Un gusano en la Gran Manzana: Viejos tiburones y jóvenes hipsters

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«Me reconforta vivir en un planeta en el que el viejo león de dedos prodigiosos todavía canta con la intuición fatal de que si se detiene muere»

 

Prince y sus dos discos, B.B.King tocando el cielo del blues y los hipsters, los indies y los gafapastas que viven en su propia dimensión paralela. Julio Valdeón da cuenta de todo ello.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

—Viernes, octubre 3
El otro día escribí sobre Prince y obvié lo fundamental, la música, básicamente porque necesitaba tiempo para escuchar a fondo sus nuevos discos. Dos trabajos complementarios, uno musculoso y algo monótono, «PlectrumElectrum», el otro fantasioso y a veces pelín frío y cómo obsesionado por reclamar los frutos de cierto r&b y funk contemporáneos que tanto le deben, «Art official age». Ninguno sobresaliente, sí interesantes. Entre otras cosas porque un poco de Prince siempre fue mucho y hace siglos que aguardamos su vuelta al trono. Nunca creímos que las locuras transitorias fueran a alejarlo del centro de la pista, que en el baile de tendencias y disfraces del pop actual quedara arrinconado. Aunque ha seguido publicando obras estimables, y ofreciendo conciertos portentosos, en EE.UU. no regresó a la conciencia pública hasta que actuó en el intermedio de la Super Bowl de 2007. Un trallazo que dejó a la chavalería preguntándose quién diablos era esa bestia y cómo es posible que no tuvieran la habitación forrada con su careto. Sigue lejos de alcanzar los estratosféricos logros de los ochenta, incluso no parece demasiado interesado en facturar los ocasionales fogonazos de los noventa («Cream», etc.), pero lo que nadie negará es que por debajo del radar ha continuado generando una fructífera serie de discos. Lo cual no quita para que siempre recuerde la frase que una señora le soltó a su hija cuando vio un póster de Prince en la pared, época «Lovesexy»: «Hija, ¿quién es esta flamenca?». No somos nadie y mucho menos si te empeñas en lucir un caracol a lo Estrellita Castro.

—Lunes, octubre 6
B.B. King, siempre en la carretera, fue la puerta de entrada al blues para muchos. Con el tiempo y los discos lo abandonamos por otros descubrimientos, primero Robert Johnson y de ahí toda la panoplia de bluesmen acústicos, de Mississippi John Hurt a Skip James, Son House, Charley Patton, Bukka White, Blind Willie McTell, Blind Willie Johnson, etc., y en lo eléctrico por bestias del calibre de Muddy Waters, Howlin’ Wolf, T-Bone Walker o Elmore James, entre otros mil. Pero nadie discutirá la importancia del casi nonagenario, que lleva diciendo adiós desde que en 2005 anunció una gira de despedida. Con más de quince mil conciertos a lomo de las reencarnaciones de Lucille, con su flameante cóctel de blues y soul y r&b, King ha dejado obras maestras del calibre de «Live at the Regal». Cualquier aficionado sabe que entre sus dos grandes manos, bajo el sol cegador de un vozarrón tronante, se tejen y destejen los acordes secretos de una música que en él nunca sonó beligerante o dramática y sí más bien cálida y contagiosa. A causa de un «»cuadro agudo de deshidratación y fatiga», King ha suspendido los últimos conciertos del tour de 2014. Yo creo que en realidad se ha marchado a casa cuando comprendió que ya solo le quedaba una semana de conciertos y necesitaba tiempo para planificar los próximos cien. El día en que deje de girar el mundo será un lugar un poco menos acogedor, más allá de debates estériles sobre si el blues ha muerto o sigue de parranda. Me reconforta vivir en un planeta en el que el viejo león de dedos prodigiosos todavía canta con la intuición fatal de que si se detiene muere. Algunos intérpretes, como los tiburones, necesitan moverse para respirar. En ese incansable darle la vuelta al mundo, su público, nosotros, somos los peces pilotos que comen y sueñan en la estela del gran escualo. Agradecidos pasajeros de un viaje alucinante.

—Martes, Octubre 7
A cuenta de Marc Spitz y «Twee», que opina que el futuro ya está aquí, en Brooklyn, y es sonriente, barbado, culto, vegetariano y vagamente progresista. Y luego de leer una entrevista con mi admirado Víctor Lenore, en la que presenta su «Indies, hípsters y gafapastas». El bueno de Spitz se pasa de frenada al tratar de convencernos de que Brooklyn ha alcanzado el nirvana tras superar las pestes de la posmodernidad, de la que solo aprovecharía los mejores frutos (si existen). Lenore me interesa mucho, aunque reconozco cierto estupor cuando leo que se «pasaba el día escribiendo alabanzas sobre Wilco, The Strokes, Animal Collective, Leonard Cohen, Los Planetas y otros nombres ‘elegantes’, ‘exquisitos’ y ‘especiales’. Gran parte de mi vida era una burbuja estética ajena a la realidad, incluso a mis problemas vitales más inmediatos». De todos los que cita a mí, en realidad, solo me enloquece Cohen. Precisamente, vaya por dios, porque su estética, sensibilidad e intuiciones y mi realidad tienen mucho que ver, incluso si hablamos de mis problemas vitales más inmediatos. Me sucede lo mismo con el arte de Melville, Hank Williams, Cernuda, José Alfredo, John Ford, Ozu o Quino, Springsteen, Celia Cruz o Aretha Franklin. Lejos de suponer una vía de escape, un paraíso alternativo donde ocultar la cabecita, esa gente y mucha más me habla y reconforta desde que tengo uso de razón. Nunca los he buscado por «especiales» o «elegantes», por esnobismo, por diferenciarme del gentío, etc. Disfruto como un cosaco, aprendo, respiro y bebo escuchando a Lightnin’ Hopkins o Morente o metiéndome en vena películas de Scorsese, Bergman, Mizoguchi, Malle o Rossellini. Lo que otros consideren respecto a su oportunidad o sintonía con las tendencias o estilos del momento me resulta tan marciano como el tipo de colores que se llevarán este invierno. Aparte, dice Lenore que «un hipster puede pasar tres días de fiesta en un festival como el Sónar y despreciar a la gente que baila los mismos discjockeys en un club de extrarradio donde acude público de clase obrera». Debe de ser que la única vez que compré «Dancedelux» no entendí nada y fui incapaz de encontrar el supuesto y prestigioso lujo. Hará diez años, mínimo, que no piso una discoteca. Cuando lo hacía, madrugada adelante, nunca fue con la intención de corroborar el rompedor buen gusto de mis querencias electrónicas frente al aborregado horterismo de las discos poligoneras. A la discoteca ibas porque ya no quedaba un bar abierto y con la sana intención de drogarte. No es poco habida cuenta del veneno adulterado que vendían y, sobre todo, de la música que sonaba.

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: De Marty Stuart al camello de Prince.

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