“Gloria al amante de Lucille, que deja un puñado de surcos memorables y tuvo como estandarte su guitarra y una sonrisa, una honradez, poco reconocidas en los sucios corrales del arte”
Días después de la muerte del célebre bluesman, Julio Valdeón Blanco le rinde su particular homenaje, incidiendo en cómo supo reinventar el abecedario de los campos de algodón y ejerció de “partera” del rythm and blues y el rock and roll.
Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.
–15 de mayo
Fue un gigante bueno, que dejó su mejores frutos en los 50 y 60 y conoció la relativa bendición de la fama para pagarse el veneno de la ruleta y sostener a una prole infinita. B.B. King, tercera generación del blues, carece del misterio telúrico y burlón de los pioneros. Tampoco alcanza las nieves perpetuas de Holwin’ Wolf y Muddy Waters, pero le llamaban Rey del Blues porque, primero, desconocen qué es el blues y quiénes sus reyes, y también porque aquellos vientos efervescentes y aquellos cameos con las estrellas permitían mantener en la pasarela a un ejemplo de la música que todos dicen venerar y casi nadie escucha. Y con todo fue grande, muy grande.
También hubo esnobs, de esos que sospechan de la gloria y aspiran a que sus ídolos cenen sus propias muelas y ronquen en una cuadra, que no le perdonaban la puntualidad, el marcarse trescientos conciertos y no fallar nunca, los Grammys y el Rock and Roll Hall of Fame. Hay que mandarlos a tomar por culo. Por envidiosos, cursis, pedantes y cabritos. Porque están ciegos y sordos y se alimentan su propia bilis y no entienden que “Live at the Regal” (1964) es uno de los discos fundamentales del siglo XX.
Gloria a B.B. King, que está en los verdes campos del tapete donde baila desnuda la reina de corazones, porque supo reinventar el abecedario de los campos de algodón, partera del rythm and blues y el rock and roll en su viaje rumbo a Chicago junto a los prófugos de las leyes Jim Crow. Gloria a quien debuta junto al titán Sam Phillips y que desde finales de los cuarenta acierta a reorientar el blues hacia balizas más comerciales pero igualmente sabrosas, con esos vientos que queman y esa voz de metal y esa guitarra líquida y lustrosa, terciopelo y magma.
Gloria al príncipe gordo, al de los cientos de actuaciones y el olfato comercial de “The thrill is gone”, al que nace en Misisipi y lejos de recibir las bendiciones de los campus universitarios y los estudiosos del folk-blues se establece como artista solicitado (más o menos) que vende bien y precede a los Rolling Stones en el 1969 y otorga credibilidad a la inmersión americana de U2, otros a los que por cierto nunca han perdonado los fracasados que sueñan con que el resto, la humanidad en pleno, fracase igual que ellos.
Gloria al amante de Lucille, que deja un puñado de surcos memorables y tuvo como estandarte su guitarra y una sonrisa, una honradez, poco reconocidas en los sucios corrales del arte, allí donde miramos con arrobo a los raritos, los cabreados, los chungos, y toleramos mal a quienes disfrutan de su talento sin complejos ni taras mientras los mortales, agradecidos, disfrutamos con ellos.
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