«Me llegan los ecos de la pájara de Sabina y pienso en los canallas que gritaban tongo. Pasma saber que el revuelo viene a cuenta de un concierto que duró hora y media»
Julio Valdeón Blanco sigue observado a España desde Nueva York. Es el exiliado que no olvida las raíces. En esta ocasión nos habla de Joaquín Sabina, Bob Dylan y las listas de lo mejor del año.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
Foto: RODRIGO DE HARO.
—14 de diciembre
Petardazo de Joaquín Sabina en Madrid. Me llegan los ecos de su pájara del sábado y pienso en los canallas que gritaban tongo. Pasma saber que el revuelo viene a cuenta de un concierto que duró hora y media. ¿Qué esperaban? ¿Una maratón de tres horas largas, en plan Springsteen? El pasmo es ya incurable y definitivo al constatar que apenas suprimió los bises, cuando resulta que son, de largo, la parte que uno prohibiría de los conciertos, ese momento karaoke en el que suenan las canciones que odias. Cuando la gente, que ha pagado por escuchar, sufre un ataque de egoloatría y decide que mejor la escuchas a ella. Los bises, en fin, son una prolongación artificial del éxtasis con el aire tristón de un fin de fiesta programado. Que Sabina estuviera malito o indispuesto confirma la diferencia entre el torero del arte y el pegapases automático: el primero apuesta las vísceras sobre el tapete; los otros ni pueden ni saben liarla. Yo estoy harto de conciertos chaqueta/pantalón, prêt-à-porter, tan medidos que guionizan las canciones y los focos, en los que solo importa que todo salga rodado, eficaz, competente, como si un concierto fuera un partido de trámite con el equipo ya clasificado para octavos. Pues yo voy todos los días a la oficina y no puedo permitirme un ataque de pánico, dicen los del tongo. No sabes si llorar o acariciarles detrás de las orejas, como quien soporta a esa mascota a la que le da lo mismo comerse un pepito de ternera que el papel que lo envuelve.
—15 de diciembre
Lo del fulano que vio en solitario a Bob Dylan sonaba estúpido. Luego vimos el programa, sueco, y alucinamos al comprobar lo que entienden cerca del círculo polar por televisión comercial. Entre que cada vez que le escuchaba hablar pensaba en Bergman y sus dramones, que citó ‘Changing of the guards’, que le entrevistaba una psicóloga que parecía hermana de la doctora Ochoa y que el tío se sabía la letra de ‘Blueberry hill’ de Fats Domino, tienes que sujetarte al sofá para no caerte. Igual, igualita, que la incubadora de heces de nuestra televisión, que en sus mejores momentos no pasa de los clubs de la comedia con chistes vergonzantes y ‘Late night shows’ como de parvulario de David Letterman. Ya de los documentales, inexistentes, o las series, infumables, patéticas, vomitivas, ni hablamos.
—16 de diciembre
Esta revista en la que dialogamos publicará en breve ‘lo mejor de». Un baremo para medirle la temperatura al 2014. Imposible acertar en todo. La fragmentación del mapa musical es imparable. Pero al igual que Bloom, el abuelo terremoto que desdeña la literatura posterior a Beckett, creo en el canon y, por tanto, considero interesante la suma de votos de quienes ejercen la crítica. Por suma y por crítica, no sé si me explico. Responderán los de la «escuela del resentimiento», que puntúan en función de criterios sociopolíticos, más pendientes de la cuota que del arte, aunque conviene recordar que EFE EME se distingue por su amplitud de miras, «orbitando alrededor del rock pero sin grandes prejuicios». Hay que estar atentos a lo que salga, igual que a lo que publiquen «Ruta 66» o «Rockdelux», y luego hacer cuentas, sumar nombres y anotar discos. Quienes opinan que la música actual es interesante sin pasarse, que vivimos la era del reciclaje y no hay nada nuevo o bueno lucirán tan arrogantes y ridículos como cualquier anciano empeñado en que los buenos tiempos fueron los suyos. Como Bloom, o sea, por más que le perdonemos el discurso gagá epor tanto como aprendimos leyéndole.
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