«El motor del rock and roll nunca fue el ascetismo. Las estrellas nacían por ganas de abandonar la plantación o el taller mecánico»
A Sixto Rodríguez no solo se le suicida el director de su documental («Searching for Sugar Man»), sino que ahora le reclaman dinero por aquellas canciones que escribió hace cuarenta años.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
—Martes, 3 de junio
Al pobre Sixto Rodríguez lo han denunciado por un contrato de 1966. Ser estrella tiene eso, sobre todo estrella sobrevenida tras un larguísimo periplo como maldito cuando realmente eras el mejor socio que Bill Whiters nunca llegó a tener. Primero necesitas un documental biográfico para bajarte del andamio; luego te sacan en procesión como si fueras el brazo incorrupto de Santa Teresa y al final, tras suicidarse el autor de tu documental, llegan unos listos y te reclaman tropecientos millones por las canciones que escribiste hace cuarenta años. Con lo bien que estábamos sin calefacción, habrá pensando Rodríguez, y ahora mira, rodeado de puñetas y respondiendo ante el ensotanado por culpa de unos conocidos que al olor del dinero recordaron hasta su número teléfono.
A los defensores de las discográficas, editoras, etc., de vez en cuando nos toca barajar sapos de gran calibre. No hay piedad, amnesia o amnistía en el tablero del capital. Cuando uno lee semejantes agravios casi dan ganas de montar un círculo Podemos y montar un Kóljos. No esperemos milagros ni crean que los negreros, los tiburones que esperan junto al muelle a ver si el cantante mete un pie en la espuma, renunciarán a sus maletines o que serán desahuciados por un juez justo. El motor del rock and roll nunca fue el ascetismo. Las estrellas nacían por ganas de abandonar la plantación o el taller mecánico. A las guitarras las hicieron ladrar para escapar de los suburbios. Otra cosa es que, como en el caso de Elvis, el gueto viajara contigo, en tus trajes de chulazo negro, tus anillos y diamantes, o que de la clase media también hayan surgido artistas. La música servía como salvoconducto para burlar la neurosis, al tiempo que acentuaba otras. Aunque no todos los astros fueron promiscuos ni manirrotos, el mito del príncipe, la libertad que otorgan fama y cuentas blindadas, tiene su contrapartida en quienes sucumbieron en el bingo de la codicia, cantantes estafados, compositores a los que pagaban con un bocata, productores aliados con mafiosos, apoderados a los que el chaval abandonaba tras alcanzar el pórtico de la gloria, pianistas expulsados de la formación porque el mánager decidía que daba mal en las fotos (Ian Stewart).
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Hubo un tiempo en que leer la «Rolling Stone» estadounidense fue sinónimo de estilo, buen gusto y heterodoxia. Un tiempo muy muy muy lejano, tanto que en el imaginario colectivo se mezcla con los primeros pasos de tiranosaurio o las hazañas del Rey el 23-F. Pues bien, de vez en cuando la revista todavía permite asomarse a artículos jugosos. Como este en el que cuenta la entrega de los premios PEN a la Excelencia en la Escritura de Canciones, otorgados a Kris Kristofferson y Randy Newman. Cuentan que el jurado, en el que figuraban Elvis Costello, Bono, Rosanne Cash, Peter Wolf, Bill Flanagan o Salman Rushdie, discutió durante horas. Desconozco quiénes eran los otros candidatos, pero poco puede objetarse al ácido sulfúrico vestido de etiqueta y al piloto de helicópteros nieto de Shakespeare y Sam Peckinpah. Gloriosos ambos.
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Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Los piratas y el príncipe.