«Celebrar sus cuarenta años de carrera con una retrospectiva por todo lo alto es, ya no solo un autohomenaje en toda regla, porque ella lo vale, sino un acto de cierta justicia»
Segunda noche consecutiva del Celebration tour de Madonna, ante 20.000 personas en el Palau Sant Jordi de Barcelona. Un paseo por cuarenta años de carrera, que también son cuarenta años de evolución de la música pop. Allí estuvo Carlos Pérez de Ziriza.
Madonna
Palau Sant Jordi, Barcelona
2 de noviembre 2023
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Fotos: LIVE NATION.
Madonna estuvo tanto tiempo tratando de estar a la última —algo que mucha gente puede intentar, pero casi nadie lograr durante más de dos décadas— que esto de una gira conmemorativa de grandes éxitos nos parecía prácticamente un contrasentido hace unos años. Vivir de rentas y además sacarlas a pasear no era una opción. Ocurre que todos nos hacemos mayores: ella tampoco se iba a escapar. Son 65 años ya. La edad de la jubilación en cualquier profesión convencional. Y ocurre también que es tan amplio el reguero de émulas, imitadoras, alumnas aventajadas y teóricas (de momento, solo teóricas) contendientes a ocupar su trono desde que el siglo XXI se desperezó, que lo de celebrar sus cuarenta años de carrera con una retrospectiva por todo lo alto es, ya no solo un autohomenaje en toda regla, porque ella lo vale, sino un acto de cierta justicia.
Y lo defiende. De qué forma. También distinta a como lo hacía quince años atrás, la última vez que un servidor pudo verla. Economiza esfuerzos, supervisa y en cierto modo orquesta empeños como centro de todas las miradas, pero ya no es una más dentro del cuerpo coreográfico. Se mueve lo justo para ejercer de dominadora y para cantar con aplomo. Más que bien, la verdad. Y no es poco: dos horas y cuarto sin un minuto de tregua, anoche superando incluso la hora y veinte minutos de retraso del miércoles: fue una hora y media. Y también es lógico que sea sí: no olvidemos que hace solo unos meses estaba en cuidados intensivos de un hospital.
«Una diva que justifica un espectáculo total, con coreografías obnubilantes, una tremenda disposición escénica y un reguero de hits para parar un tren»
En su Celebration tour se cita cierta noción de justicia con la palpitante historia del pop. O de un buen tramo de su historia. Porque no es solo un garbeo por su vida: es un paseo por cuarenta años de música popular. Se me ocurren muy pocos artistas —más bien ninguno, por mucho que lo piense— en cuyo set se puedan citar con conocimiento de causa (no es necesario inventarlos para tenerla) la música disco, el hip hop, el Hi NRG, el house, el trip hop y el pop electrónico a la manera en que prendió en grandes recintos en el segundo tramo de los noventa. Hasta ahí. Desde 2005, incluso su obra se tornó autoreferencial, un bucle, una pescadilla que se mordía la cola porque ya no era capaz de sintonizar con esas vanguardias cuyo rastro olfateaba en compañía de los mejores productores del planeta: su último disco relevante fue Confessions on a dance floor (2005). Su último gran disco. Ningún drama. Le pasó hasta a Bowie, con su aura extraterrenal. Tampoco hay muchos músicos que puedan presumir, guitarra en ristre, de haber estrenado una de sus primeras canciones (“Burning up”) en la tarima del CBGB neoyorquino —aunque en la acústica del Sant Jordi sonase un poco a lata— y a continuación marcarse un numerito como si estuviera tratando de convencer al portero del Paradise Garage para entrar a ritmo de una alborozada “Holiday”. Pero esa es Madonna.
En esencia, la misma que todas las Madonnas que irrumpieron en escena en los compases finales del show al ritmo de “Bitch, I’m Madonna”. Una diva que justifica un espectáculo total, con coreografías obnubilantes, una tremenda disposición escénica —las tres pasarelas, las enormes pantallas plenas de significantes y significados, esa especie de cabina luminosa en la que levita muchos metros por encima del escenario— y un reguero de hits para parar un tren: algo deslucida “Into the groove”, pero tremendísima “Vogue” (imponente su cuerpo de baile y su evocación de las pasarelas de moda, con ella y Arca puntuando su cometido), impactante “Erotica” (titular de un disco merecidamente revalorizado con el tiempo, aquí escenificado entre rings de boxeadores, con un guiño a “Papa don’t preach” mientras emergía una de las bailarinas ataviada con el mítico atuendo diseñado por Jean Paul Gaultier a principios de los noventa, el de los pechos-cono), emotiva “Live to tell” (con los rostros de Robert Mapplethorpe, Sylvester, Leigh Bowery y muchos otros artistas malogrados por el SIDA), sorprendente una austera “Bad girl” con su hija Mercy James al piano y agitadora una hiperelocuente “Ray of light”, que en su despliegue electrónico parecía casi una canción de The Prodigy.
«Orgía para los sentidos, reflejo de los atropellados tiempos que vivimos, pero también recordatorio de lo que fue el último tramo del siglo XX»
Personalmente, me faltaron dos de sus cimas: “Material girl” y “Music”. Supongo que le faltarían a casi todo el mundo. Y me sobró “Don’t cry for me Argentina”. Por poner alguna pega. Lo que no faltaron fueron sus guiños a quienes fueron sus máximos reflejos especulares en la cima del pop durante los años ochenta: a Prince durante unos segundos —ese imitador empuñando su guitarra— y a Michael Jackson durante unos cuantos minutos en lo que fue casi un mash up entre “Billie Jean” y “Like a virgin”, aderezado con fotos de ambos.
Un espectáculo apabullante, en resumen. Orgía para los sentidos, reflejo de los atropellados tiempos que vivimos, pero también recordatorio de lo que fue el último tramo del siglo XX, con todos los apuntes pertinentes a las categorías de género no normativas, a la apropiación de símbolos religiosos, al rescate de subculturas que afloraron al mainstream gracias a su contribución o a la estética camp de los primeros noventa (el look cowboy de “Don’t tell”, que sonó más convincente que en los surcos del disco), expedido de primera mano por una de sus artistas inimitables.