Trans Musicales

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7, 8 y 9 de diciembre
Parc Expo, La Cité. Rennes (Francia)

El festival Trans Musicales lleva celebrándose en la localidad bretona de Rennes, al noroeste de Francia, durante los últimos 28 años. Los responsables del evento, y más en concreto su director, Jean-Louis Brossard, se enorgullecen de haber sido de los primeros en apostar por artistas como Nirvana o Björk cuando no eran más que unos desconocidos. Y en esa línea continúan: rastreando la escena musical internacional en busca de nuevos valores.
Trans Musicales es un clásico en Francia. En su cartel no abundan los nombres que arrastran masas, lo que no impide que sea un macrofestival en toda regla: seis espacios de conciertos, más de 60 bandas de todas partes del planeta y decenas de miles de espectadores. Resultaba curioso ver al dúo intimista y minimalista The Books actuando a las dos de la madrugada ante no menos de 5.000 personas. Seguramente no volverán a tener semejante audiencia en su vida.
El Parc Expo, un recinto ferial al estilo del madrileño IFEMA, acogió los conciertos principales. Tres de los nueve pabellones gigantes se dedicaron a los conciertos, mientras que el resto se repartían entre zonas para el público y espacio para artistas y producción. Los conciertos se realizan allí desde hace tres ediciones y, pese a la distancia con la ciudad (unos 20 minutos en autobús), goza de unas condiciones magníficas: buen sonido, una correcta accesibilidad entre escenarios y espacios amplios para el público que evitaban las aglomeraciones.
El único “pero” es el frío que a estas alturas del año hace en Rennes. En el interior de los pabellones la temperatura era agradable, pero al aire libre no se podía estar sin cazadora y bufanda. Acostumbrados a los festivales veraniegos, resultaba curiosa la imagen de los espectadores viendo los conciertos enfundados en sus abrigos.
En lo estrictamente musical, el carácter del festival le expone indefectiblemente al riesgo, ya que la mayor parte de los artistas son prácticamente desconocidos, algunos de ellos con tan sólo un EP publicado. A pesar de esto, el plantel de bandas con más nombre de este año fue más flojo de lo que cabría esperar. Sobre todo en las propuestas británicas, capitaneadas por Kaiser Chiefs y Razorlight, que demostraron la falta de consistencia de sus repertorios.
El mejor concierto del festival llegó a las primeras de cambio. El jueves 7 Cat Power y su banda (con miembros de Dirty Three y Jon Spencer Blues Explosion) ofrecieron un recital abrumador para presentar “The Greatest”, el último disco de la norteamericana. Con un humor excelente y una soltura poco habitual en ella, Chan Marshall maravilló a los 7.000 espectadores que abarrotaron el pabellón 9 del Parc Expo. Cantó como los ángeles, versión de Otis Reading incluida, dominando con su aterciopelada voz a una banda que le siguió con los ojos cerrados, atravesando pasajes improvisados y haciendo suyo un repertorio empapado de rock, blues, soul y folk. Sonó como si Al Green cantara el “Blonde on Blonde” de Dylan. Un espectáculo soberbio, pese a que ella repitiera constantemente que el sitio “es demasiado grande para nosotros”.                 
Antes que ella habían tocado los británicos The Sunshine Underground: rock bailable con pulso y garra, pero quizás demasiado gritón y con necesidad de más ideas. Las que les sobraban a Stuurbaard Bakkebaard, unos holandeses de nombre impronunciable a medio camino entre dEUS, Tom Waits y Calexico. Un trío –guitarra y voz, contrabajo y batería- que practica un rock canalla y sucio, que lo mismo suena a blues arrastrado que estalla en una borrachera de ruido. Su actitud cómica en el escenario, gastando bromas y jugando con los instrumentos –hasta con un trombón que sacó el bajista- acabó por embelesar al público.
Lo de Razorlight fue bastante pobre. Hay que reconocerles una labor de búsqueda de sonidos y estructuras, una inquietud por salirse de lo típico, pero no atinan y les sale un rock épico, falto de contornos y llano como una tabla de planchar. Si a eso le unimos un sonido embarullado y las pintas horteras y amaneradas del cantante, el asunto no podía tener un buen final. Ya en la madrugada, The Horrors sonaron un tanto deslucidos y los israelíes Izabo mezclaron rock y melodías orientales.
El viernes 7 destacó la actuación de The Bishops, rock sesentero con un pie en la psicodelia y el otro en los discos de The Who. Al parecer, Jean-Louis Brossard, director del festival, los contrató después de verlos tocar en un pub de Londres. Este punto extravagante de Brossard también se ve en el mismo festival: es costumbre que al terminar algunos conciertos se suba al escenario para animar al público a pedir un bis al grupo. Además, Brossard no se pierde ni un concierto. Cuentan incluso que dispone de una moto para moverse con celeridad de escenario en escenario.
Tras ver a un soso Albert Hammond Jr. –para el que todavía no lo sepa, el guitarrista de The Strokes-, un artista llamado Son of Dave puso el festival patas arriba. En solitario, vestido con gabardina y sombrero y apariencia de gangster, el canadiense cayó bien al público con sólo aparecer en escena. No necesitó más que una armónica, una maraca, su voz rugosa y el tacón de su bota de punta para enloquecer al personal. Una sesión de blues pantanoso e hipnótico que terminó con el artista subido en la silla entre la ovación de los asistentes.  
Los franceses Cassius, cantando en inglés, mezclaron rock y electrónica –más de lo segundo que de lo primero- en un show consagrado al baile, como unos Rinocerose más calurosos. Buenas sensaciones dejó el rock áspero e imaginativo de los americanos Cold War Kids, con guiños al Rythm & Blues e inspiradas melodías. Sin embargo, lo mejor del día llegó al final con The Books. Este dúo de chelo y bajo fue responsable de algunos de los momentos más bellos e intensos del festival. Constructores de densas atmósferas sonoras con toques electrónicos y acompañados por proyecciones visuales con contenido –“Las expectativas te llevan a la decepción”, se leyó en una ocasión-, su recital fue un ejemplo de sensibilidad, preciosismo y mesura. Brossard, por supuesto, les pidió un bis.
La argentina Juana Molina abrió la última jornada en el escenario de La Cité, una sala de conciertos en el centro de Rennes. Presentó “Son”, su último disco, editado por la prestigiosa compañía Domino (que la contrató después de ser recomendada, ojo, por Will Oldham). Molina superó las expectativas y en directo aportó la fuerza y la tensión que a veces se echa de menos en sus discos. Fueron las únicas canciones en español que se oyeron en todo el festival, salvo por los versos de la “Macarena” que se sacaron de la manga las brasileñas Cansai de Ser Sexy, uno de los “hypes” del momento. Y con razón. Su recital desarmó al público con grandes dosis de diversión, extroversión al límite y buenas canciones, pegadizas como el superglu-3. Su pop festivo con base electrónica recuerda al fenómeno Riot Grrrl y, de alguna forma, justifica su fichaje por un sello tan alejado de su sonido como es Sub Pop. La locura en el escenario alcanzó límites insospechados con gritos como “Que se desnude todo el mundo” o “Emborrachémonos y follemos”. Unos angelitos…
En su mismo escenario actuaron poco después Kaiser Chiefs, emborronando todas las buenas vibraciones que habían dejado las brasileñas. Canciones sin sustancia, aliento de hooligan, desmadres gratuitos y, en definitiva, poca carne que morder en un sucedáneo del sendero del rock bailable que inauguraron hace tres años Franz Ferdinand y compañía.   
Jesús Miguel Marcos.