“En ‘Shadows in the night’ no hay trapicheos con las fuentes, malabares, ocultaciones ni guiños, sino títulos y versos originales”.
El regreso de The Mavericks, “suntuosos y retro sin fosilizar”, y la “triunfal” adaptación de Dylan del repertorio de Sinatra atraen esta semana la atención de Julio Valdeón Blanco.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
-1 de febrero
Vuelven The Mavericks. O, mejor, mantienen el pulso alcanzado tras una ausencia de diez años y el regreso en 2012 con aquel estupendo “In time”. Decía Raúl Malo, en declaraciones a “Rolling Stone” el pasado agosto, que atraviesan una racha fantástica. También se asombran de que su disquera les “permita grabar un disco a estas alturas. Supongo que habrá gente a la que le cueste entenderlo, pero no es lo más fácil estos días, ser capaz de hacer discos y tener un contrato”.
Mezcla de country, tex-mex, bolero y rock and roll primitivo, el recetario de los Mavericks lo tiene todo para que a los modernos les tiriten los dientes. ¡Pero si hasta tienen un vocalista, Malo, que canta sublime! Suntuosos, retro sin fosilizar, románticos y elegantes, su música circula como un viejo Cadillac puesto al día, todo cromados y rojos cereza bajo un sol de mandarina fresca, como la conexión Nashville pasada por los estudios Capitol de un Roy Orbison crecido al otro lado de la raya fronteriza. Son los hermanos rockabilly, amantes de Dough Sahm y Augie Meyers, de Los Lobos, conectados en bucle perfecto con las juckeboxes que parpadeaban en los bares de EEUU antes del desembarco británico.
-3 de febrero
La entrevista de la revista «AARP» a Bob Dylan, la única publicada con motivo de “Shadows in the night”. Nueve mil palabras. Tal vez la mejor que jamás haya concedido, quizá porque el entrevistador le pregunta por cosas que le importan, y Dylan se pone ciego hablando de Sinatra, Mavis Staples, Irving Berlin, los orígenes del rock and roll, las bandas de swing, las virtudes de grabar sin cascos ni empastes y la pesadilla de unos estudios hipertecnificados. Con independencia de lo que opines del disco, es obligatoria incluso cuando, asombrado por la calidad del material, te preguntas si no la habrán facturado por email, escrita a varias manos. Lo dudo: Dylan es muy capaz de disertar durante días, y arrojar lejos la máscara burlona y terrible si, abandonada cualquier pretensión mundana o sociopolítica, te dedicas a interrogarle por su gran amor. De hecho, solo flojea cuando, cuestionado por la situación que atraviesa su país, se hace el bigote un nudo con no sé qué líos a cuenta de los multimillonarios y la necesidad de una intervención divina. Más allá, queda un texto vibrante, enciclopédico, memorable… y deliciosamente malicioso, como cuando habla de los solos de diez minutos de Eric Clapton, y políticamente incorrecto, como cuando le afea al compañero Rod Stewart la necrosis creativa de sus revisiones del “Great American Songbook”. Una entrevista sin desperdicio.
Respecto al disco, yo apostaba a que sería un fiasco, pero debo decir que no, al contrario. Aunque a mí también me asquean las histerias babosas de “Mojo”, “Uncut” y la citada “Rolling Stone”, es un animalito soberbio. Por lo demás, Bob lleva muchos años regalando versiones más o menos juguetonas o encubiertas: ‘Bye and bye’, de “Love and theft”, era el ‘Having myself a time’ de Billie Holiday; el estribillo de ‘Beyond the horizon’ es el de ‘Red sails in the sunset’ de Bing Crosby, y ‘When the deal goes down’ es hija de ‘Where de blue of the night meets the gold of the day’, también de Crosby. Lo que sucedía entonces es que el chasis de las canciones recibía un tratamiento sideral gracias a las nuevas letras, mezcla de originales y collage, entre lo vernáculo, la tradición y el cubismo, y en grandes ocasiones los resultados fueron cegadores. En el caso de “Shadows in the night” no hay trapicheos con las fuentes, malabares, ocultaciones ni guiños, sino títulos y versos originales.
Lo memorable, entonces, es la luminosa constatación de que este repertorio necesitaba despojarse, recibir un tratamiento en claroscuro, beneficiarse de unos arreglos espartanos y una instrumentación como de western crepuscular, y sobre todo de una voz en las antípodas del vocalista aterciopelado y poderoso. Requería caminar sin trompeterías ni cuerdas para rescatar su verdadero espíritu, mucho más triste y doloroso de lo que el exceso de triglicéridos añadidos por demasiados intérpretes perezosos hacía sospechar. Un triunfo. Frugal y frágil, exquisito y sabio.