Una odisea balcánica. Tras los pasos de La mirada de Ulises, de César Campoy

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LIBROS

«La visión fascinada de Campoy hace que el lector no tenga otra opción que la de seguir su mirada»

 

César Campoy
Una odisea balcánica. Tras los pasos de La mirada de Ulises
BÁLTICA EDITORIAL, 2024

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Se podría decir que este es un libro de viajes pero sería mentira, es un libro sobre un sueño. O si acaso un viaje por un sueño. César Campoy, periodista cultural con intereses en música y cine, se ha especializado asimismo en la historia y la cultura de los Balcanes, y ha publicado sobre ello numerosos libros y reportajes. Por ello, quiso revivir las emociones que le había proporcionado La mirada de Ulises, una película de Theo Angelopoulos en la que Harvel Keitel es un cineasta griego —contrafigura del director—, exiliado en Estados Unidos, que emprende un apasionante viaje rodeando su país natal, mientras se cruza con su propia historia y con la situación actual de la zona y su pasado.

Durante muchos años, Campoy desea este viaje, y su deseo se ve apuntalado por otras películas como Underground, de Emil Kusturica, o la obra de los hermanos Ianaki y Milton Manaki, pioneros del cine en esos países. La fascinación por Yugoslavia, cuando esta existía, es otro de los acicates para emprender un viaje por paisajes de belleza impresionante y de solera milenaria: Tesalónica, Florina, Bucarest o Constanza son recorridos emocionales que concluyen en Sarajevo, donde había vivido el autor años ha.

Por supuesto, un viaje así, intimista, personal, movido por la pasión del viajero, necesita calma y tiempo, precisamente lo que no sobra en este nuestro mundo moderno. Se produce entonces una feliz —dentro de lo que cabe— circunstancia: una crisis personal que le obliga casi a cumplir este sueño.

Así es como recala en Tesalónica, en un pulcro hotel cerca del paseo marítimo donde, como en todas las zonas que pisa, establece una pequeña historia del territorio, entreverada con comentarios sobre la película que le había dado el impulso para embarcarse en la aventura. De ahí, viaja en tren —decir que los transportes públicos son deficientes es elogiarlos— a Florina. Dicharachero maquinista y coqueta ciudad, rodeada de naturaleza en la habitación trasera de Grecia, donde busca lo primero que se ha de visitar en una ciudad: el mercado. La visión fascinada de Campoy hace que el lector no tenga otra opción que la de seguir su mirada.

Siguen las ciudades: la afrancesada Korçë, Bitola (en Macedonia del Norte), en el viaje hasta ella paran en una granja para comprar queso y mantequilla, y Plovdiv, donde únicamente busca —y no encuentra— un plano de la película sobre la que indaga. En los momentos libres hace lo que tiene que hacer un viajero: callejear.

Tras esta primera parte del periplo, se dirige a Constanza —bello nombre que te incita a visitar el lugar donde aterrizó Jasón con sus argonautas—, en Rumanía, y en el tren se encuentra a una pareja de chilenos cargados con mochilas y un portátil. Han dejado sus trabajos y se han embarcado en una vuelta al mundo. En Constanza no puede cumplir una parte del sueño: no se permite remontar el Danubio hasta Belgrado, como en la película. Ahora bien, sí que puede callejear por la noche, siguiendo el rastro del filme.

Así que llega a Belgrado en avión, y de allí a Sarajevo –donde vivió tiempo atrás— en autobús, y allí encuentra huellas del judeo español y acontece uno de los episodios más inesperados y felices, la charla con el viejo regente de un puesto de postales y recuerdos. Lo volvemos a proclamar. No se trata de un libro de viajes, es un paseo por fronteras y conflictos, por una pasión. Por eso no es un libro de viajes, porque el narrador no viaja, hace algo más: vive.

Anterior crítica de libros: Morrissey y los Smiths. Tanto por lo que responder, de Carlos Pérez de Ziriza.

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