«Se puede cantar con bailarines o volver después de muerto a lomos de un holograma pinturero. Tiene peor explicación en términos comerciales, no artísticos, la pujanza de un Cash imperial»
Julio Valdeón Blanco repasa algunos de los instantes que la actualidad en Estados Unidos nos ha deparado a lo largo de la última semana: de Blondie a Michael Jackson, pasando por Johnny Cash y Led Zeppelin.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
—Jueves 15
Blondie tocaba anoche en el programa de televisión «The Daily Show». Cuarenta años son pocos para los príncipes de la new wave. Debbie Harry se parece cada vez más a Lauren Bacall, pantera nebulosa a la que el pelo blanco y las arrugas añaden misterio y clase. Tocaron ‘One way or another’ y ‘Sugar on the side’. Me gustó la segunda, incluso o a pesar de ciertas licencias, hum, latinas o así. Un respeto para la vieja muchacha rubia. Ha sabido conjurar la mediocre singladura del tiempo, la inevitable caída de la carne y la industria, con la victoria del estilo. Inmune a las aparatosas mentiras que amañan el regreso de tantos héroes con promesas de eterna juventud y estribillos Disney, ni subió a una plataforma de arreglos adiposos ni maquilló la voz.
—Sábado 17
Mark Andes, bajista de Spirit, ha demandado a Led Zeppelin porque, dice, la intro de ‘Stairway to heaven’ plagia la que ellos compusieron para ‘Taurus’. Puestos a arramplar material ajeno Page y el resto demostraban mejor gusto al saquear a Howlin’ Wolf, Blind Boy Fuller, Bukka White, Willie Dixon o Sonny Boy Williamson. Spirit, por su lado, aglutina muchos de los estilos aborrecibles, de la empanada psicodélica al rock progresivo, la fusión, los choteos jazz o el rock duro, hijos de un tiempo en el que a los músicos les dio por fomentar la melopea instrumental en detrimento de la expresividad. Claro que Led Zeppelin están varios kilómetros por encima de Spirit… y muy por debajo de Robert Johnson y demás fieras. Tomaron los hallazgos del Mississippi en plan arqueólogo victoriano de juerga por Abu Simbel. Que la gente lo ignore indica hasta qué punto nunca ganan los buenos. Los bluesmen crearon música endemoniada y palmaron comidos por las moscas. Sus avispados discípulos descubrieron como domar al tigre y exhibieron paquete, y si algún negro protesta siempre podías regalarle las llaves de un Cadillac.
—Domingo 18
La celebración de los premios Billboard hizo honor al espíritu de su ciudad de acogida, Las Vegas, psicotrópica cloaca de la que solo puede escribirse como nos enseñó Hunter S. Thompson, adobados de pastillas. Disfrutamos mucho con la aparición de Michael Jackson en plan Kim Novak («Vértigo»). Un holograma mejoradísimo, limpio de propofol, entonó ‘Slave to the rythm’. La muerte no opera milagros pero desintoxica mejor que diez Betty Ford juntas. Al holograma lo acompañaba en escena un montón de bailarines. Muy monos, simpáticos, resultones. Quisiera hacer aquí el elogio de los coros y danzas, sus pasecitos, acrobacias, flexiones. No eres nadie si no te acompaña un cuerpo de baile digno de Valerio Lazarov, lo sé y lo asumo, pero de los ballets de José Luis Moreno al último Broadway las coreografías me provocan un bostezo infinito
De vuelta al holograma y dado que los caminos del pop son inescrutables propongo que en el próximo concierto de los Stones sus Satánicas Majestades disfruten del Caribe, que las sustituyan por una proyección de Mike y compañía circa 1972. Lo próximo, un Madison Square Garden con Bob Marley pixelado o un tour mundial de John Lennon. O disfrutar a los Beach Boys con el Brian Wilson previo al viaje celeste del que nunca volvió mientras sustituyen a Mike Love por un holograma de Darth Vader. Love ha ofrecido a Al Jardine y David Marks la oportunidad de tocar con el grupo en uno de los conciertos del 50 aniversario de «Fun fun fun». No sé si «fun» describe bien la relación del primo tóxico con sus sufridos excompañeros. Los ha despedido, contratado, despedido, contratado y despedido y contratado tantas veces que el culebrón tiene algo sadomasoquista, un punto tenebroso, turbio. Pienso en Love, sus modos de capataz, su legendaria mala hostia, sus abogados, pleitos y ceremonias y de forma automática los rutilantes estribillos abandonan Venice o Malibú y en mi cabeza ya solo hay sitio para la noche en que mataron a la Dalia Negra.
—Martes 20
Le prometí a Juan una reseña del último de Johnny Cash y nunca cumplí. Llegado de cajones y archivos, desde aquellos ochenta en los que el mito Cash resultaba ilegible para los analfabetos de su compañía, «Out among the stars» fue grabado en 1981 en los estudios Columbia y 1111 Sound. Redescubierto por su hijo John Carter en 2012 luce lo mejor y hasta lo regular del Cash de entonces, en especial el sello countrypolitan, campanitas y arabescos que no eclipsan la fuerza de una voz tan imperativa como tierna. El disco ha alcanzado ventas fantásticas, enésima demostración de que si la guerra es demasiado importante para dejarla en manos de los militares tal vez la música era lo suficientemente preciosa como para que la sobaran unos ejecutivos incapaces de distinguir un diamante de un huevo. Se puede cantar con bailarines o volver después de muerto a lomos de un holograma pinturero. Tiene peor explicación en términos comerciales, no artísticos, la pujanza de un Cash imperial. No saben cuánto me alegro.
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Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Cuando Neil Young suena horrible… y mola.