«En aquellos años se supo encontrar el equilibrio perfecto entre creatividad, comercialidad y calidad. El estándar era altísimo y muchas cosas se quedaban en el camino porque no daban la talla, o porque había otras que la sobrepasaban por mucho»
Darío Vico reivindica el legado musical español de los años setenta, mucho más rico y arriesgado que el actual. Un periodo que dio éxitos internacionales producidos desde aquí.
Una sección de DARÍO VICO.
En su excelente artículo sobre los Bravos, recomendado ayer por EFE EME, Diego A. Manrique recordaba cuando el pop español era tratado por los medios con la misma reverencia con la que ahora se hace con nuestro fútbol. Es una bonita reflexión, pero hay que apuntar que la edad de oro que ahora vive la selección (lo siento, pero a mí esa entelequia integradora de «la roja» no me mola) es la misma que vivió en aquel momento (entre mediados de los sesenta y de los setenta) la música popular española, así que en cierta manera no me sorprende tanto el interés de entonces y el desinterés actual.
Entre 1965 y 1975, la música popular española vivió un período de creatividad y éxito sin parangón. Internacionalmente –anglosajonamente hablando– la repercusión fue limitada (el ‘Black is Black’ de los ya mentados Bravos, el ‘Get on your knees’ de Canarios, el ‘Himno a la Alegría’ de Ríos & De los Ríos o el ‘Eres tú’ de Mocedades, vía Calderón), pero el efecto emocional fue el mismo que ahora produce el fútbol español: teníamos una selección de músicos y técnicos de la que sentirse plenamente orgullosos.
Quizá lo más destacable, a nivel internacional, es que por primera vez en mucho tiempo nos convertimos en la primera escuela de pop melódico de la época; si nos ha costado décadas derrotar a Francia e Italia en partido oficial, musicalmente al fin lo conseguimos hace cuarenta años. Por mucho Gainsbourg y Battisti que pusieran al frente de sus combinados, los españolitos les dimos un baño en los setenta con Julio Iglesias, Camilo Sesto (el Dr. Soul me entenderá), Nino Bravo, el mejor Raphael, Mari Trini, Cecilia, Jeanette y hasta un Serrat ganado para la causa melódica, entre otros muchos…
Que no se entienda como un ejercicio de nacionalismo rancio. Por supuesto que Gainsbourg exploró otras vías, pero en el fondo perlas como ‘Bonnie & Clyde’ no andaban tan lejos, ni eran mejores, de lo que a veces hacía alguien tan aparentemente convencional como Alberto Cortez en su excelsa versión de ‘No soy de aquí’, y Pedro Ruy Blas en la propia de ‘A los que hirió el amor’ no tenía nada que envidiar a Battisti en ‘Il mio canto libero’.
Entonces había un talento tremendo, y una estructura perfecta para aprovecharlo. Las editoras españolas independientes (porque eso eran Hispavox, Zafiro, Columbia, etc) tenían expertos arreglistas y productores que alcanzaron un nivel de primera línea internacional. En España se grababa voces, decían, como en ninguna otra parte del mundo… ¡Si hasta consiguieron convertir en estrella del pop a Manolo Otero! El recordado Alain Delon español entró al estudio sin saber cantar y salió como un Barry White para veladas en Costa Fleming.
En aquellos años se supo encontrar el equilibrio perfecto entre creatividad, comercialidad y calidad. El estándar era altísimo y muchas cosas se quedaban en el camino porque no daban la talla, o porque había otras que la sobrepasaban por mucho. Hubo cien aspirantes al trono de Julio Iglesias, hubo muchas voces tronantes pero la de Nino Bravo las apagó todas, hubo que trabajar mucho hasta conseguir que Camilo Sesto encajara en lo máximo asimilable por la sociedad española sin que perdiera un ápice de originalidad. Lo mejor de todo es que Camilo le debía tanto, en su concepción, a Robert Plant como a Antonio Molina (Bowie y Bolan son contemporáneos y aún posteriores a Camilo, y en muchas cosas, inferiores). Pero se consiguió, y hoy sigue siendo un misterio y uno de los músicos más fascinantes de una década extraña y rara como pocas.
En las discográficas había gente muy inteligente, no deberíamos olvidarnos de eso. Había mucha pasta para ganar y hay que reconocer que emplearon medios, talento y hasta gusto para conseguirlo. Jamás despreciaron al público, considerándole lo «suficientemente listo» o «demasiado tonto» para que consumiera unas cosas o dejara de consumir otras. Se encargaron de administrar el talento y lo hicieron bien, por lo general. Se adaptaron, eso sí, al mercado, y no se dejaron de influir por cantos de sirena. Agradezco mucho más la retahíla de éxitos incontestables de la época que una sucesión de desbarrados discos conceptuales (aunque eso habría sido divertido), producidos con influencias de segunda generación o con sentimientos fotocopiados. Quieras que no, aquí ‘Secretaria’ tenía mucho más sentido, mucha más hondura emocional, que ‘Heart of gold’.
Mi pequeño homenaje para todos aquellos músicos, productores, currantes de las discográficas y todos los que escuchaban aquellas canciones. Para aquella selección que, esa sí, éramos todos.
Pdta.:
He leído muchas veces la anécdota que reseña Manrique del enmascarado de los Bravos, y evidentemente no fue una de las mejores ideas de una industria que, claro, a veces la cagaba. Pero sí que da muestras del talante de aquellos tipos; hoy es casi imposible sacar de los diez mandamientos promocionales al 99% de los músicos españoles. Tienen miedo a hacer el ridículo (y no sé desde cuándo el ridículo es algo que debería asustar a los músicos de pop), a quedar en evidencia… ¡a equivocarse!
Ya no hay historias; en una y otra trinchera de lo que queda de industria, se copia lo de fuera, lo establecido, en sonido y actitudes, nadie se atreve a intentar nada. Aquellos tipos de los setenta, tan supuestamente conservadores en muchas cosas, tenían huevos suficientes para admitir que, por que no, podían ser más listos que cualquier jipi de Londres o Nueva York.
–
Anterior entrega de Wild card: Por mí y por todos mis compañeros.