“El problema es que nadie le preguntó a EMI, propietaria de los derechos, si daba permiso para pinchar la canción, y es muy probable que la discográfica acuda a los tribunales. Por algo así pueden caerte hasta 300.000 dólares en multa, a repartir entre la objetora religiosa y el listo de Huckabee”
Julio Valdeón adivina algo de azúcar en el próximo documental sobre Keith Richards mientras la banda sonora de Rocky Balboa acompaña a la funcionaria demócrata que se niega a casar a las parejas homosexuales.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
–9 de septiembre
El tráiler del documental producido por Netflix sobre Keith Richards huele a incienso. Claro que a mí, de Richards, me gusta todo, y pienso verlo en cuanto lo estrenen. Pero reconozcámoslo. Estos documentales tan pulidos, tan pactados, tan amenos y suaves y tan cargados de buenos modales dan un poco de repelús. Tampoco es que esperase el «Gimme shelter» de los Maysles o, mucho menos, el «Cocksucker blues» de Robert Frank. Ambas dedicadas a los Stones. Ambas obligatorias. Pero el amigo Morgan Neville, que dirigió «20 feet from stardom», me parece un estupendo maquillador de hagiografías y un fabuloso y elegante realizador de extras visuales que acompañen la edición de lujo del disco. Un sastre con oficio y pasta para montarse productos resultones y excesivamente convencionales y planos. Poco más.
–10 de septiembre
A los convencidos de que las discográficas son las metástasis del arte les recomendaría leer ciertas noticias. Ellos creen que llueven canciones como el café a Juan Luis Guerra y luego todo es cuestión de colgarlas en Facebook y listo, ya solo resta enfriar el champán y recibir en bata a los admiradores como si fueras Hugh Hefner. Moralistas de guardarropía, han hecho de internet una vietnamita hipersónica donde vomitan panfletos, pero por una vez tendrán que aplaudir a los ejecutivos de EMI. Resulta que Kim Davis, la secretaria homófoba que alega ancianas supersticiones para no casar a las parejas homosexuales, salió de la cárcel, donde estuvo justamente enchironada cinco días, al ritmo de ‘Eye of the tiger’, la canción de Survivor que amenizaba los entrenamientos de Stallone en «Rocky». A la puerta de la trena le esperaba una manifestación de fundamentalistas y el candidato a las primarias republicanas, y exgobernador de Arkansas, Mike Huckabee. Todos contentos: Davis posaba ante los fotógrafos transmutada en virgen suicida salvada del martirio y el político cortejaba a los evangelistas de crucifijo y metralleta y los chalados del Tea Party. El problema es que nadie le preguntó a EMI, propietaria de los derechos, si daba permiso para pinchar la canción, y es muy probable que la discográfica acuda a los tribunales. Por algo así pueden caerte hasta 300.000 dólares en multa, a repartir entre la objetora religiosa y el listo de Huckabee. Porque una cosa es que a veces los malos de la industria se hagan los suecos (que son unos señores que al parecer viven en la inopia) por aquello del calorcito promocional y el dejad que los niños se acerquen a mí, que algún disco comprarán, alguna canción, algo, y otra, alarmante, que usen uno de tus temas para aforrar una campaña con visos fascistoides que pretende enmendarle la plana al Tribunal Supremo de los EEUU. Y hasta ahí podíamos llegar.
Esto de echarse las manos a la cabeza y lloriquear y decir no lo entiendo, no lo entiendo, sucede a menudo cuando alguien toma prestada una canción ajena a fin de realzar un acto publicitario. Puede ser Donald Trump con Neil Young o Huckabee con la horterada ochentera, pero vivimos tan confortables bajo el forro polar que nos protege de cualquier duda, convencidos de que las canciones no tiene dueño, etc., que todavía hay quien lloriquea al comprobar que es obligatorio pedir permiso y pagar a los creadores de contenido cuando tienes el capricho de usarlo.
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