«Conservadores, ambiguos, a menudo viscosos, los Grammys siempre han mantenido una parcela de grandeza, más meritoria en estos tiempos de absoluto descrédito del disco»
Horas antes de conocerse los ganadores de la nueva edición de los Grammy, Julio Valdeón Blanco habla de estos premios, de su absurdo, pero también del sentido que hoy todavía tienen.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
Escribo a veinticuatro horas de que se fallen los Grammys (se publicará unas horas después), desconociendo quién ganará. Hay algo especial, casi morboso, en teclear al pairo de la actualidad. Acostumbrado a la soga diaria del periódico conforta reflexionar libre de la metralla del teletipo, hoy digital, anteayer a lomos de paloma mensajera. Leo las listas de candidatos. Con todas las ausencias posibles, reconociendo que faltan discos y nombres, sale un conjunto potente: The Black Keys, Frank Ocean, Jack White, Adele, Florence & The Machine, Carole King, Paul McCartney, Bruce Springsteen, Fiona Apple, Björk, Tom Waits, Jay Z y Kanye West, Lupe Fiasco, The Roots, Jamey Johnson, Ravi Coltrane, Brad Mehldau, Chick Corea, Esperanza Spalding, Pat Metheny, Arturo Sandoval, ¡Chano Domínguez!, Lila Downs, Los Tucanes de Tijuana, Bonnie Raitt, Dr. John, Ry Cooder, Luther Dickinson, Toots and the Maytals, Jimmy Cliff, John Williams, Howard Shore, T Bone Burnett, Arcade Fire…
Ok., echamos de menos a Neil Young y Bob Dylan, Leonard Cohen y Mark Lanegan, Rufus Wainwright y Lee Fields, Bobby Womack y Band of Horses, por citar algunos de los que aparecían en lo mejor del año de EFE EME. Tampoco reconforta en exceso el general despiste relativo a lo que denominan, con comprensible pero inquietante título, música latina. Nada nuevo: ya Diego A. Manrique, con su perspicacia marca de la casa, alertaba del apagón mediático a nivel internacional del pop y el rock español. La culpa no corresponde a la Academia sino a nosotros, españolitos particularmente negligentes en la gestión, promoción y cuidado de nuestras tradiciones culturales. Si ni siquiera en España prestamos atención a nuestros propios músicos, si pretendemos que conquisten el mundo a base de MySpace o Facebook, si nadie paga un euro por asistir a un concierto, de comprar discos o revistas especializadas ni hablo, y hemos renunciado a Hispanoamérica, si la televisión es un desierto y la radio una afrenta y nuestros músicos son paseados en las redes sociales como si fueran los apandadores de Bankia o los glotones sobrecogedores de tanto y tan escandaloso pelotazo, ¿qué coño esperábamos? El olvido, el vacío, la absoluta y completa invisibilidad, parecen lógicos. Consuélense pensando que, si bien España no pinta un carajo y la cosecha hispanoaméricana suele circunscribirse a lo más cutre, géneros marginales como el de las bandas y el tex-mex, aunque hayan perdido categoría propia, siguen representados. O que añaden el latin jazz. Demuestran así que buscan lejos del tópico baladista hortera o la diva maciza con el que acostumbran a identificarnos. Hecha la salvedad del deprimente apagón de la música parida en España, en terrenos ya anglos, la mezcla de nuevo y clásico, los jitazos y las canciones oscuras, los géneros de moda y la atención a una (relativa) independencia conforma un paquete más que digno.
De adolescente me tomaba estos premios por la tremenda. Me resultaban repugnantes, algo así como un muestrario de peces muertos y unos mercaderes incapaces de hacerse a la mar para buscar tesoros. Pero el fervor reivindicativo, la infinita capacidad juvenil para indignarse por gilipolleces, fue apaciguándose. Cierto, sonroja la tradicional ceguera de la industria, su incapacidad para olfatear el futuro, su desprecio de lo minoritario, sus afanes crematísticos, horrores como Celine Dion, premiada en su día, o Natalie Cole y aquel, seamos piadosos, mediocre disco de duetos con su padre criogenizado al fondo del estudio. Del otro lado no olvido que Amy Winehouse, Bon Iver, India.Arie, The Black Crows, Arrested Development, Neneh Cherry, Stray Cats, Rickie Lee Jones, The Pretenders, Dire Straits, Bad Company o Bill Whiter fueron señalados, con o sin premio, en sucesivas ediciones. Por cada arcada y cada nausea, por cada Lady Antebellum o Mariah Carey hubo un Paul Simon, unos Arcade Fire, un Herbie Hancock, un Stevie Wonder o un Michael Jackson. A menudo ningunearon a quienes cabalgaban el tigre del momento, en su día los Rolling Stones, Bob Dylan o los Beach Boys, más recientemente Prince, Eminem o Kanye West, y se dieron paradojas como que Steely Dan ganó en 2001 y no en 1982. Géneros como la el soul, el reagge, el punk, la new wave o el efímero trip-hop nunca fueron suficientemente reconocidos. Con todo la gala siempre tiene su punto. Entre macarras y momios había, hay, descubrimientos, actuaciones recomendables, merecidos homenajes, dúos improbables, y el peso de las compañías indies ha ido fortaleciéndose con el paso del tiempo. Lejos quedan los sesenta, cuando Tony Bennett, Henri Mancini o Sinatra, por lo demás gloriosos, aseguraban el profiláctico aislamiento del rock and roll. Me gusta recordar, aparte, que Domenico Modugno fue el triunfador del 59, primer año de los Grammys, con la inmortal «Volare». Qué decir de categorías como Mejor Box-Set del año o Mejores Notas incluidas en un disco. Parafraseando a Manrique, «tiene algo heroico el hecho de que los Grammy sigan defendiendo la excelencia en el objeto físico».
Conservadores, ambiguos, a menudo viscosos, los Grammys siempre han mantenido una parcela de grandeza, más meritoria en estos tiempos de absoluto descrédito del disco, mientras la posmodernidad, siempre reaccionaria aunque se crea guevarista, ordena situar a discográficas y productores, compositores y mánagers en el infierno de los enemigos del pueblo, condenada la música a competir en inanidad con videojuegos, aplicaciones de móvil y vídeos subnormales de youtube, perdida ya cualquier bandera épica, influencia social o fervor estético o cultural en favor de la papilla del consumismo turbo y el ajusticiamiento de los artistas, incapaces de reconocer sus guapeados verdugos que trabajan, lo sepan o no, para las teleoperadoras y en contra de los poetas. Ya, cierto, tampoco los grandes tiburones de la industria se han distinguido por su mimo al creador original o su buen gusto, pero Atlantic, Epic, Motown, Apple, Rough Trade, Alligator o Island también son, o fueron, parte de la industria, y Columbia, EMI o Warner, basura aparte, suministraron gozo en generosas dosis y solo un loco negaría que en sus invernaderos brillaron incandescentes las gemas. Ni ustedes ni yo necesitamos que los dueños del circo, un circo enano frente al espejo de su espléndido pasado, nos digan qué escuchar o a quién aplaudir, pero reconforta que en Estados Unidos la música, incluso la buena música, no los concursos de karaoke sino Jack White, Tom Waits, Brad Mehldau o Lila Downs, encuentre espacio en el «prime time».
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