“Hacía mucho tiempo que no esperaba un disco con tanta expectación. Rock norteño, country ranchero, corrido punk, lo que ustedes gusten, pero con estos mimbres, un desparpajo que abruma y dándole mucho por saco a las convenciones Cirerol me tiene conmocionado”
Como una suerte de Juan Bautista, Julio Valdeón Blanco recomienda emocionado a Juan Cirerol. Tras varias y atentas escuchas, secundamos el mensaje: hay que seguirlo.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
Dicho así suena hasta tópico, pero quien que me puso en la pista de Juan Cirerol fue, ¡cómo no!, Diego A. Manrique. Primero, recomendando un documental, «Hecho en México», alucinado quien suscribe al constatar por enésima vez la arrolladora vitalidad de las músicas, actuales y tradicionales, cocinadas en la patria de José Alfredo. Meses después Manrique colgaba en su blog de «El País» un vídeo de nuestro hombre. Entre medias recordé que Enrique Bunbury había incluido su «Ofrenda a Mictlan», primer elepé de Cirerol, como uno de los discos del año. Y en octubre de 2012 lo entrevistó, siquiera de pasada, Eduardo Guillot para EFE EME; por cierto, en una pieza donde también charlaba con la dulce Carla Morrison. Gloria y honor, entonces, para quienes situaron a nuestro hombre en mi averiado radar.
Ahora bien, la epifanía no me alcanzó de lleno hasta hace un mes, cuando unos amigos nos invitaron a mi chica y a mí a su piso en la frontera de Bedford-Stuyvesant y Crown Hights, o sea, deep Brooklyn, y en mitad de una cata quebrantahuesos de tequilas sonaron sus canciones narcotizadas, sus rancheras rockeras y rolas anarquistas y narcocorridos iconoclastas. Y algo hizo click, algo hizo boom, algo hizo chas, plof, zas, en mi corazoncito.
Aquello era la bomba.
Como si los Tigres de principios de los setenta –y mira que aborrezco las comparaciones– hubieran grabado en Sun Records o Flaco Jiménez hubiera mutado en rockabilly mezclado con Brian Setzer. O sea, un chaval, Juan Cirerol, de Mexicali, nacido en 1987, que canta con la actitud punk de aquel Rafael Amador de nuestros llorados Pata Negra, sopla la armónica como un Bob Dylan cosecha del 62, escribe letras prietas de sentimiento y calle, sucias de beber Bukowski y leer los posos al tequila y esnifar hasta los bajofondos de la botella, y que al tocar acaricia la coz boom-chicka-boom de Luther Perkins y mezcla la tradición norteña y los corridos con una adolescencia de mamar rock y una infancia de asimilar country. Su música actualiza el género de la frontera. Abre el sexo de la tradición. Acumula en cada verso un escorpión de vómito. Desconozco si la rabia le sale tan pura por intuición o cálculo. Sus canciones tienen colmillos, y esos colmillos chorrean veneno. Incluso las baladas le nacen enroscadas, bífidas, no irónicas, si acaso carnavalescas. Como una especie de sonrisa abierta entre la sangre que el poeta paseara para disimular la herida. La puntual tendencia a la humorada enmascara a su vez la cólera de fondo, el mar picado de su genio. Sin descartar la facilidad melódica, propia de un secreto alquimista pop bajo el alambre de espino.
Ahí tienen las cadencias Cash, el estribillo de caramelo y la tierna pesadumbre de ese bombón llamado ‘La muchacha de las tierras lejanas’; el áspero relincho que flamea en ‘Noches de prisa’; la rabiosa confesión de ‘Eres tan cruel’; la orgullosa declaración sentimental, el yo-de-esta-me-levanto-y-que-te-ondulen-guapa que es ‘Mi amor no acabará’; el relato de camellos y drogotas de ‘El corrido de Roberto’; la sensacional ‘Toque y rol’, exquisita melancolía low-fi para una vía que bien merece seguir explorando; esa divina ‘Trucha porque no hay tiempo’, tan cercana al Calamaro de los instantes más sutiles y claroscuros de «El salmón»; o el puñetazo encocado de ‘El perro’; la bella –¡Beatles go to México!– ‘Rostros vendidos’; la feroz ‘Vida de perro’; el rockabilly yonqui de ‘Clonazeplan blues’; el himno implorante de ‘Hey soledad’; un ‘I love you’ que a golpe de trueno salva a Los Mier de su querencia por la sacarina; o ese ‘El corrido del perico’ que para qué explicarles. Y no me hagan hablar de los coros, algunos cercanos al doo wop o el r&b, o acabo por citar a los Zafiros.
Previo intercambio de emails lo llamo por teléfono. «Acá en Mexicali, frontera de California, cerca de San Diego y Caléxico, un lugar no muy conocido, comenzó una escena de grupos raros. Había mucha gente tocando, ahora aquellos grupos están un poco desactivados, pero fue una escena fuerte, y siempre hubo cosas que llegaban antes que a otros lugares de México, y nosotros juntábamos sus discos y formamos unos cuantos grupos que nacían y morían en dos fines de semana. Cantábamos en inglés, de hecho acá se habla mucho inglés, sabemos las dos lenguas desde niños».
Hay alguien más: «Sí, mi abuelo, que fue vaquero, bracero en las fronteras, trabajó mucho en los territorios de Arizona y California, tiene ahorita ochenta y tres años, y escuchaba música country, de la cual no muchos de sus contemporáneos habrán gustado, la música gabacha como dicen, y siempre nos la inculcó, y antes no la tomábamos en cuenta porque era música de viejos, eso creíamos, éramos muy jóvenes, pero siempre ha habido esta onda en mi familia por el country, y country en español, y música norteña en inglés, y rarezas de ese tipo».
¿Johnny Cash? «Obvio, era el más notorio, mi abuelo a Johnny Cash lo tenía todo el día, todo el día. Yo oía esa voz y me lo figuraba como un redneck alto y varón, y no me gustaba esa imagen, y claro, prefería la de Kurt Cobain, y aunque siempre escuché a Johnny Cash en el porche de mi abuelo no fue hasta que en una gira que hicimos por California, desde San Francisco y hasta Mexicali, no fue hasta ese momento que vi una foto suya en la camioneta y me dije, guau, se le veía interesante, y comencé a apreciar su forma de tocar, tan ruda. Aparte, no había descubierto sus discos en directo, ‘San Quentin’, ‘Folsom’, y me di cuenta que tenían una cualidad muy punk, y empecé a ver esa cosa punk en los discos de Cornelio Reyna y Ramón Ayala, que hablaban del tráfico, que estaban totalmente en una onda outlaw, y me dije, esto es más punk que cualquier otra cosa. Digamos que, formando un triángulo conceptual, soy como Chalino Sánchez tocando un cover de Johnny Cash con los músicos de Miguel y Miguel».
«Mi abuelo es de la sierra de Sonora, donde se toca una música parecida a la norteña, con acordeón y todo eso, con la guitarra de doce cuerdas, y me pregunté que pasaría si pusiera una de mis letras a una canción ranchera, y comencé a quitarle estereotipos, que son muy molestos, y a dejar fluir lo que pasaba por mi mente, saltarme las reglas y cantar como yo pueda, como quiera, y al mismo tiempo comencé a leer muchas cosas, la literatura de Charles Bukowski me volvió loco, y empecé a escribir poemas, algunos saldrán dentro de poco en alguna gaceta, y también mantenía una bitácora de mis viajes, si te pones a escuchar mi primer disco y lees esos escritos verás anécdotas conectadas, siempre he escrito poemas y otras cosas durante mis viajes. Yo lo único en que pensaba era en comer, ahora estoy en casa de mamá, pero antes no, vivía en la calle, y lo único que me preocupaba era tener comida y un lugar donde estar. Poco a poco aprendí a hacer mi propia historia… las canciones tienen que nacer de algo real, propio. Tuve que aprender a quitar a la gente de mi cabeza, a pensar en mí y en la cerveza y en las drogas y en las canciones, en la siguiente canción, el próximo poema, el siguiente concierto. Pero oye, a mi las drogas me interesan solo cuando llegan a nosotros, y ahí entra el humor, por ejemplo, ahí logras meterlo, porque si observas y escuchas verás el humor en todo, todo da risa y es una ridiculez, y mi obra es una burla de esta sociedad ridícula».
Al preguntarle por sus próximos pasos me explica que «durante cuatro años solo volvía por aquí, a casa de mi mamá, si pasaba con alguna gira, y como he logrado tener un cierto éxito, algo más sustancioso, he podido mantenerme, antes tenía que moverme muy rápido, el dinero se acaba rápido, y ahorita he vuelto un poco. Quizá vaya a Texas o a otro sitio para reclutar músicos y traerlos a grabar. Un bajista, un acordeonista y un pianista. Ayer estaba ya con la preproducción del disco y después del verano estará listo».
Lo confieso: hacía mucho tiempo que no esperaba un disco con tanta expectación. Rock norteño, country ranchero o corrido punk. Como gusten. Con estos mimbres, un desparpajo que abruma y dándole mucho por saco las convenciones Cirerol me tiene conmocionado. Igual, y de nuevo las bastardas analogías, que cuando en su día descubrí al bendito Migue de Los Delinqüentes, cuando la dupla Calamaro & Rot puso boca arriba la escena o, año 92, cuando me bauticé con «No solo de rumba vive el hombre» en el culto al pirómano tranquilo, AKA Albert Pla. Si mantiene la supersónica progresión no duden que estamos ante uno de los puntales del rock and roll en español. Alguien que nos sacude sobresaltados mientras patenta un género calificado por sus fieles como anarcocorrido y de inmediato reconocible. Me pregunto si no estaba antes ahí. Si no flotaba entre los ceniceros, las camisas viejas, los vinilos rayados de tanto girar, a la espera de alguien que lo atrapara. Sucede a menudo con las grandes canciones y menos con los estilos, cuya génesis atribuimos a muchos pero que siempre requieren de una figura que catalice su formato canónico. Algo que Cirerol logra con la naturalidad de quien afronta la escritura como un juego muy serio que conduce a un cancionero incipiente y ya sensacional y unos discos rotundos y hermosos. Un portento, vaya.
En este enlace puedes descargar de forma gratuita su primer disco, «Ofrenda al Mitclan».
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