«Se desenvuelve siempre con la dignidad de quienes hicieron la guerra pero no presumen, como una madre coraje de sí misma capaz de coronar una década irrepetible»
Julio Valdeón Blanco (que transforma su «New York land» mensual en «Un gusano en Nueva York») vio en directo a Bettye LaVette y eso le lleva a pensar en las leyendas del pasado que siguen en pie, siendo, precisamente, leyendas, pero en activo.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
Los mitos del soul negro juegan a la ruleta rusa. En directo pueden noquearte o salir a gorrazos. Incluso cuando el respetable orgasma a tu vera no descartes el chungo, especialmente si nuestros ídolos rebañan pasta contratando mercenarios, bandas cutres que acuden como recogepelotas o, si me permiten, tocapelotas. Al astro lo habrán conocido esa misma tarde, durante la prueba de sonido. Prepárate entonces para recibir una ensaimada de solos de batería y filigranas AOR, condimentos muy del gusto de unos turistas que lo mismo jaleaban a James Brown que hubieran celebrado un bolo de los Scorpions. Asunto distinto son sus últimos discos. Los de los clásicos souleros, digo, no los del grupo de Rudolf Schenker, que tanto castigó nuestro hígado desde los días en que el estegosaurio dominaba la Tierra. En fin, sea como fuere en los pastos del r&b y afines, merced a la complicidad de una generación de jóvenes leones, disfrutamos de estimulantes regresos. Ahora que nadie vende, con cifras indignas, tanto da cortejar el gusto embrutecido que cocinar exquisiteces. Nacen así producciones empáticas, cancioneros diseñados por gente que aprecia a los venerables artistas, que comprende su idiosincrasia y no trata de vender a un bluesman de Texas como si fuera el penúltimo jitazo techno o a un cantaor de los Apalaches aliñado con percusiones programadas.
El reguero de trabajos estupendos es largo. Leyendas que creíamos rotas, condenadas al circuito de bares, volvieron de entre los muertos. Solomon Burke disfrutó de merecidas ovaciones merced a alquimistas sabios como Joe Henry o Buddy Miller. Tuvo tiempo para grabar varios trabajos portentosos. La plana mayor del negocio, de Van Morrison a Bob Dylan, Tom Waits, Brian Wilson o Elvis Costello, admiradores desde niños, corrió a diseñarle fabulosas canciones. Que podamos ampliar el campo de batalla para incluir el country (Johnny Cash, Loretta Lynn), el rock and roll (Jerry Lee Lewis, Wanda Jackson) o el pop (Neil Diamond, Tom Jones) indica hasta qué punto la quiebra industrial tuvo al menos la gentileza de dejar en manos no enemigas la carrera de unos cuantos imprescindibles. En los ochenta hubo jugadas en apariencia similares, celebrados intentos de escenificar el retorno de reyes y reinas tipo Tina Turner, pero el exceso de productores con hombreras, la aniquilación del sentido del gusto por la vía intravenosa del sintetizador y el imperio de cadenas radiofónicas especializadas en heces todavía resultaba letal.
Hoy, insisto, lo mismo da escribir un truño o una obra maestra, de modo que más vale sobrevivir con estilo. No falta en la lista de milagros el nombre de Mavis Staples, aunque me cuentan quienes de verdad saben que en alguna de sus visitas a España desconcertó un poco su olvido de los grandes clásicos familiares, y tampoco es plan, que algo valían, digo. Sea como fuere entre sus valedores figuran Prince, Jeff Tweedy o Ry Cooder y su ‘You are not alone’, hablo de la la canción, sencillamente noquea. Incluso secundarios de muy cuarta fila han demostrado grandeza en cuanto alguien los ha grabado con cariño. Véase el entrañable caso de Lee Fields. Con esos precedentes acudo a ver a Bettye LaVette. Fabulosa cantante, banda soberbia, versiones elegantes… Una garganta inflamada, correosa, que pellizca más cuando evita el lucimiento y se consagra a picar muy fino diamantes de sangre. Del lado de los debes, que hubo, anoto que no es igual la interpretación desolada de un ‘Let me down easy’ estremecido que resbalar con guiños crossover al rock pesadote. O sea, en cuanto abandonaba el patrón soul puro, que es a la música lo que el oro a las bodegas de los bancos, y movía el repertorio rumbo a terrenos blanqueados, malo.
Algo de esto avisaba «Thankful n’ thoughtful», su último trabajo, donde demuestra que lo suyo no son las reinvenciones desparejadas, rebosantes de originalidad, sino que necesita gemas a la medida, sintonizadas a la FM de su alma, canónicas, para enamorar. Lo que es evidente es que posee una voz prodigiosa, mientras su actitud, cool en el mejor sentido, con el punto de exacta ironía para equilibrar tan monumental presencia, es la de una grande, grandísima dama del soul. Con pequeños altibajos, pero sobrada, LaVette intercala su historia, repleta de desilusiones, sin aparcar la sonrisa, entre versiones dispares –’Dirty old town’ suena algo pachanguera, ‘Streets of Philadelphia’ pelín fuera de sitio; su ‘Political world’, en cambio, electriza– y momentos de éxtasis indiscutible. Vencedora de una maratón apta solo para triatletas, olvidada por la industria, resucitada cuando casi nadie recordaba su nombre, incluso en las concesiones a ese público de cuarentones que a lo peor todavía cree que Whitney Houston heredó el entorchado de Aretha y Beyoncé es la nueva Etta James (más quisiera, la pobre), se desenvuelve siempre con la dignidad de quienes hicieron la guerra pero no presumen, como una madre coraje de sí misma capaz de coronar una década irrepetible. Basta citar «Child of the seventies», increíblemente condenado a comer moho durante treinta años, para saber que Bettye tiene muy recorrido el camino a la gloria. Coronó un ochomil bien pronto y solo la torpeza de unos directivos narcotizados o los hados burlones impidió que ocupará en los sesenta/setenta el salón en la cumbre reservado a su nombre. Hoy, visto lo visto, no hay quien la mueva. Bien por ella y por el canon, cojo sin su presencia.
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