Un gusano en la Gran Manzana: Leonard Cohen, una vida en fotogramas

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«Rompe a llorar en mitad de la canción, llora al terminarla, llora de vuelta en los camerinos y continúa llorando cuando apagan las cámaras. Ahora las lágrimas son reales»

 

Leonard Cohen a través del tiempo, de imágenes documentales que nos acercan a distintos instantes en la evolución de uno de los más grandes creadores norteamericanos. Esa es la propuesta de Julio Valdeón para esta semana.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

1965.
Encuentro en el twitter de Diego A. Manrique un link al docu del 65 en el que un Leonard Cohen juvenil, aunque en su caso eso siempre resulte dudoso, pasea en blanco y negro. «Ladies and gentlemen… Mr. Leonard Cohen». Visita Montreal. Bebe coñac y cerveza. Saluda a su madre. Recita poemas. Firma libros. Solo canta en las casas de amigos, lejos de las exquisitas multitudes que lo celebran. Allí, en la cercanía de sus fieles, muestra ya una avasalladora facilidad con las mujeres y lee los jeroglíficos que sonríe la nieve tras los cristales. Ha descubierto que «nadie recibe la cantidad (de sexo) que cree que merece su apetito. Pero solo dura unos momentos, y después volvemos a la vieja historia de terror… yo te doy esto si tú me das eso. Ya sabes, vender el acuerdo: qué recibo, qué recibes. Un contrato». Se aloja en un motel y escribe. Los dos mil y pico ejemplares despachados por cada uno de sus libros no le permiten instalar el cableado de la luz en la casa de Hydra, donde vive junto a Marianne. Escribir es morir de hambre. Cada poema, extraordinario, le mantiene bajo el gris alero de la pobreza. No aspira a enriquecerse, pero tampoco estaría mal salir de menesteroso: según cuenta Sylvie Simmons en «The life of Leonard Cohen» los cheques que llegan a Grecia apenas superan los veinte dólares. Marianne ha vendido su propia casa para pagar la que comparten. En Montreal, «el equivalente de Dublín para Joyce», Donald Brittain y Don Owen siguen a Leonard con su cámara. Lo fascinante, aparte el tono de «cinema verité» rebajado por la autoconsciencia de quien se sabe elegido para la gloria, es comprobar hasta qué trance la juventud es un fardo y cómo dice cosas, y cómo las dice, que años más tarde sonarían inverosímiles en boca de quien ha peleado a muerte contra los demonios del narcisismo y la autocomplaciencia. Ah, y su capacidad para ejercer como «stand-up comedian». La gente le ríe enloquecida los chistes. Pero cada broma que arroja viste una cuchilla de afeitar entre los labios. Leonard remata los gags con un furioso estallido de lágrimas invisibles que solo apreciaremos al rebobinar la cinta.

 

1972.

Fundido a color. Tony Palmer acompaña a un Cohen con tres discos de gira por Europa. Acaba de publicar «Songs of love and hate». Lo que Palmer grabe será una mezcla de conciertos irrevocablemente hermosos, rebeldes altavoces que piafan y agonizan, fans que ligan con Leonard en los camerinos incluso delante de sus maridos y disturbios en Tel Aviv, donde los guardias de seguridad, de naranja butano, mantienen despejado el patio de butacas: solo puedes sentarte en los balcones. Cohen solicita al personal que se acerque y los gorilas repartirán estopa hasta que reina un pandemónium de dientes astillados y chasquidos de huesos. El instante supremo llega en el último concierto, con Leonard, hasta el culo de ácido, y mortificado al entender que la fama lo está alejando de la verdad poética, sea cual sea. Resuelto a ser honesto de forma incluso suicida, abandona las tablas en mitad de un tema. Antes explica que «no hay razón para mutilar una canción solo para salvar el expediente. Si no mejora detendré el concierto y os devolveré el dinero. Algunas noches uno se eleva sobre el suelo y otras no logras despegar, y no hay por qué engañarse al respecto, y no hoy hemos sido capaces de abandonar el suelo». El público, alucinado, aplaude sin comprender bien que no se trata de una performance, que el envite es a quemarropa y Cohen planea escaparse. A continuación asistimos a los desesperados intentos de su mánager para que regrese al micro. En los camerinos sigue el consejo que le dio su madre contra la neurosis: afeitarse despacio, morosamente, con la esperanza de que una limpieza ritual levante el animo. Vuelve al escenario y entrega una de las interpretaciones de ‘So long Marianne’ más tristes que jamás haya producido. Tanto que rompe a llorar en mitad de la canción, llora al terminarla, llora de vuelta en los camerinos y continúa llorando cuando apagan las cámaras. Ahora las lágrimas son reales. Han florecido como una tuberculosis en los ojos del poeta que canta a esos mamíferos sublimes y enloquecidos llamados hombres. Ninguno más sublime o enloquecido que un Cohen visceral, complejo, oscuro, hambriento, hostigado por nubes con forma de clítoris y biblias con dientes de calavera. En su pecho habita una constelación de poesía escarlata y melodías como setas venenosas. Para cuando publique su siguiente disco, «New skin for the old ceremony», abandonada ya toda esperanza de retirarse, ha cambiado de productor y enriquecido su paleta con nuevos cromatismos y arreglos. El público no se entera y en Estados Unidos vende poco. El público casi nunca se entera y suele llegar tarde al encuentro con los mejores. Si llega. Cuarenta años después, con el título de «Bird on the wire», por fin editan, restaurada, la película de Palmer.

 

1988.
Tras el fiasco de «Various positions», 1984, no publicado en EE.UU. porque su compañía juzga que no da el nivel (solo contiene temas como ‘Hallelujah’, ‘If it be your will’, ‘Heart with no companion’, ‘The captain’ o ‘Dance me to the end of love’), Cohen se ha encerrado con su órgano de feria a componer «I’m your man», el disco que de una vez y para siempre lo restituye en la cima, consagrado ya como centauro supremo de la canción. Sharon Weisz recuerda el plan que elaboran para convencer al personal de Columbia que merece la pena apoyarlo: envían a cada representante y relaciones públicas del sello discográfico una carta: «Buenos días. No sé bien cómo se hace esto así que por favor sé paciente conmigo. Tengo un nuevo disco, ‘I’m your man’, que sale esta semana. Es ya un éxito en Europa y ahora estoy a punto de iniciar una gran gira en EE.UU. Sé que puedo contar con tu apoyo y apreciaría mucho si hicieras un par de llamadas de teléfono en favor de este disco. Adjunto un par de dólares para cubrir los gastos. Gracias por tu ayuda. Leonard Cohen. Pd.: hay más dinero en el lugar de donde éste viene». La BBC acompaña a Cohen a su concierto en Nueva York. En «Songs from the life of Leonard Cohen», no vemos al joven poeta, asustado por la fragilidad de sus esfuerzos, ni al artista sacudido por la violencia del triunfo, sino a un hombre que ha aprendido a vadear espejos, que sonríe impávido ante la mentira de cada aplauso y reconoce deudas y limitaciones. A lo lomos de un organillo sus canciones son el equivalente a un Himalaya susurrado. Cero esfuerzo por resultar trascendente aunque cada aliento, cada palabra y acorde, retumban en el corazón hasta dejarlo sobre la fría mesa de disecciones.

 

2009
Jian Ghomeshi entrevista a Cohen en su casa de Montreal. Al hablar de su vida el periodista medita si a Cohen no le aguarda incluso un cuarto acto, luego de este tercero en el que ha regresado a los escenarios venerado por las masas. «Lo del cuarto acto mejor dejamos que lo interpreten los teólogos», viene a responder Leonard. Envejecido, sereno, reflexiona sobre la evidencia de que todas las obras, la suya, la tuya y la mía, cierren con la muerte del héroe. El telón caerá en cualquier minuto, pero mientras tanto empuña un hacha de palabras como avalanchas. No hay ni habrá otro igual.

 

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: U2 y un teléfono.

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