“Muerto el rock, enterrado el pop, etc., el proyecto refleja bien, por un lado, la necesidad de regresar a los afluentes de los que viene todo para sanearse, mientras de paso explica el amateurismo de unos músicos que ya sólo pueden tocar los domingos”
Julio Valdeón Blanco recuerda los 50 años que cumple el “A change is gonna come” de Sam Cooke y habla de un curioso matrimonio de Cobble Hill que anda grabando todas las canciones de la Carter Family.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
–21 de marzo
Este año cumple años «A change is gonna come», pistoletazo de dulce terciopelo de Sam Cooke. Nadie ha pestañeado. Cincuenta años desde que solicitase ayuda al hermano, que es muy suyo y mientras cantas te patea la barriga. David Cantwell, del “New Yorker”, lo recuerda al hilo de Ferguson, donde en agosto Michael Brown murió tiroteado por un agente. También podría hablar del mejicano loquito, asesinado por apedrear coches, de los indigentes baleados en parques públicos o de quienes mueren al otro lado de la raya a causa de los disparos de la Migra. La historia del racismo y la violencia uniformada, de Jim Crow y las leyes terribles, los caperuzos blancos y el futuro que refleja el pasado es una novela que no empieza ni acaba con «Matar a un ruiseñor». La “Gran Novela Americana”, supongo. Así, parece muy lógico que Harper Lee haya encontrado una precuela escondida entre las sábanas de la colada: el racismo ni se crea ni se destruye; repta por las tripas de EE.UU. como crótalo de siete vidas. Lo que enlaza, por contraposición, con la teoría de David Simon, que aparte de genio fue reportero (el pobre). Viene a decir que, en general, los polis más agresivos con los negros son, sí, negros. Descartada la sospecha del racismo, la calumnia xenófoba, la campaña mediática, libres de que alguien señale sus prejuicios o los llame sudistas, leña al loro. Más que guerra racial, en EE.UU. hay en marcha una implacable guerra de clases. Incolora. Posmoderna y/o premoderna (no está muy claro). Eso y la tradicional y entrañable mano larga de unos agentes que para convencer al ciudadano díscolo se ponen de los más exquisitos.
–22 de marzo
Cuenta «The Brooklyn Paper» que un matrimonio de Cobble Hill, Leigh Anderson y Fran Leadon, está grabando todas y cada una de las canciones registradas por la Carter Family. Según Danielle Furfaro, que firma la noticia, no se trata solo de “documentar las tonadas del famoso grupo”, sino de “un esfuerzo colaborativo”, pues participan otros músicos. Según Leadon, “una instantánea de la escena actual (Brooklyn) a través de las lentes de la Carter Family”. De momento han entregado “seis discos, con las canciones en orden cronológico”. Ensayan, junto a amigos y socios, los domingos, mientras los niños duermen la siesta. Muerto el rock, enterrado el pop, etc., el proyecto refleja bien, por un lado, la necesidad de regresar a los afluentes de los que viene todo para sanearse, mientras de paso explica el amateurismo de unos músicos que ya sólo pueden tocar los domingos, compartiendo nachos y cervezas Pacífico, no muchas, entre la siesta infantil y el crepúsculo. Con este vencimiento a plazos del profesionalismo hemos logrado una completa y fabulosa democratización del fracaso. No hay estrellas, pero tampoco malditos. Solo funcionarios melómanos, maestros inquietos, airosos gerentes de un comercio, zapateros con buen oído o visitadores médicos que algunos fines de semana, casi de puntillas, tocan viejas canciones y complementan sus ingresos mensuales pasando la gorra por los cafés (veganos) de algún conocido.
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