COMBUSTIONES
«Ni siquiera los arabescos ochenteros, ese maldito teclado, fastidian una grabación rayada de puro y crudo duende»
A miles de kilómetros de Madrid, pero a solo unos milímetros de la obra de Joaquín Sabina, Julio Valdeón viaja con la mente al regreso a los escenarios de los míticos Viceversa de Joaquín Sabina.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Me llegaron los ecos. Algunos tuits del comandante Pancho Varona. Otros de Manolo Rodríguez. Luego el cartel, magnífico. Rojo y negro Stendhal para celebrar la vuelta de Viceversa. El grupo de Joaquín Sabina hasta que todo acabó en las habitaciones programadas de un hotel dulce hotel. Entre guitarritas de plástico y baterías sintéticas y voces con ecos y ecos que embadurnan las voces. Pero antes del naufragio, antes de que el disco del 87 marcase el final del sueño, hubo unos Viceversa que aspiraron al título de los pesos pesados. Son los del inmenso Juez y parte. Sobre todo, los del concierto en el teatro Salamanca de 1986. El mismo que han recreado el jueves 29 de noviembre mientras servidor, a 5.765 kilómetros de la sala Galileo Galilei, tecleaba estas líneas moradito de nostalgia.
Pocas veces un acontecimiento justifica sin sonrojo la magreada etiqueta de histórico. El recital reunía a los tres magníficos, los guitarristas Varona y Rodríguez y el batería Paco Beneyto. Sólo faltaba Javi Martínez. De escuderos iban grandes como Paco Bastante y Jaime Asúa, habituales con Sabina desde hace muchos años, y también Lichis, Rubén Pozo, Zahara o Fernando Cobo, entre otros. Si veinte años no es nada imaginen treinta.
Viceversa, carne de la carne del mejor rock and roll, cortocircuito y bóveda de unas cuantas canciones que llevamos cosidas a la tráquea, interpretando el directo que los catapultó. En Sol y sombra, la biografía del maestro Sabina, transcribí esta crónica del crítico de El País Antonio Gómez, publicada el 17 de febrero de 1986: «Joaquín Sabina y Viceversa es algo más que un cantante con un grupo de acompañamiento; es un todo único e indisoluble que se ha cohesionado a la perfección. Viceversa suena con la solidez de los mejores grupos y tienen plena ocasión de demostrarlo al servicio de unas canciones construidas con minuciosidad e inteligencia». Gómez también hablaba de «un sonido compacto y sin fisuras». Aunque en Juez y parte el cantautor ya había logrado aproximarse a su ideario estético —de Bob Dylan y Jaume Sisa, al Banana republic de Lucio Dalla y Francesco de Gregori—, será entonces que cuaje el sonido, y la actitud, que soñaba desde Londres.
Despojadas de los maquillajes del estudio, rotundas, brillan joyas del calibre (30-30) de la nostálgica, casi umbraliana “Cuando era más joven”, la incandescente “Zumo de neón” («De pronto alguna tarde, te pasan calidad y de repente, los bulevares arden, la piel recibe un telegrama urgente…»), la por tantas razones asombrosa “El joven aprendiz de pintor”, la postal urbana, dolorida y bellísima, de “Caballo de cartón”, o la tierna e inusual “Rebajas de enero”, o “Whisky sin soda”… Por supuesto “Pongamos que hablo de Madrid” y “Calle Melancolía”. Y los rockanroles, decisivos. Ni siquiera los arabescos ochenteros, ese maldito teclado, fastidian una grabación rayada de puro y crudo duende. Supuso la consolidación de Sabina como cronista de un Madrid derrotado y urgente, desgarrado y lírico, cotidiano y nocturno y confirmó de golpe a unos Viceversa que lo tuvieron todo para ser sus Hearbreakers.
Se interpuso la vida, el azar, las modas, el aburrimiento, la necesidad de crecer y separarse. Solo Varona siguió a su lado. Inmediatamente después llegaba Antonio García de Diego, con el que arrancará la sociedad decisiva. La que andando el tiempo entregue Física y química, Esta boca es mía y Yo, mí, me, contigo. Pero antes hubo un Baudelaire flaco y chulapo. Dueño de un algo dylanita y una querencia Capdevielle. Acompañado por unos chavales capaces de dar forma a uno de los directos más decisivos del rock español. Justo eso, nada menos que eso, fue lo que celebraban hace tres noches. A mí me resta el chungo consuelo de que habría tenido que subirme a un avión. Pero si andaban por Madrid y no se acercaron habrán dilapidado una noche de las de contar a los nietos. «¡Y este se llama Manolo Rodríguez!». Pues eso. Qué les voy a contar.