«La demostración de que aquella voz prodigiosa le pertenecía a una mujer dotada con un cerebro inquieto, deseosa de nadar a su aire»
Con Linda Ronstadt retira por el parkinson y con sus memorias recién editas, Julio Valdeón Blanco reflexiona sobre su obra, y por el asombroso camino que la llevó a recuperar el cancionero mexicano en los últimos tiempos.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
No fue el dorado sopor del cañón Topanga ni el hastío por un mundo que la había semiolvidado lo que forzó el silencio de Linda Ronstadt, sino el parkinson. La maldita enfermedad provocó que primero abandonase el directo y más tarde la música grabada. Quienes la hayan seguido sabrán que durante la década previa a su jubilación Linda se había sumergido en la canción mexicana, las nanas infantiles y hasta en los pantanos de la música cajún. Ella, que en los setenta y acompañada por Jackson Browne, CSN&Y, James Taylor o Joni Mitchell, despachó toneladas con sus lamentos de chica dulce, que en los ochenta relanzó su carrera a base de elegantes revisiones del «great american songbook», se había desmarcado con una sucesión de discos imposibles. La demostración de que aquella voz prodigiosa le pertenecía a una mujer dotada con un cerebro inquieto, deseosa de nadar a su aire. Los más cínicos apostarían a que se trataba de caprichos de millonaria excéntrica. Con semejante colección de discos de platino, de cuando el metal se contaba por millones, la señora podía hacer lo que quisiera.
Pero hete aquí que Ronstand acaba de publicar sus memorias y uno no puede sino descubrirse. Nacida en Tucson, en el seno de una familia melómana, recuerda que la gramola familiar, o sea, la radio, fue un animal ecléctico. Pedro Infante cruzaba su camino con los astros del country y, si tuviera que elegir a su intérprete favorita, subraya en rojo fosforito a Lola Beltrán. La cercanía con Nogales, que visitaban muchos fines de semana, estrechó los lazos del clan con muchas familias mexicanas: «Extraño mucho aquellos tiempos en los que la frontera era una línea permeable y las dos culturas se mezclaban de forma natural. Hoy la frontera parece el Muro de Berlín, dividiendo a las familias e interfiriendo con las migraciones de la vida salvaje». Descontada la referencia a la fauna (básicamente porque, siendo cierta, no deja de resultar incongruente aplicada al viejo Berlín), se agradece la audacia necesaria para denunciar la alambrada, ese oprobio que colecciona muertos e inflama el discurso xenófobo de la ultraderecha.
Quien desee recordar a la Ronstand rockera hará bien en agenciarse el DVD de «Faithless love», un bootleg maquillado que, sin excesivos alardes de calidad en imagen o sonido, muestra a una intérprete eléctrica, acompañada por una banda poderosa. Ahora bien, si estás por volver a escuchar aquellas «Canciones de mi padre» de 1987 donde cantaba ‘Rogaciano’, o el «Más canciones» de 1990, donde aparecía en la portada disfrazada de pizpireta Frida, la lectura de sus memorias, y especialmente de los primeros capítulos, te ayudará a comprender mejor el origen de la jugada. Nada nuevo, dirán los entendidos, pero se agradece la refrescante franqueza de quien ha decidido contar su vida atendiendo a las deudas sentimentales y lejos de cualquier habladuría. Pocas drogas, y mira que abundaron en el Roxy, y sí recuerdos intensos de un país menos enclaustrado, permeable a una cultura y una música que calienta no solo al otro lado de los muros de acero, los reflectores y las torretas sino en Arizona o California. Y no, nadie afirma, no yo al menos, que la producción mexicana de Linda pueda compararse a los monumentos paridos por Los Lobos, a los inquietos viajes del sublime Ry Cooder, a los discazos de Tom Russell, pero aplaudo a la dama de agradecida memoria que desnuda sus orígenes para rendir homenaje a un cancionero fundamental en las raíces de su arte.
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Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Willy DeVille, el pirata indomable.