“La cultura. Esa oenegé. Ese bien inmaterial, comunal y social del que todo dios disfruta y come excepto sus orfebres. Cuando ya nadie publique discos este será el futuro. Un pudridero de ediciones cutres en el océano de canciones por la filosa”
Las consecuencias de aumentar el copyright de 50 a 70 años, grabar un videoclip horrible o vivir en una capital muy moderna pero que algunos músicos esquivan en sus giras traen de cabeza esta semana a Julio Valdeón.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
–1 de septiembre
¿Han visto el vídeo con el que anuncian el nuevo disco de Darlene Love, la carnosa, amplia garganta de tantas joyas cocinadas por el chiflado de Phil Spector? Un horror. Simpático, pero un horror. Algo así como un inofensivo fin de fiesta en el programa de Letterman. Love es demasiado amable, por no hablar de su apellido, como para caer en la redundancia de un vídeo que chorrea pachuli. Por más que la canción la firme Elvis Costello y la produzca, como el resto de «Introducing Darlene Love», Steven Van Zandt. Tampoco me convencen esas malditas guitarras en modo eco. Me recuerdan las espantosas producciones con las que Brendan O’Brien tuvo a bien destrozar los discos de Bruce Springsteen a partir del 2002. Sí, lo sé, para algunos aquella ampulosa vigorexia suponía una modernización. En fin. Escuchado en 2015 a «The rising» le sobra casi todo. Rezo porque algún día publiquen las maquetas. Y que el resto del disco de Darlene camine por terrenos menos, mmm, saturados. Si llevamos siglos esperando a que Van Zandt le trabaje un disco a Springsteen es, justamente, para que lo empuje lejos del horror vacui.
—2 de septiembre
Los dandis que escupen al escuchar la palabra discográfica celebrarán que en Canadá unos listos, gracias a que la reciente extensión del copyright de las canciones, de 50 a 70 años, no es retroactiva, han publicado varios recopilatorios de Bob Dylan, los Beatles, los Beach Boys, etc. Sonido infecto. Portadas dignas de esa gasolinera en la que entrabas del brazo de papá para comprar, camino de la playa, una botella de agua de dos litros y un par de sándwiches. Pero que importará el sonido, qué las portadas, cuando para escucharlos usamos el teléfono o, en el colmo del lujo bizarro, un ordenador portátil y un par de altavoces de plástico. Si ya, de remate, los royalties se los enfunda un empresario por completo ajeno a los fulanos que escribieron aquellas canciones, entonces, bueno, tengo el corazón contento, el corazón contento, lleno de alegría. La cultura. Esa oenegé. Ese bien inmaterial, comunal y social del que todo dios disfruta y come excepto sus orfebres. Cuando ya nadie publique discos este será el futuro. Un pudridero de ediciones cutres en el océano de canciones por la filosa y escuchadas en equipos portátiles que ríete ahora, majete, del sonido de tu vieja radio a pilas.
—3 de septiembre
Cuando presumes de que en Nueva York se escucha la mejor música del mundo más vale que no te lo creas mucho. Al menos yo contemplo las giras de algunos de mis artistas favoritos y me deprimo. Muchos rara vez consideran bajarse a la ciudad de los ejecutivos lechuzos, los hipsters de capa caída, los folklóricos de la modernez, los pijos que van de entendidos en todo, los pintores por consagrar y los poetas por publicar y las imbéciles del postureo que circulan entre las malditas tiendas de yogurt helado. Un suponer, Merle Haggard, que toca o tocará en los próximos días en Fargo acompañado por Kris Kristofferson y Sturgill Simpson. No, no me gustaría chuparme el invierno que estalla en esas tierras solo por el gusto de ver a gente como Haggard, pero qué rabia que en la ciudad más rumbosa, ecléctica y mestiza sea tan complicado disfrutar de ciertos artistas y ciertos estilos, proscritos por los guardas del cementerio incluso en estos días en que disponemos de una etiqueta, Americana, para darle lustre y colorín a los fértiles pantanos del country, el bluegrass, el honky tonk, etc.
–
Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: ¿Sabes lo que significa extrañar Nueva Orleans?