«Shorter pone a prueba la capacidad de concentración del público. O conectas con su trance o te quedas mirando el festín por el ojo de la cerradura. Es el peligro que se corre delante de una formación tan resbalosa, tan locuaz, tan evasiva»
Wayne Shorter
5 de noviembre de 2010
Teatro Isabel La Católica. Granada
Texto y foto: EDUARDO TÉBAR.
Wayne Shorter no ofrece dos conciertos iguales. Tampoco lo pone fácil a quienes esperan un embelesador recorrido por su historial, con paradas obligatorias en la dirección musical de los Jazz Messengers de Art Blakey, aquel quinteto mágico de Miles Davis –con la mano de John Coltrane aún posada sobre su hombro– o la revuelta eléctrica del jazz a la vera de Weather Report. Cualquiera hubiera lubricado con tales capítulos. Y más ahora, que se cumplen justo 51 años de su deslumbrante debut solista en la cuadratura del hard-bop (hubo mucha vida en 1959, ¡más allá del “Kind of blue”!). Nada. Shorter es una leyenda viva del jazz. El gran saxofonista, compositor y arreglista de la edad moderna del género. A sus 77 años, permanece igual de comprometido y renuente que hace medio siglo. Pero el paso de las décadas ha fortalecido, si cabe, su apetito por la indagación y su retorno al sonido acústico.
Le acompaña el imponente elenco con el que viaja desde que arrancó la nueva centuria: Danilo Pérez (piano), John Patitucci (contrabajo) y Terri Lyne Carrington (solvente baterista que sustituye al explosivo Brian Blade). Los «machos» del combo se entienden con la mirada: Shorter logra encauzar el talento de sus músicos, muy distintos entre ellos, dosificando entradas de instrumentos, ponderando egos, alargando una espiral de posibilidades infinitas. Desde lo abstracto hasta lo telúrico. Sobrevuelan por derroteros dispares, cada cual se pierde por estancias recónditas y todos aterrizan, si se tercia, en acordes pactados. La compenetración del cuarteto alcanza cotas astrales de lucidez. El maestro actúa sin prisa, sopesa cada nota como si se tratase de la última. Medita el contenido de las frases y las suelta con una dicción perfecta. Sin más ni menos que lo necesario. Sopla con empuje de primerizo y sabiduría de perro viejo. Por su parte, el pianista panameño ejerce de fiel y jovial escudero. Releva al jefe, distribuye gambetas y se recrea en frenéticas diabluras que ponen a prueba el récord Guiness de pulsación de teclas en recital. Patitucci, en cambio, se muestra ágil y preciso con el contrabajo y el arco; convulso en ocasiones, sentimental otras con el patrón.
Fragmentado y difícil de seguir, Shorter pone a prueba la capacidad de concentración del público. O conectas con su trance o te quedas mirando el festín por el ojo de la cerradura. Es el peligro que se corre delante de una formación tan resbalosa, tan locuaz, tan evasiva. Por analogía, Shorter equivale a un Dylan actual en el jazz: deconstruye sus piezas conocidas, les da la vuelta y las desaliña para reinventarlas en una jam session irrepetible. Amarrado al tenor durante casi todo el concierto –deja el soprano para el final–, se supone que revisa sus directos más recientes, “Beyond the sound barrier” y “Footprintslive”, síntomas de la amplitud creativa y de su productividad en el último decenio. No es casual que Miles Davies le retrate en sus memorias como el catalizador intelectual de su música. El espectáculo de esta velada, que abre la trigésimo primera edición el Festival Internacional de Jazz de Granada, también se graba íntegro para una probable publicación. Lo anunciaba Shorter a su llegada a la ciudad: “La música muere y nace cada noche”.