«Un disco frondoso, potente, afilado, repleto de humor, ironía, gracia, estilo, sentido histórico, coherencia, buen gusto, mala hostia y fuerza. Para subir el volumen y reventar cristalerías. Para demostrar que no todo tiempo pasado fue mejor»
Wanda Jackson, pionera del rock femenino, ha regresado, a los 73 años, con «The party ain’t over», un disco producido por Jack White, que la sitúa en el lugar dorado que merece. Julio Valdeón nos aproxima a él, reflexionando primero sobre las edades y el rock.
Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.
El regreso de muchos pesos pesados, groguis por culpa de las modas, ha demostrado que el rock hace tiempo que abandonó ciertas poses. Una de las más perniciosas, inevitable en sus estados iniciales, dictaba que se trata de un pecado juvenil, sarampión eléctrico, ruidoso acné, testosterona para la aorta cuyo hechizo palicede con el paso del tiempo y buenas sopas de música clásica, Broadway o lo que sea que debiera de atraerte cuando envejeces. En realidad muchos carrozas crecieron bien sobre las tablas. Ensamblando discos y conciertos. Alternando picos y charcos (¡nadie es perfecto!). Demostrando que no siempre el refranero revela necrosis cerebral, que el que tuvo retuvo, vamos. Neil Young, Leonard Cohen, J.J. Cale, Bob Dylan o Van Morrison y, más jóvenes, Bruce Springsteen, John Hiatt, Tom Waits, Emmylou Harris, o Tom Petty, serían ejemplos suculentos. Las generaciones siguientes ya ofrecen estupendos candidatos a tan selecto club, qué tal Nick Cave, Morrissey, Pet Shop Boys, Steve Earle, Lucinda Williams, Mike Scott, Billy Bragg, Elvis Costello, etc.
Hay otros subgrupos, claro.
Por ejemplo, el de los talluditos que, abjurando del cuero, las guitarras, los amplis, prefieren jubilarse como POETAS (Lou Reed, sus polaroids, sus recitales/conferencias, sus gafitas de intelectual… uf).
O aquellos que un día, una noche gloriosa, fueron cruce entre Dylan y José Alfredo Jiménez y hoy van camino de ser José María Pemán o el sonetista Ridruejo en modelo izquierdista para deleite de «Interviú» o «Público» (Joaquín Sabina, sí. Cómo duele. Qué nostalgia provoca constatar que de su glorioso pasado como «traficante de emociones», que sentenciaría Diego A. Manrique, pasó al autohomenaje permanente, el chistecito rimado, las cómplices palmaditas de sus amigos «los poetas líricos», las autorreferencias a calzón quito y quién sabe, horror supremo, si a un futuro sillón en la RAE).
O esos otros que sí pero no, que a ratos parecen recuperar el pulso pero nunca del todo: Eric Clapton, Iggy Pop, Paul McCartney…
Y están quienes desde hace décadas ejercen más de corporación o sociedad anónima que de combo rock, caso de los Stones.
Por no mencionar a los irrecuperables, pelmas a tiempo completo, como Sting, o a los que abandonaron súbitamente su condición de momios para telefonear sorpresivamente a su estragada musa: Elton John, su humilde pero estimulante, inopinado renacimiento. O el perdido y recuperado, renqueante pero todavía enorme, Brian Wilson.
Al fondo, a mano derecha camino del cementerio, chisporrotean los más interesantes (descontados los ya citados incombustibles, los que noquearon, noquean y siguen noqueando). Me refiero a quienes dábamos por amortizados, pasto de enciclopedia, friskis para gusanos, que regresan merced al buen hacer, audacia, cojones o cuales sean los atributos que permiten llamar a un Johnny Cash deshauciado para que facture algunos de sus mejores discos cuando parecía abonado al ocaso, quiero decir, cuando de la mano de Rick Rubin transformó el maldito crepúsculo, el prólogo a la gusanera, en cinemascope de emociones con aceite hirviendo derramado sobre arrugas, crónica de la vejez y sus nieves al rojo a golpe de voz tronante e interpretación canónica. Tras la gloriosa jugada de Cash muchos han sido los veteranos, los muy veteranos, rescatados: Solomon Burke, Mavis Staples, Marianne Faithfull, Bettie Lavette, Mary Weiss, Loretta Lynn y su espectacular «Van Lear Rose». Neil Diamond y las dos joyas cocinadas junto al mago Rubin en la parrilla de una sobriedad gorgoteante. O el último y estremecedor Tom Jones, mucho mejor desenchufado y austero, más visceral e imponente que cuando la pasada década meneaba implantes capilares. O Kris Kristofferson, fabulador convulso, ronco encantador de ofidios, hacedor milagroso de incandescentes versos que siempre mejora cuanto menos lo adornas. Jerry Lee Lewis, santo patrón de quien esto firma, prefiere los discos a mil bandas, brillantes pero algo impersonales, e imperdonables cuando figura junto a las posturitas del insufrible Slash o el pesadito Kid Rock. El turno, ahora, pertenece a Wanda Jackson.
Y WANDA REGRESA…
Palabras mayores. Fue la primera dama en grabar rock and roll. Dice que la responsabilidad del salto le corresponde a Elvis, amigo y consejero, incluso amante. Lo hizo cuando parecía que el negocio era y sería cosa de hombres. Ella, junto a Brenda Lee (la estamos esperando), chocaban con el ideal postrado, machista, que según los Estados Unidos de finales de los cincuenta correspondía a su género. Nada que ver con los conjuntos de chicas surgidos en años posteriores y enterrados por la invasión británica. Si las Shirelles, Crystals, Marvelettes, Shangri-Las, Ronettes, etc., proponían torrenciales voces femeninas, melodramáticas odas a la juventud bien respaldadas por un maravilloso ejército de compositores, arreglistas, productores e instrumentistas masculinos, Wanda y compañía, cinco años antes, pisaban territorio minado, el del cruce entre el blues y el country, el de las mulas pardas apacentadas en Memphis. Preludio y confirmación del terremoto. Horror de moralistas y pastores de mano fría y blanda. Pesadilla de beatas con el moño infestado de orines.
Nacida en Oklahoma, hija de músicos, guitarrista temprana, Wanda firmó por Capitol en 1956. Alternó con felina maestría country y rockabilly. A veces en temas consecutivos. Otras encapsulados en una misma tonada. ‘Rockin’ with Wanda’ o ‘There’s a party goin’ on’ son dos fogonazos propulsados por el mechero de su garganta, sensuales, provocadores, arrogantes, también ingenuos, imprescindibles para cualquier amante del rock sin cortar. Los sesenta/setenta la encontraron entre el country y el gospel, género al que se entregó luego de renacer junto a su marido, mánager desde 1961, Wendell Goodman. En los años ochenta/noventa giró, grabó y cantó en Alemanía, Suecia, Inglaterra y demás paraísos «vintage». Desde hace una década se suceden homenajes, premios, reconocimientos (forma parte de los salones de la fama del rock y rockabilly, y han puesto calles a su nombre…).
Ahora, de la mano del ubicuo Jack White, responsable de aquel «Van Lear Rose» de Lynn, la «Reina del rockabilly» vuelve con con «The party ain’t over», alusión obvia a su disco de juventud. Frente a los reseñistas que lo celebran condescencientes, mientras escucho voces autorizadas largando sobre la falta de química entre el pasional admirador y la anciana temible, sostengo que estamos ante un largo soberbio. White, productor sensible, coloca una voz a punto de la sobresaturación, añade ecos, capas de vientos, pianos borrachos, guitarras enfrebecidas. El resultado, sin poseer el «pathos» de las «American recordings» (Wanda no es Johnny; no es su liga), deleita por valiente. Jamás cae en la arbitrariedad. Ni siquiera cuando se apropia de la verborrea dylanita en una trepidante ‘Thunder on the mountain’. Tampoco al rociar con gasolina el calypso de ‘Rum and Coca-Cola’ o ronear en plan cachondo con una soberbia ‘You know that I’m not good’ (qué grande Ammy Winehouse. Qué hastío provocan nuestros periódicos, consagrando su inagotable capacidad de vomitar heces a ridiculizar sus frecuentes tropezones. Qué ganas tenemos de que vuelva al estudio, aparte el frasco y cocine, de una vez, algo nuevo, algo valioso). El ‘Rit it up’ de John Marascalco (colaborador de Fats Domino o Buddy Holly, favorito de la Creedence y Brian Setzer) y Robert Blackwell (Sam Cooke, Ray Charles o Dylan) suena igual de visceral que en la legendaria versión de Little Richard. ‘Busted’, de Harlon Howard, ya saben, otros de esos parásitos (¡intermediarios! Como White, por cierto) surge cual champán mezclado con polvo para aderezar los inquietantes fotogramas de ‘Carnivale’. ‘Dust on the Bible’, popularizada por Hank Williams, y ‘Blue Yoderl #6’, de Jimmie Rodgers, demuestran que el country, lejos de lo apuntado por tanto odiador moderno, es venero inagotable de placeres.
«The party ain’t over» es un disco frondoso, potente, afilado, repleto de humor, ironía, gracia, estilo, sentido histórico, coherencia, buen gusto, mala hostia y fuerza. Para subir el volumen y reventar cristalerías. Para demostrar que no todo tiempo pasado fue mejor, que a estas alturas el personal sabe como reflotar carreras sin tropezar en barrizales (¿recuerdan las espantosas producciones con las que obsequiaron a Tina Turner en los ochenta?), que gente como Jeff Tweedy, los Drive by Truckers, el entronizado, con justicia, Rubin, o el duendecillo White saben que el mejor homenaje a tus héroes comienza por escucharlos. Limar egos. Actualizarlos sin caer en la desnaturalización. Ojalá, a sus setenta y tres años, suponga el renacer de Wanda. Bien lo merece. A nosotros, sedientos de que emprenda nuevas aventuras, nos resta confiar en que cuatro o cinco gilipollas decidan comprarlo, o sea, ayudar a que repitan la jugada. Y aplaudir. Aplaudir con las orejas. Mientras servimos bourbon. A la salud de los discos bien hechos y, oh, herejía, del bendito dinero que los paga.