«Da igual lo que publiquen los periódicos, lo encuentro vivo. Actual y afilado. Romeo y Julieta pasean por las calles de Manhattan su amor diabólico, triste, maldito»
Julio Valdeón Blanco reivindica la figura de Lou Reed, pero también se enoja con los lugares comunes (y las barbaridades) que se han prodigado estos días. Y deja algunos momentos para la reflexión común.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
Lou Reed gastaba una áspera paranoia. No llevaba bien el que lejos de su ciudad, en los Estados Unidos más allá de Nueva York, fuera un desconocido. Aparte la Velvet y «Transformer», se había quedado en una cosecha rock que solo frecuentaban los buenos aficionados. Esto se entiende hoy, pues el rock no le interesa a nadie, y menos cuando el público todavía no bebía de forma unánime los pases de baile infantiles, cuando subsistía una numerosa parroquia aficionada a las guitarras. De las ascuas de la Velvet nacieron mil grupos, pero la mayoría desarrolla carreras de francotirador, estilos «avant-garde», ruidismo lírico, metáforas eléctricas de alto voltaje emocional, o sea, pocas bromas.
Luego uno lee los parabienes adolescentes de ciertos cronistas y… alucina. «El creador de música popular más importante de la historia a partir del nacimiento del rock» quedaría bien como halago tipo. No, miren, Lou Reed es dios, pero un dios que habita un panteón múltiple, inquilino de un censo pagano y alejado del monoteísmo. Discutir a estas alturas si Reed es más o menos influyente o valioso que Elvis Presley, Bob Dylan, Paul McCartney, Brian Wilson, David Bowie o Ray Davis se antoja ridículo. Olvidar que existen James Brown, Ray Charles, Sam Cooke o Aretha Franklin, por no hablar de Hank Williams, me deja patidifuso. Reed no merece la adoración idiota de los desmemoriados. De los chavales blancos para quienes soul o country, o funk, blues, etc., son estilos menores, etiquetas folclóricas y/o simpáticas, no decisivas. Frente a tanta miopía o fanatismo Reed no pretendió ocupar en solitario el trono del siglo XX. Demasiado inteligente para caer en semejante ridículo.
Cierto que, en detrimento suyo, hay dos décadas, las últimas, de olvido progresivo del formato canción para entregarse a actividades que consideraba más fecundas. La música de vanguardia, la poesía, las artes marciales chinas. En su favor hay que reconocer que el oficio de cocinar y publicar discos resulta ya insoportable. Tienes que trabajar duro y luego los listos de turno, sobornados por las telecos, y su coro de pelotas, justificarán que el personal robe tu arte a cambio de una palmada cómplice. Semejantes bastardos no merecen nada, menos todavía un disco. Asunto distinto era lo mucho que asustaba acudir en Nueva York a un recital poético de Reed a mayor gloria de una comunidad autónoma española, numeritos patrióticos en los que el anciano rockero recibía la adoración de programadores culturales, asesores de presidencia, funcionarios del ramo y demás fauna. Pero su interés por la poesía era auténtico y arranca pronto. Lejos de considerarla como retiro prestigioso o noble pasatiempo, la voluntad literaria, la devoción por la palabra, persiste en su obra desde el minuto uno; e incluso antes, cuando en la Universidad de Siracusa asistía feliz a las clases del poeta Delmore Schwartz, al que incluso dedicó un par de canciones.
No sé ustedes. A mí, la muerte de quienes he admirado y seguido me deja tieso. Un catecismo de ausencias me impide acercarme a su música, libros o películas durante semanas, a veces incluso meses. Asustado porque nos vamos quedando huérfanos o avergonzando, con mala conciencia de oportunista, de regresar a sus discos cuando se han ido. Hacía un tiempo que no escuchaba a Reed y, lo confieso, tras su muerte he olvidado mis muy intransferibles pajas mentales. Da igual lo que publiquen los periódicos, lo encuentro vivo. Actual y afilado. Romeo y Julieta pasean por las calles de Manhattan su amor diabólico, triste, maldito, mientras mi amado, mi querido e imprescindible Reed nos recuerda la turbulenta cantidad de belleza, electricidad y misterio que cabe en una canción. Toda la que él reunió, por ejemplo, en esa trilogía insuperable de «New York», «Songs for Drella» y «Magic and loss» y que pocos cronistas han citado porque la Wikipedia abunda más en referencias a la Velvet y los posteriores setenta. Glorias de la era digital. Iba a democratizar la cultura y terminó por universalizar tópicos.
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Anterior entrega de Un gusano en la gran manzana: Aguerridas mujeres del mejor rock and roll.