«Disco Exprés’ salía los jueves, se tiraba en formato periódico y en su ‘etapa Luqui’ fue una auténtica revolución entre los rockeros de base»
Darío Vico está transformando su «Wild card» en un recorrido por algunos aspectos poco conocidos de la historia del pop español. Esta semana recuerda a Joaquín Luqui, desvelando sus poco conocidos primeros tiempos, cuando dio forma al semanario «Disco Exprés».
Una sección de DARÍO VICO.
En 2012 habría cumplido los muy beatlelianos 64 años Joaquín Luqui, el único periodista musical español que, nos guste a no, ha dejado huella popular en varias generaciones de españolitos, aunque bien es cierto que de él apenas queda ya un recuerdo de su blanca melena-aura de sus últimos tiempos y un par de frases, especialmente aquello de “Tú y yo lo sabíamos, esto va a ser 3, 2 o 1”…
Una de las cosas que menos me gusta de este futuro que me ha tocado vivir es que Google se ha convertido en un depósito de sabiduría popular estancada donde es fácil que acabe por convertirse en conocimiento lo que parte exactamente de todo lo contrario, y en el caso de Luqui, por ejemplo, me encontré en los puestos altos del buscador las clásicas necrológicas clónicas y, lo que más rabia me dio, algunas entradas en foros de cazurros ilustrados donde se despachaba al periodista navarro con gilipolleces, rumores, descalificaciones y lugares comunes de enteradillo sin puta idea que me hicieron cagarme en sus muertos (los de quienes las escribieron, claro) y segundo, dedicarle a Joaquín, a quien tuve la fortuna de conocer, unas líneas reparadoras en agradecimiento a todo el amor que desplegó por la música a lo largo de cuarenta años de carrera periodística.
Una de las cosas que más me llama la atención es que ni siquiera en el Wiki, el sacrosanto Wiki, se recuerda que fue fundador y director musical en su primera etapa de «Disco Exprés» (con una sola s), uno de los empeños periodísticos más singulares de la historia de la prensa y el pop español. Fundado en Pamplona en diciembre de 1969, se mantendría durante más de una década en los quioscos, durante mucho tiempo con periodicidad semanal. «Disco Exprés» salía (creo) los jueves, se tiraba en formato periódico y en su «etapa Luqui» fue una auténtica revolución entre los rockeros de base, aunque bien es cierto que la mayoría de los que lo recuerdan se centran en su etapa posterior, ya convertido en un «dreadnought» de la crítica musical contemporánea con (en diversas etapas) Jordi Sierra i Fabra, Gonzalo García Pelayo, Diego A. Manrique y muchos otros a bordo.
Pero volvamos a Luqui; Joaquín, que se había criado a las barbas de los hermanos maristas, comenzó a escribir y hablar de música en «El Pensamiento Navarro» y Radio Requeté, respectivamente. Vámonos otra vez de digresión; a Luqui le acompañó toda su vida –y él siempre lo confirmó– una impronta de persona religiosa a ultranza, que en sus últimos años compartió con creencias esotéricas de todo tipo. Pero lo que ya casi todo el mundo confunde es que a mediados de los sesenta una cosa era ser cristiano practicante y otra ser un beato y un meapilas, cosas que Luqui nunca fue. De hecho, Luqui entra directamente en esa concepción de cristianos renovadores sesenteros que cuando empiezan a escuchar pop ven el cielo abierto, y nunca mejor dicho. Y que lo consideran un excelente medio no tanto entonces para atraer, sino para mantener a los jóvenes en la senda del Jesús Cristo.
De hecho, cabe recordar que existía un sello llamado Pax que no solo editaba música para catequesis modernas, poesía religiosa de Don José María Pemán y grabaciones de pasajes bíblicos en plan grandes éxitos, sino a músicos controvertidos y comprometidos como Ricardo Cantalapiedra, al que la censura tenía entre ceja y ceja como si fuera una mezcla de cantautor y teólogo de la liberación. Y no solo había curas obreros, sino también curas poperos como Julián Lekuona, que formaba parte del movimiento Ez Dok Amairu y tenía jitazos como ‘Martin Lutero King’, ‘Como un asesino’ o ‘A los trabajadores de Chicago’, pero si queréis, a este buen hombre lo recuperamos otro día, que se lo merece. A lo que iba es que puede que Radio Requeté fuese una emisora pía como ninguna, pero en el 66, ya asociada a la SER, no tenía ningún reparo en compatibilizar en su parrilla la lectura vespertina del rosario (y no precisamente el de la Aurora) con el ejercicio de showman del jovencísimo Luqui en “Réqueteritmo” (qué gran nombre para un programa de pop carlista) y su devoción popera en “Discofilia”, que son los dos programas que empiezan a llamar la atención de los capitostes musiqueros de Madrid.
No sé muy bien cómo sería el proceso, pero el caso es que a finales de 1968, y con Luqui ya convertido en una estrella del show-business local, hay una imprenta que le pone pasta, rotativas y un periodista que ejercerá como director, Gerardo Huarte Ilarraz, para que se convierta en el director musical del primer ¡semanario! musical español; en aquel momento se seguía editando el veterano «Discóbolo», pero mensualmente y un poco acartonado, pese a contar en sus filas con glorias como el gran Alfonso Eduardo Pérez Orozco, padre del undergrún local gracias a su programa radiofónico “Explosión 68”, que dinamitó la cabeza de muchos rockeros de base españolitos con el patrocinio de Pepsi Cola (y es que a Pepsico Inc, por acciones como esta y sus discos de la Mirinda, habría que hacerle un monumento por su labor de proselitismo popero en la España de los sesenta y setenta).
Supongo que muchos jovenzuelos modernos pensarán que Luqui llenó «Disco Exprés» de Karinas, Fórmulacincos y Raphaeles (que tampoco habría pasado nada), pero no, en el primer número, del 15 de diciembre de 1968, la portada es para un Beatle, y no podía ser de otra manera porque otra de las cosas que se han olvidado es que, en nuestro país, el grado honorífico de «quinto fab four» fue durante mucho tiempo propiedad indiscutible de Joaquín Luqui, nacido en Caparroso pero como si hubiera sido natural de Liverpool; llegó a escribir un libro más que aceptable, “Los Beatles que amé”, sobre J-P-G-R, que durante mucho tiempo fue una obra de iniciación para musiqueritos españoles (junto con la enciclopedia tricolor de Jordi Sierra i Fabra, de quien luego hablaremos). Luqui publicó en aquellos primeros números abundante material Beatle y hasta entrevistas exclusivas con John y Paul que solo él, que en la gloria esté, conoce su origen, pero por ejemplo también le dio abundante bola al tema de la misteriosa “muerte” de McCartney (de hecho fue él quien difundió la legendaria especie en nuestro país) y siguió día a día el fin de la banda y el inicio de sus carreras en solitario, con el entusiasmo absoluto de un fan.
«Disco Exprés» (etapa Luqui) era una extraña mistura que refleja bien la personalidad de Joaquín, que era la de muchos españolitos de la época, fans de la música (que eso es lo que era y fue siempre, y luego lo recalcaremos); una visión mucho más amplia que no cortaba los picos molestos, ni por arriba, ni por abajo; en el primer número hay artículos dedicados a Massiel… y una recomendación sobre un nuevo intérprete, ¡Terry Reid! de quien no se volvería a oír hablar en España hasta que los redactores de «Rockdelux» leyeran cuarenta años después en «Mojo» que era «seminal» y consecuentemente mojaran sus sábanas blancas con sus eruditas plumas.
En el número 2 comparten portada, con dos huevos peludos como soles de María, nada menos que Mick Jagger y Benito Lertxundi, y es que la pala de Luqui cava en el underground (que tiene sección propia, porque en el 68 o eras «undergrún» o no eras) y en las músicas de raíz, lo que deja claro un bonito informe de folk galego de un par de números después… Luqui, en su sección, escribe sobre unos peludos que se han cortado el pelo al rape, Slade (su etapa skin), de Allen Ginsberg (que muchos de los que llaman hortera a Luqui en los foros de Internet seguramente piensan que es un alero de los New Jersey Nets) y de una propuesta de Nixon a Lennon para integrar en la Plastic Ono Band a un coro de niños norvietnamitas… Y de Jaime Morey, claro, ¿por qué no?
Ahora vamos con otra digresión, que toca; en lo profesional, mi primer encuentro con Luqui fue a finales de los ochenta, nada más salir de la universidad, en una colaboración como negro en una revista juvenil para la que tenía que «traducir», más que editar, entrevistas suyas a un castellano digamos más convencional. Años más tarde, ya dirigiendo una publicación, volví a tener a Luqui como colaborador y sus textos seguían siendo un maremágnum de preguntas y respuestas a medio camino del haikú y el caligrama (seguía escribiendo a máquina ya entrado el milenio) pero, eso sí, repletos de información, conocimiento y respeto incluso cuando los personajes eran de lo que cualquier enterado habría calificado como «pop ínfimo». Con esto no quiero descalificar a Joaquín, ni mucho menos; supongo que él tenía claro desde sus inicios que su labor era conseguir materia prima y que para pulirla estaban los editores (y supongo que por eso en una redacción tan magra como la del primer «Disco Exprés» figuraban un director musical, él mismo, y un director a secas, el antes mencionado Sr. Huarte Ilarraz). Lo más curioso es que tiempo después, cuando Luqui fue sustituido por Jordi Sierra i Fabra (que iniciaría la nueva y más conocida etapa, más «crítica» por así decirlo, de la revista) este sería un director de un perfil muy distinto, excelente escritor (muy a la antigua usanza, eso sí) y gran fabulador, ya que el catalán reconoció sin ambages que en muchas ocasiones suplía la ausencia de documentación con imaginación, cosa también comprensible porque entonces no es que no hubiera Internet, es que conseguir una revista inglesa en un quiosco era una idea como de “Dr. Who”.
En cualquier caso, Luqui se las bastaba y sobraba para pulirse la mayoría de los escasitos pero bien surtidos pliegos de «Disco Exprés», aunque no faltaban colaboradores más especializados, como Clemente Tribaldos y un Álvaro F. Fernández que me juego un mechón de vello púbico a que esa F. respondía a Feito, ni más ni menos que uno de los mejores especialistas en música folk y de raíz que hemos tenido, y que espero que siga bien y escribiendo.
«Luqui era un fan elevado al Olympo, un mortal entre las estrellas que lo contaba todo con el entusiasmo de quien lo flipa cada vez que un McCartney se le pone delante y le reconoce»
En la primavera de 1969 la Cadena Ser, a la que siempre le ha jorobado que a otro se le ocurra algo antes que a ellos, y siempre han tratado de conseguir que pase a la historia como si se les hubiese ocurrido a ellos, edita un clon de «Disco Exprés» con muchísimos más medios: se pondría a la venta el 1 de abril de 1969 y se llamaría «El Musical» (unos años después «El Gran Musical» y ya en su decadencia y con pretensiones de revista tendenciosa «EGM», poco antes de que fuera fagocitada por la licencia española de «Rolling Stone»). Durante un año y medio, el «Disco Exprés» de Luqui y «El Musical» pelearon en los quioscos como si del «NME» y el «Melody Maker» se tratasen, supongo que para felicidad de los roqueritos de base patrios, que tenían un periódico musical los jueves y otro los sábados. Aunque la lucha era desigual, «Disco Exprés» debía andar por delante, porque en octubre de 1970 la SER se la enfunda y en el último número de la primera etapa anuncia en una especia de inusual acto de contrición en la casa “Ni un número más así. Muy pronto ‘El Musical’ que todos esperábamos”. Y efectivamente, tras una corta ausencia en los quioscos, la revista se relanza en diciembre del 70 con sus posteriormente clásicos mega-pósters de regalo y Luqui y Julían Ruiz, los dos críticos-showman de moda, como grandes fichajes.
Curiosa dicotomía la de Joquín y Julián, durante muchos años las dos caras visibles de «Los 40 Principales» y la crítica musical española, si le preguntabas a la señora Ramoni y a su hija la bailona y no a un protozoo indie. Luqui era un fan elevado al Olympo, un mortal entre las estrellas que lo contaba todo con el entusiasmo de quien lo flipa cada vez que un McCartney se le pone delante y le reconoce. Julián Ruiz era (es) justamente lo contrario, “uno de ellos” que se mezcla con los no mortales para contar cómo es compartir asientos de primera clase con los dioses. Lo más curioso de todo es que Luqui era, con ese espíritu tan libre pero tan terrenal al mismo tiempo, muy conocido (reconocible, más bien) entre las superestrellas, que siempre se acordaban del crítico español raro y simpático como pocos. Una de las anécdotas más divertidas –y sinceramente diría que cierta– de “Liucky” es la que le sitúa en un concierto privado de Bon Jovi en el que el mismísimo Jon en un momento dado pide al luminotécnico que enchufe con el cañón a su «amiho ispanholo» para homenajearle, y cuando el cañón le ilumina Luqui está frito como sardina en espeto…
Y es que Joaquín, en los últimos años, desarrolló una especia de narcolepsia que le hacía dormirse en los sitios más insospechados; yo coincidí en varios pases de prensa con él, a los que acudía con el entusiasmo y la fe de quien va a ver “El padrino” así proyectasen “Arma Letal 3 y medio” y al minuto cinco se quedaba dormido; era guay, si te sentabas justo detrás de él en la salita de prensa, agacharse un poco y ver media película entre las guedejas flotantes del gran maestro, que te dejaban ver retazos de película entre llamaradas de pelo blanco. No creo que Jim Morrison experimentase nada parecido ni con todo el peyote de México dentro.
Volvemos a lo de antes; la época de Luqui como estrella de la crítica musical escrita se acaba ahí, en el 70; en «El Gran Musical» es uno más, de hecho en los primeros números es curioso comprobar como la antorcha Beatle la sigue manteniendo un veterano de la plantilla nombrado director, Nacho Artime (hoy prohombre del teatro musical en nuestro país) con lo que da la impresión de que el fichaje de Joaquín es más por debilitar al contrario que por fortalecer «El Musical». Aunque, eso sí, Luqui se convierte en la estrella de la radio definitiva, el mascarón de proa y voz más reconocible de «Los 40» y con ello de la radio musical española y muchas de sus exclusivas, claro, se publicarán a lo largo de los años en la revista, aunque eso sí, ya no será su revista como lo fue «Disco Exprés».
Volviendo al principio, muchos de vosotros recordaréis los clásicos latiguillos de Luqui aplicados a lo que consideráis, en vuestra soberbia, inframúsica. Cierto que a partir de cierto momento, con la industria y su maquinaria de marketing internacional globalizada y apisonante, decir que determinadas cosas van a ser 3, 2 o 1 es como enunciar que 2 y 2 son 4, pero no siempre fue así. A principios de los 70, la cantidad de música nueva que llegaba a nuestro país era impresionante, la mayoría de las cosas que hoy consideramos clásicos estaban por inventar y la concentración discográfica del producto internacional en unos cuantos sellos y distribuidoras locales hacía que las cosas más insospechadas cayeran en las manos de las personas más sorprendentes. Así que no estaba tan claro qué iba a ser tres, dos o uno.
Y a lo largo de los setenta Luqui demostró tener un olfato finísimo para apostar por determinadas cosas. Más allá de su perenne beatlemanía, que sustentó en España las carreras de McCartney, Lennon y Harrison, que vistas hoy, son de locos sobre todo en sus primeros años, de hecho ahora creo que solo vendería discos Ringo, Luqui se apasionó por pinchar y votar en las reuniones de «Los 40» a protoestrellas como Bowie y Bolan-T Rex, y algo más tarde a Michael Jackson, que le tenía tanto cariño (y es cierto) al «español de los pelos» que si en vez de escalabrarse en la ducha en Madrid lo hace en los «states», aún le da tiempo a criogenizarlo en Neverland. Luqui también sacó adelante, o contribuyó a ello, las carreras de muchos melódicos renovadores que sus compañeros miraban de reojillo. Y siempre le dio bola a la canción de autor; su devoción por Serrat y Víctor Manuel ayudó a que su transición de la canción protesta a la melódica fuera exitosa.
Muchos pueden pensar que su estrella declinó en los ochenta. Cierto, en parte; cualquier grupo que empezaba tenía como norte salir en “Esto no es Hawai” y que Ordovás le hiciera una de aquellas entrevistas-surrealistas de medianoche. Se me saltan las lágrimas de recordarlo. Pero no nos engañemos, Radio 3 era como el depósito de combustible ese que sirve para sacar de la atmósfera a los cohetes, pero quien acababa por poner en órbita a los grupos eran «Los 40», y Luqui ahí seguía siendo el que te hacía la señal de la cruz en la frente, “my friend”, y te decía que ibas a ser tres, dos o uno, y casi siempre lo eras. Y había cierta racionalidad en todo eso, porque los grupos de la movida acabaron por triunfar cuando acataron el credo Luquiano del primer «Disco Exprés»: Underground + Música Popular. Gabinete se forran a vender discos cuando hacen canciones como de Alberto Cortez y Alaska cuando le empieza a molar al público de la Rocío Durcal de las neorancheras. Cuando copiaban a The Cure y Bauhaus no los oía ni Blas, por mucha bola que se les diera (y se les daba).
Las radiofórmulas pierden su primacía a finales de los noventa, con la crisis del modelo discográfico convencional. Y sobre todo con el éxito de una fórmula dentro de la fórmula, la de Kiss FM, que consiste en muzakizar la radio musical, conseguir hacer una radio en la que nadie que la escuche levante la cabeza y se pregunte qué esta sonando. Y por tanto, que suelde el dial a una sintonía. La música se convierte en una especie de sopa boba con la que los oyentes se tragan los anuncios cada cuarto de hora y con locutores clónicos entre los que Luqui, que es todo lo contrario, un showman, no tienen nada que hacer. En «Los 40» le van relegando poco a poco hasta que simplemente tiene un papel de característico en el «morning», “Anda Ya”, como señor raro de tiempos remotos.
Yo coincidí con Luqui en aquellos sus últimos años en la SER y en la vida terrenal. Le recordé que la primera vez que lo vi, a primeros de los ochenta, yo era un crío modernito que hacía fanzines, me lo crucé por la Gran Vía y, como hacía con todo el mundo, me saludó, habló conmigo y me compró un ejemplar por veinte pavos, y aún tuvo tiempo de decir que tenía muy buena pinta. Mira que yo era moderno, pues creo que no dormí esa noche. El Luqui de principios de milenio, el Luqui casi deportado de «Los 40», era igual, el mismo tipo, simpático, afable, melancólicamente entusiasta. El pánico hacia Kiss FM había provocado pequeñas revoluciones en los despachos y redacciones y todo el mundo andaba de bastante mala hostia, pero Luqui estaba allí, sentado en una sillita, tan feliz, no especialmente entusiasta por contar batallitas de tiempos pasados de gloria pero sin problemas para recordar algo si se lo pedías.
Aquellos días pensaba que si alguna vez vivía una decadencia quería que fuera tan elegante como la suya, la de aquel señor que parecía un «sans-culotte», un iluminado, un santo estilita desahuciado de su columna, todo menos alguien que había sido la mayor estrella de la radio musical española durante mucho tiempo y hasta no tanto tiempo atrás, y ya no era nadie más que un recipiente raro como el de la Mirinda de sus tiempos de gloria, que alguien pone, vacío, en una estantería como un trofeo a lo camp. Cuando Luqui murió, fui a verle al tanatorio, aunque no me atrevía a entrar en la sala, por respeto. Yo, como él, era un fan.
El otro día alguien, a quien se lo agradezco mucho, decía en los comentarios que me veía escribiendo ilusionado, orgulloso y apasionado. Y quiero decir que eso, en parte, se debe a lo que me enseñó el último Luqui, al que tuve la fortuna de conocer y tratar. Un abrazo, maestro, esta es mi «decadance» y como decía Neil Young, “this note’s for you”.
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