«Me conformo con la caja de las auténticas «Basement tapes». Sería, sin dudarlo, uno de los lanzamientos más importantes en años, de Bob o de cualquiera»
A Julio Valdeón Blanco le gusta Dylan; bueno, su música. Pero mucho. Tanto que ya está nervioso ante el contenido que se ha anunciado de la próxima entrega de las «Bootleg series». Y por si no hubiera suficiente, sueña con próximas entregas…
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
No hay año sin noticia Dylan, y la última seduce. Columbia acaba de anunciar la décima entrega de las «Bootleg series», la número diez, dedicada al periodo que va del 69 al 71. ¡¿Cómo?! Sí, cierto, un momento bajo en la carrera del bardo: el principal disco de ese trienio es el aborrecible «Self protrait», un mejunje de versiones concebido, según su dylanísima, para librarse de la adoración unánime y planetaria. Algo así como un borrón infame para alejar pelmas, triturar cualquier idea preconcebida sobre su arte y comenzar de cero. «¿Qué es está mierda?», se preguntó afilado Greil Marcus en su célebre reseña del álbum para «Rolling Stone».
Verán, el disco lo tenía todo para espantar. Sobados temas de la tradición Nashville, «covers» cantados sin pasión, capas y capas de pegajosos retoques, coros absurdos… mientras Estados Unidos amanecía a los turbulentos setenta, con Vietnam picando carne y el personal buscaba sin suerte al viejo «profeta de su generación».
«No te lo vas a creer», le comentó Charlie McCoy, que acababa de grabar sus overdubs para «Self protrait», a Ken Buttrey, que entraba en ese momento en el estudio. Recuerden que ambos músicos, ases a tanto la hora, habían tocado en «Blonde on blonde» y «John Wesley Harding».
Imposible reconocer en ese potaje mainstream y desenfocado al profeta eléctrico del 66. Tampoco había rastro del magnetismo con el que había registrado junto a The Band las descomunales «Basement tapes».
Precisamente con Robertson y compañía Dylan acababa de dar el primer concierto propiamente dicho, descontadas raras apariciones en solitario y en compañía de ilustres, desde el accidente de motocicleta del 66. Los cincuenta minutos de la Isla de Wight no convencieron a casi nadie. Bob se presentó vestido de blanco, con barbita, encarnando su personalidad «Nashville sklyne», voz melosa y querencia por el country, lejos, muy lejos, de la furia lisérgica de los años en los que cabalgaba al tigre. Alguno creyó encontrarse ante un melifluo universitario de ideología conservadora y aspecto francamente pureta. O frente a un millonario alelado y místico que acaba de aterrizar en el escenario desde la cubierta de su imperial yate. Allá ellos: el periodo country dejó sonrientes diamantes. Canciones sin cuya existencia perderíamos uno de los prismas más incomprendidos y exquisitos del Dylan menor (excepción hecha del ya mencionado «JWH», fascinante y superlativo).
Pues bien, con las canciones que quedaron fuera del oficial «Self protrait», más las versiones desnudas, crudas, de varias de las que aparecieron ese disco, más un par de «outtakes» del precedente «Nashville skyline» y otras de «New morning» (1970), otras dos canciones en compañía de George Harrison (‘Time passes slowly’ y ‘Working on a guru’) grabadas en mayo del 70, una hermosa demo de la colosal ‘When I paint my masterpice’ del 71 y, atención, una desconocida delicia perteneciente al 67, o sea, a las «Basement tapes», con esto, digo, Columbia presenta un doble que puede calificarse de auténtica revelación.
Asombra que con semejante material Dylan optara por recalentar las pistas, embadurnarlas con melaza y añadir temas de injustificable factura. No será una obra maestra, pero tengo para mí que el nuevo «Self protrait» ofrecerá un retrato certero de sus influencias. De paso, confirmará que la perversidad para elegir el material más cutre, terrible variante del sadismo perfeccionada por Dylan en los ochenta, había comenzado.
En su biografía de Dylan, la imponente «Behind the shades», Clinton Heylin escribe: «Cualquier sugerencia de que a partir de las sesiones de marzo de 1970 se podría haber construido un disco notable permanece como pura especulación, habida cuenta de que catorce de las versiones permanecen inéditas, si bien ha tocado en directo de forma magnífica ‘House carpenter’, ‘Railroad Bill’ y ‘Little Mosses’ en varias ocasiones. Las publicadas oficialmente de ‘Copper kettle’ y ‘Belle isle’ aciertan de pleno, siendo ‘Copper kettle’, en particular, una de las interpretaciones más emocionantes del canon dylanita oficial». El añadido del concierto junto a The Band, remasterizado, devuelve la dignidad a un directo inusual y goloso.
En un interesante artículo publicado por la edición estadounidense de «Rolling Stone», una fuente cercana a Dylan ha comentado que la «cinta se encontraba debajo de un número que la identificaba como un master, pero no era así. Se trataba de una mezcla de las canciones [de ‘Self portrait’] en su forma cruda, sin diluir. Cuando lo escuchamos, pensamos, esto es algo que realmente habría que publicar. Teníamos que reexaminar ese periodo». Para quien busque carnaza más suculenta, esto: «Queremos publicar el material de forma inteligente. Las cajas de ‘Blonde on blonde’ y ‘Blood on the tracks’ terminarán saliendo. Cuando los fans escuchen la box-set de ‘Blonde on blonde’ comprenderán que el verdadero héroe de las sesiones fue el pianista Paul Griffin. También habrá una caja de las ‘Basement tapes’ algún día. Estamos inmersos en obtener las mejores fuentes de todas las ‘Basement tapes’. Llegará, seguro». Puestos a seguir fantaseando… ¿algún directo del 80 o el 81? ¿El concierto de entonces que grabó en audio y vídeo, con dinero de su propio bolsillo, y que a punto estuvo de ser la continuación de «Saved»? ¿Un «Empire burlesque» limpio de polvo y paja? ¿Las jam sessions de los ochenta? ¿»Time out of mind» sin los trucos de laboratorio aplicados por Daniel Lanois, es decir, parte de lo que escuchamos en «Tell tale signs» pero al completo? ¿Qué tal un directo de la gira por EEUU junto a Tom Petty y los Heartbreakers? ¿Otro del 2001? ¿Las sesiones enteras de lo registrado para «Masked and anonymous»? O ya delirando, ¿existirán en algún sitio, dimensión paralela o bendito sótano las demos de las canciones que escribió inmediatamente después de rematar «Blood on the tracks», todavía más dolientes, oscuras y cáusticas que sus hermanas mayores, tal y como explicaron aquellos a los que Bob tuvo a bien cantárselas antes de encerrarse en un estudio neoyorquino para parir «Desire»? ¿Y esas rumoreadas sesiones de «Street legal» con Bob interpretando todo el disco en solitario y al piano? Por aterrizar de nuevo en el planeta tierra, me conformo con la caja de las auténticas «Basement tapes». Sería, sin dudarlo, uno de los lanzamientos más importantes en años, de Bob o de cualquiera.
Digo yo que después de semejante trabajo de amor, de esculpir un producto que supera con mucho la mera recopilación de añejas cintas y evitar la sobada repetición de sus logros sesenteros, esto es, tras cocinar un artefacto deslumbrante, obligatorio en las «Bootleg series» junto a los volúmenes, 1-3, 4, 5 y 8, maldita la falta que hacía venderlo con un precio tan loco en la edición de lujo, esa que incluye el citado live junto a The Band. Como si Columbia/Sony quisiera justificar los argumentos de los parásitos profesionales que venden el robo digital como vía directa hacia un irisado paraíso donde fraternidad y cultura serán la consecuencia directa de chulear al artista y mamársela a telecos, motores de búsqueda y demás buitres.
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Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: El corrido de Juan Cirerol, metanfeta country.