueva Ola del Heavy Metal Británico, los Maiden y todo eso) arrasaban en las listas y festis de verano, copando Redding, por ejemplo, y aquí se trató de replicar el fenómeno con Barón Rojo y Obús partiendo con la pana, aunque una vez más se dejaron engañar y en las radiofórmulas exprimieron como limones sus primeros singles para luego pasar de ellos, mientras las discográficas «reformulaban» la apuesta con grupos como Coz (de donde habían salido dos de los barones primigenios) y jitazos como ‘Más sexy’ y ‘Las chicas son guerreras’…
Lo que más dolió fue que los niñatos de La Movida, incapaces de tocar según los viejos guerreros sindicados, les robaran la cartera. Aquella aparición televisiva de Mariscal hizo mucho más daño de lo que parece, porque situó al jevi y sus exégetas en las antípodas de lo que eran los ochenta, territorio abierto para todos. Los jevis se refugiaron en sus reservas, malviviendo como los mohicanos y montando el equivalente a los casinos indios, esto es, las salas barriales, los primeros festivales (Mazarock, mil años antes que Benicàssim), las tiendas Tipo…
Una imagen que tengo en la cabeza, en plan parábola (pero es real), es de una de esas megamovidas montadas por el ayuntamiento madrileño en el viejo Rockodromo de la Casa de campo. Las dos tribus coinciden; primero toca una banda guiri moderna y los punkarras –que son como la vanguardia, los inmortales, de La Movida– se llevan por delante el cordón de seguridad y tiran las vallas que separan al público del escenario. Cuando acaba el show se marchan, dejándolo todo desparramado.
Unos minutos después, se anuncia la presencia de las estrellas jevis. Su público, prietas las filas, avanzan como un solo hombre: al llegar donde están las vallas, las recogen, las levantan… y las clavan en el suelo. Solo para que cuando la música empieza a sonar encaramarse a ellas intentando derribarlas…
Yo sentía envidia de aquellos jevis, de aquella capacidad para mezclar la realidad cotidiana del barrio, que no siempre era fácil, con la suspensión de la realidad en aquellos mundos que orbitaban de lo épico a lo urbano. Aquellos tíos a los que muchos consideraban violentos y otros, desde dentro, creían dóciles, no tenían otra cosa que su ética, y la defendieron hasta el final. Lo que no puede decirse de muchos de mi «tribu».
Aunque sé que este texto le horripilará, doy gracias a Balbino por todo y por llevarme a aquel concierto de Ñu que no acababa nunca. A veces me despierto de madrugada y aún creo tener delante a Molina blandiendo una espada y cagándose en los muertos de los infieles y los técnicos de sonido.
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