COMBUSTIONES
«Una especie de deconstrucción premeditada, racional, que en el estudio lo lleva a renunciar al rock and roll más descarnado»
Una conversación sobre Western stars, el último disco de estudio de Bruce Springsteen, devuelve a Julio Valdeón a una nueva y atenta escucha en la que cambia su concepto del álbum. Este es su viaje.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Foto cedida por SONY MUSIC.
Me pregunta Juan Puchades, al que hago caso (casi) siempre, por Western stars, lo último en estudio de Bruce Springsteen. Le respondo que hice el esfuerzo. Pero que estoy harto de sus caprichos. De esos discos que parecen cocinados con la desconcertante intención de llegar a algún lugar inexplorado más por llevarse la contraria a sí mismo que por convencimiento. Me da la razón, pero añade que posiblemente sean algunos de esos caprichos, empezando por aquel magnífico con la Seeger Sessions, lo mejor que haya hecho desde la última obra maestra, aquel viejo Tunnel of love que marcó sin saberlo el principio del declive. Todo lo contrario de los discos con la E Street Band desde el regreso, con la excepción, relativa, de Magic.
Escucho sus razones. Que si Western stars tiene buenas canciones, que si rebosa letras estupendas, precisas como un disparo, secas, limpias, que si está bien arreglado y producido. Insiste en que olvide los señuelos promocionales. Por mucho que lo repitan las notas de prensa esto no es exactamente countrypolitan. No tiene nada o casi nada que ver con Brenda Lee, Ray Price o Eddy Arnold. Mucho menos con Roy Orbison, como sostienen algunos indocumentados. Y tiene mucha razón cuando detecta en los surcos jirones del sonido de los años setenta, el amor por las cuerdas panorámicas, cinematográficas, que rebosaba The wild, the innocent & the E Street shuffle y que muchos años más tarde añadió a The promise. Total, que aquí me tienen. Por más que esté convencido que del 87 en adelante encuentro en su obra una renuncia autoconsciente a buena parte de las claves musicales de sus años gloriosos. Una especie de deconstrucción premeditada, racional, que en el estudio lo lleva a renunciar al rock and roll más descarnado, al legado fantasmagórico y solitario de Hank Williams, a la cremosa efervescencia de Sam Cooke, a las enseñanzas de Woody Guthrie, Otis Redding y Van Morrison.
El misterio, como lúcidamente comenta Juan, es que da la sensación de que, si bien acabó hasta las pelotas del mito, del culto, de la adoración y la histeria, de tener que adecuarse a un papel prefijado de antemano, ahormado a la fábula del rockero estajanovista y proteico, después, en cuanto llega el directo, retoma todo aquello e incluso trata de emularlo. Con resultados magníficos, bien, pero que encajan fatal con su producción de estudio, donde a menudo avanza en dirección contraria y que a veces parece obra de un gemelo malvado. Por supuesto nadie dice que de finales de los ochenta aquí no haya escrito decenas de grandes canciones. Pero por regla general o fallaban los arreglos y/o la producción, o comprime todo hasta anegarlo, o añade coqueteos ligeramente patéticos con géneros que ni controla ni controlará nunca o, todavía peor, ficha a unos mantas, empezando por el incalificable Brendan O’Brien, para emular a medianías tipo Pearl Jam. Imagino que con la esperanza de reconquistar los viejos nichos de mercado y el favor de las modas. Vano empeño. Sobre todo porque sus discos del 73 al 87 se conservan más vitales, contemporáneos y urgentes que nada de lo que hayan podido publicar sus imitadores.
Total, que aquí me tienen, con Western stars a todo trapo, las letras delante, las ventanas abiertas y una cerveza mediada. Agradecido por tanto y a cada minuto que pasa más convencido de que, carajo, el disco está muy pero que muy bien. Mucho mejor de lo que estaba dispuesto a concederle. E infinitamente mejor de lo que le reconocen todos los pelmas con sus neuras rockistas a cuestas. Intimista, lujoso, nostálgico, con cada escucha me reconozco más enganchado, más dispuesto a dejarme acompañar por sus canciones y más ansioso por escucharlo donde corresponde, esto es, en algún punto inconcreto entre Arizona y Utah, en mitad del desierto. De momento, y a falta de Monument Valley y de un Ford Mustang rojo descapotable, me alegro de haber superado la acidia, el agotamiento, la pereza, para reencontrarme con el arte inextinguible de uno de los pocos tipos que explican por qué, tantos años más tarde, sigo colgado de un oficio tan prescindible, absurdo y romántico como escribir de música.
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