CINE
“Antes, pues, el sentimentalismo exhibicionista como seducción sensiblera que la fantasía como aprendizaje pero también como espacio salvador”
“Un monstruo viene a verme” (“A monster calls”)
J.A. Bayona, 2016
Texto: JORDI REVERT.
En “El laberinto del Fauno” (“Pan’s labyrinth”, Guillermo del Toro, 2006), la fantasía era el refugio de la niña interpretada por Ivana Baquero de una Guerra Civil perfectamente estereotipada. Del Toro, en el camino de consolidar su propio canon dentro del género –uno tendente a la estandarización y la complicidad con el gran público, de riesgos más aparentes que reales−, apadrinó a J.A. Bayona en “El orfanato” (2007), eco anestesiado del modelo avanzado por “Los otros” (“The others”, Alejandro Amenábar, 2001) que confirmaba el buen olfato del mexicano: Bayona era un director que pensaba por y para el público, cuya potencial personalidad como realizador quedaba subyugada a los patrones del gusto masivo. “Lo imposible” (2012) no hizo sino confirmar que, además, esa complicidad incansablemente buscada para con todos podía pasar, sin problema alguno, por la caligrafía más lacrimógena y grandilocuente. Es decir, conquistar taquillas cabalgando la corrección política y rozando la pornografía emocional.
Durante muchos minutos, “Un monstruo viene a verme”, adaptación homónima de la novela de Patrick Ness, parece desviarse ligeramente de esas pretensiones para apuntar hacia una reflexión más interesante: el cuento infantil y su dimensión moral como herramienta de aprendizaje para enfrentar la realidad. A lo largo de las tres historias narradas por el Tejo –imponente bajo la voz de Liam Neeson–, las animaciones creadas por el estudio catalán Headless son un inspirado oasis en los que la narrativa funciona como arma que desmantela simplificaciones y maniqueísmos para llevar al niño protagonista a reeducar su mirada al mundo en la aceptación del trauma y el paso forzoso a una madurez no deseada. Es, quizá, la mayor fuerza de una película que, sin embargo, pronto acaba destapando sus verdaderas intenciones y sucumbiendo ante la vocación de su director: la impenitente búsqueda de la lágrima fácil. A partir de ahí, el cáncer y la pérdida ya no son meros contrapuntos dramáticos del espacio fantástico, sino los verdaderos protagonistas que relegan a un segundo plano toda reflexión en torno a la naturaleza del relato fantástico para ofrecer una victoria incontestable de la más cruda realidad. Antes, pues, el sentimentalismo exhibicionista como seducción sensiblera que la fantasía como aprendizaje pero también como espacio salvador. Ese margen para el rescate que tradicionalmente otorga el género aquí muere sepultado sin piedad, y ni siquiera una Sigourney Weaver comprometida con la causa acaba rescatando al conjunto de los abismos del crowd-pleaser revienta-pañuelos.
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Anterior crítica de cine: “Sing street”, de John Carney.