«Salvo las canciones infantiles, a nadie se le ocurría buscar un ‘target’ generacional para una canción. Una canción era para todo ser vivo con oídos y corazón»
En esta entrega de Wild card, Darío Vico se pone algo nostálgico y recupera aquellos tiempos en los que una canción se dirigía a todo tipo de públicos. El «target», por entonces, no se había inventado.
Una sección de DARÍO VICO.
Creo que podría recordar el orden exacto de cada canción. No era lo que hoy se ha venido a llamar un «playlist», era una cinta de gasolinera comprada en una ídem de algún punto indeterminado entre Madrid y Gandía… Todo esto me recuerda esa preciosa y melancólica canción de Rafa Berrio, ‘Este álbum’. Y me lo recuerda porque la escuchamos durante varios veranos de mi infancia mis abuelos, mi madre, mi hermano y yo, en aquellos larguísimos viajes a la playa o en los cortos del fin de semana a algún campiri cercano a mi ciudad, Madrid.
Ahora pienso que posiblemente fuera una cinta de «covers», porque los artistas no me encajan en una sola discográfica. Pero vamos, ahí estaba la creme de la creme de la Belter, Zafiro, Hispavox, Columbia (la española, no la de Dylan, que aquí se llamaba CBS porque la original era la nuestra, la del edificio de Avenida de los Madroños, donde hoy está Sony BMG, con un gigantesco Scalextric, según cuenta la leyenda, en el piso de arriba, para que luego hablen de los ping pong de Silicon Valley).
Manolo Escobar. Camilo Sesto. Brincos. Dolores Vargas. Julio Iglesias. Nino Bravo, por supuesto. Las Grecas. Pedro Ruy Blas. Estaban todos comprimidos en medio centímetro kilométrico de cinta magnética. Todos nos sabíamos todas las canciones. Mi abuela pensaba que Julio era un chiquito muy majo (aún no había aducido priapismo para disolver su matrimonio con Isabel Preysler ante la santa sede). A mí me fascinaba el término «Locamenti», Tina y Carmela me tenían turulato y la línea de bajo me hacía cosquillas en los oídos y en la tripa. Con mi madre coincidía en que Camilo Sesto era un genio: en aquellos momentos ningún crítico me habría convencido de que Bowie (al que no conocía salvo por referencias de mi tío, pero apenas había escuchado) era mejor. Para mi abuelo, Manolo tenía el talento y el encanto de Sinatra, pero era mucho más simpático. Mi hermano quería que pusiéramos la cinta de cuentos, que yo odiaba porque era como un mantra, la puta ratita y los jodidos cerditos, ya.
Unos veranos, no muchos después, me recuerdo en la terraza del apartamento de la playa pintando por encargo de mi abuelo los barrotes, oxidados por el salitre. Cinco talegos por una tarde de brochazos, escuchando en el viejo comediscos, masacrándola con una aguja terminal y al tiempo asesina, ‘Olor a carne quemada’, de Gabinete. Y mi vecino de terraza asomándose a ver qué era eso. Y en la cara B, ‘Como perdimos Berlín’. Vuelta y vuelta, seis o siete veces. Me llevé un taco de discos aquel verano, pero ya los escuchaba solo en mi habitación. Conocí a otro chico aquel verano, amigo mío durante muchos años y hasta ahora, porque él también escuchaba discos «raros».
Pero esa «socialización», que hizo que a lo largo de mucho tiempo muchos de mis amigos tuvieran que ver con la música que escuchaban (y las vueltas que había que dar para encontrarse, hoy que te lo soluciona todo un robot de internet que te conoce mejor que tú mismo, y hasta sabe lo que te va a pasar y quien te conviene) llevaba implícita la disgregación de ese vínculo intergeneracional que antes del rock era la música.
Salvo las canciones infantiles, a nadie se le ocurría buscar un «target» generacional para una canción. Una canción era para todo ser vivo con oídos y corazón. Es bonito ver aquella emocionante película de Basilio Martín Patino “Canciones para después de una guerra”, cómo aquellas canciones las escuchaban, bailaban y lloraban desde los viejos a los críos, desde las señoritas de alto copeta hasta las chachas, desde los estibadores de puertos a los guardias civiles. Y hasta algunos curas con sotana.
En la canción melódica de tradición popular, y especialmente en España, esa intención de llegar a todo el mundo se mantuvo durante muchísimo tiempo. Camilo Sesto era un muchacho guapo y moderno, pero sus canciones nos gustaban a mí y a mi abuela. Con Julio pasaba igual. Con los primeros grupos del pop español, como Sírex, Pekenikes, Relámpagos, Brincos, etc. está clara esa voluntad, que por ejemplo no existía en Estados Unidos, Inglaterra o Francia… España e Italia integraban en Europa –y claro, Hispanoamérica– una especie de línea Maginot de la tradición de fabricar éxitos para jóvenes de 9 a 99 años, y así fue durante muchísimo tiempo. Sin ir más lejos, la chica pop Rocío Durcal tuvo una segunda carrera cantando rancheras.
La movida rompió completamente con todo. A partir de ese momento, hubo dos industrias, dos maneras de ver la música, y se atomizaron los públicos objetivos. Hubo fenómenos que podían haber mantenido ese «crossover»; Los Gabinete «toreros y españoles» volvieron a demostrar con canciones como ‘La culpa fue del Cha cha chá’ que un genuino hit de música popular debe ser tarareado al menos por tres generaciones que compartan ADN y/o por, al menos cinco, de las diez primeras personas que te encuentres en la calle (no vale si estás a la puerta de un concierto de Tulsa).
En el fondo, para qué negarlo, ‘Me gustas mucho’ tiene bastante más que ver con ‘Cómo perdimos Berlín’ de lo que parece. Lo he ido descubriendo con el tiempo, y tratando de recuperar ese tiempo perdido en el que las canciones eran solo eso, canciones. Y recuerdo aquellos viajes con mis abuelos, y aquella cinta que nos sabíamos todos, y añoro aquellos festivales de televisión en los que formábamos un jurado paralelo y con grandes conocimientos de geopolítica. Hoy, me cuesta recordar varias de las capitales de la nueva Europa, si realmente tenemos o no influencia en Eslovaquia que nos valga unos cuantos votos y una sola canción de los últimos diez años, que venga del ámbito multinacional o independiente, pensada para que se pueda cantar en un atasco de verano.
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Anterior entrega de Wild card: Piratería; arte, artesanía y sociopatía.