«Petty ha conducido su carrera con pulso notable. Sin pertenecer al concilio de monstruos sagrados, envejece mejor que la mayoría»
El lunes, Tom Petty cumplió 64 años. Julio Valdeón acababa de comprarse de nuevo una copia de «Wildflowers». Una cosa y otra, le llevan a recordar al rubio adicto al buen rock and roll.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
—Lunes, octubre 20
El lunes fue el cumpleaños de Tom Petty. 64 castañas. El sábado anterior había comprado una nueva copia de «Wildflowers». La anterior que tuve pereció en una mudanza. El disco estaba a cinco dólares, en el estante de un comercio especializado en la compra/venta de artículos viejos, entre trapos y quincallería, espejos y chaquetas con parches. Cómo me gusta esa obra. Nos alivió de las producciones mastodónticas del plasta de Jeff Lynne. A los mandos, claro, andaba Rick Rubin, por entonces socio de un Johnny Cash que iba a renacer gracias al bisturí marca de la casa que le aplicó el barbudo. «Wildflowers» carece de pompa. Suena fibroso, sin grasa. Es una opa a la mierda de efectos, trucos y pijadas que arruinaron el noventa por cien de los discos de los ochenta (y eso que todavía no les había dado por saturar las pistas). Sobraban las hombreras que repartían a destajo Lynne y compañía. Los huecos maquillajes de un Jimmy Iovine. Que sí, ya, produjo «Damm the torpedoes», una obra fantástica y que sin embargo, vista con distancia, pierde fuelle. Dice All Music que no, que gracias a Iovine el disco suena «completamente moderno y sin embargo atemporal». Bueno, a mí esa limpieza tan ochentera, que consistía en diluir las virtudes del rock hasta hacerlo soluble en un vaso de agua, me aburre. La inmensa mayoría de lo que entonces pasaba por rock no aguantaría una coz del zapato de John Lee Hooker. Ni un bramido de Howlin’ Wolf. Te presentas con ese sonido en un bareto del Chicago de finales de los cincuenta, con esos tecladitos de juguete, esos arabescos de plástico y esa falta de músculo y terminas en el papel de Luca Brasi, haciendo coros junto a los peces en el fondo del lago Michigan.
Petty ha conducido su carrera con pulso notable. Sin pertenecer al concilio de monstruos sagrados, envejece mejor que la mayoría. Sus últimas entregas, con los Heartbreakers y los renacidos Mudcrutch, muestran a un músico que desistió de camelarse a quienes no les gusta el rock. Evitar el complejo de Zelig constituye una victoria. Lo que algunos llaman modernizar el sonido acostumbra a ser una bajada de pantalones de padre empeñado en caerle bien a los amigos de sus hijos a base de copiar patéticamente unos códigos estéticos que ni comprende ni falta que le hace. Casi peor que imitarse a uno mismo es imitar a tus imitadores o creer en la falsa inspiración de unos códigos que te resultan marcianos. Petty, entre tanto, mantiene la rubia fidelidad a unas guitarras sucias y a una asignatura, el rock, que pierde pie en el currículum de la modernidad y a la que nuestro hombre sigue tributando discos grandes, discos felices y austeros.
—Jueves, octubre 23
Le adjudiqué sesenta y cinco tacos al bueno de Tom Petty. Son sesenta y cuatro. Estas cosas pasan, generalmente a mí. Tiene usted la discografía completa del hombre, solo, en compañía de los Heartbreakers, con los Traveling Wilburys y Mudcrutch, incontables bootlegs, la épica película documental que le dedicó Peter Bogdanovich, etc., y luego va y le aplica el tratamiento inverso al de las folclóricas que en la máquina del tiempo juegan a quitarse años. Yo asisto a estos líos que monto con la boca abierta. Imposible, por indigno, recurrir a la tonta ironía de que en la era Wiki lo fácil es acertar con las fechas, que menudo mal gusto si consultara “allmusics” cual becario y blablablá. No es aceptable ponerse elocuente en la pieza si luego tropiezas con las partidas de nacimiento. Tampoco creo que funcione la superstición de aquel escritor que colocaba a posta una errata en las primeras páginas de sus libros a fin de no amargarse demasiado con las que luego encontraría. El manierismo cronológico, la voltereta fáctica, tienen su aquel en la novela o el cine y son veneno en el periodismo, un oficio que cuando menos solicita que traigas los datos como las botas de Nancy, bien puestos si aspiras a caminar tres pasos. Un día de estos a Juan (Puchades) le da un telele. Y eso que de momento, en su infinita paciencia, no me ha enviado un sicario para supervisar juntos los textos, en plan esta Beretta tiene una bala por cada errata que cueles y tu verás lo que haces. Quién sabe. Quizá logre enmendarme si imagino tener a mi lado, en labores de corrector, a un devoto de María Auxiliadora, Virgen de Sabaneta.
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Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Dylan, Cash y los gatos más “cool” de Nashville.