CINE
“Desplechin rompe cualquier presupuesto a la hora de abordar las relaciones humanas, no hay espacio para rutas previsibles ni huecos para el conformismo”
“Tres recuerdos de mi juventud” (“Trois souvenirs de ma jeunesse”)
Arnaud Desplechin, 2015
Texto: JORDI REVERT.
Pocos directores como Arnaud Desplechin podrían haber entregado una ‘teen movie’ tan excepcional como es “Tres recuerdos de mi juventud”: tres postales de juventud que parecen sucederse como sentidas improvisaciones llenas de furia creativa y emocional. Desplechin es ese director que rompe cualquier presupuesto a la hora de abordar las relaciones humanas –bien lo demostró en la magnífica “Un cuento de Navidad” (“Un conte de Noël”, 2008)−, en el que no hay espacio para rutas previsibles ni huecos para el conformismo. No hay, tampoco, posibilidad del retrato generacional ensimismado en la línea de “Las ventajas de ser un marginado” (“The perks of being a wallflower”, Stephen Chbosky, 2012), ni piedad ni condescendencia hacia sus personajes.
Desplechin compone un tríptico en el que el peso de las partes se corresponde al que los recuerdos tienen en la memoria del protagonista –y en el que, por tanto, el gran amor de juventud ocupa la mayor parte del metraje−. Se trata de un viaje personalísimo en el que el cineasta avanza con aparente y hermosa anarquía, abriéndose paso a través de su protagonista Paul Dédalus (Quentin Dolmaire) –cuyo apellido, vía James Joyce, refuerza la condición de posible trasunto del autor en ese viaje− en el caos organizado de una aventura soviética de adolescencia o el eterno retorno al amor desatado en la figura de Esther (Lou Roy-Lecollinet). Desplechin ha realizado un fresco de juventud que captura la vida como un relámpago, que condensa en dos horas de película los esfuerzos que François Truffaut desempeñó a través del tiempo y el cine para recoger las experiencias vitales de Antoine Doinel (Jean-Piere Léaud) –quien, por cierto, encuentra en Dolmaire un perfecto heredero−. En su obra, el diálogo vuela con la intensidad y la pasión del Jean Eustache en “La mamá y la puta” (“La mamain et la putain”, Eustache, 1973), el montaje permanece siempre indómito y la forma se reinventa constantemente con profusión de recursos –la guadianesca voz en off, los cierres en iris, las rupturas de la cuarta pared−. Y esa construcción libérrima acaba equiparando su ambición a su brillantez: lejos de descarrilar en un tono casi relamido, “Tres recuerdos de juventud” nunca deja de perseguir el apasionado y apasionante retrato de juventud, quizá consciente de que es esa sincera vehemencia la que en última instancia la convierte en una gran película.
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Anterior crítica de cine: “Más allá de las montañas”, de Jia Zhangke.