«La esencia primera de The Proclaimers tiene que ver con la energética raíz desnuda y acústica de su primer larga duración»
Obstinados, y fieles a sus principios y raíces, en 1987 los gemelos escoceses más famosos de la historia decidieron presentarse en sociedad con un álbum en el cual sus voces y una guitarra serían las únicas armas que blandir. La arriesgada apuesta, finalmente, obtuvo su merecida recompensa. Por César Campoy.
Texto: CÉSAR CAMPOY.
Comprometidos hasta la médula con la tierra que les vio nacer, en lo social y lo nacional, los gemelos Craig y Charlie Reid son una de las instituciones más populares de una Escocia; tanto, que algunas de sus creaciones han sido propuestas por sus compatriotas como posibles himnos oficiales tras una hipotética independencia. Una Escocia que, desde hace más de tres décadas, se ha visto retratada en decenas de temas repletos de honestidad, mecidos entre lo agridulce y lo festivo. Medio planeta les conoce por esta segunda vertiente, sobre todo, a partir de piezas tan expuestas (tal vez, en demasía) como “I’m gonna be (500 miles)” o “I’m on my way”. No obstante, la esencia primera de The Proclaimers, la que marcó el inicio de su carrera y logró cimentar las bases de un sonido y una filosofías características, tiene que ver con la energética raíz desnuda y acústica de su primer larga duración, en el cual los hermanos mostraban, pletóricos, sus mejores armas, empuñando, tan solo, una guitarra, unos bongos y, por supuesto, unas gargantas capaces de idear juegos vocales de ensueño.
A mediados de los ochenta del siglo pasado, un fan del dúo había hecho llegar una maqueta a los —por entonces— imbatibles The Housemartins. Inmediatamente, la banda liderada por Paul Heaton propuso a los Reid acompañarles en la exitosa gira británica de 1986. El impacto fue tan inmediato como brutal. En pocos meses, y tras una mítica aparición en un espacio de Channel 4, el también productor de los de “Happy hour”, John Williams (el propio Heaton propició el histórico encuentro), les consigue un contrato con la prestigiosa Chrysalis, y entra en el estudio con la pareja. Allí facturan un disco mágico, tan jovial como reivindicativo, que evidenciaba las veneradas fuentes folk de las que se bebía (esa “(I’m gonna) burn your playhouse down” de Lester Blackwell, popularizada por George Jones, única versión incluida en This is the story), pero que también justificaba la necesidad de rebozarlas a base de ramalazos pop a lo Everly Brothers, cierta dosis contestataria a lo Billy Bragg e, incluso, un punk que marcó las primeras experiencias musicales de unos Reid que habían crecido empapándose, en el hogar, de country y rock and roll.
Aquella combinación, servida por dos tipos con pinta de monaguillos rebotados que igual cantaban a la sufrida diáspora que al amor, y que reivindicaban su cerradísimo acento escocés (al contrario que otros compatriotas como Simple Minds, se negaron a modificar su manera de hablar a cambio del éxito) en una gloriosa y frenética “Throw the ´R´ away” («I’ve been so sad since you said my accent was bad […] I’m just going to have to learn to hesitate, to make sure my words on your Saxon ears don’t grate») que abría aquel disco, cautivó a propios y extraños por peculiar y atrayente, y les llevó a ser elegidos por los lectores de New Musical Express como banda revelación de aquel 1987.
Alejadas del glamur y el efectismo superficial, las composiciones de This is the story supuran autenticidad y, pese a lo que pudiera suponerse por la escasez de medios, apenas dejan hueco que rellenar. Los gemelos son capaces de ejecutar tremendas florituras vocales que descubren nuevos y vigorosos horizontes en el universo de lo acústico. Porque en This is the story hay lugar para todos los tempos posibles. Como el de “Over and done with”, que comienza titubeante para acabar estallando en un grito desesperado; la desconcertante, controvertida y nerviosa “Sky takes the soul” («With a faith and a bit of luck, and a half—tonne bomb in the back of a truck»); por supuesto, una épica “The part that really matters”, en la que los hermanos se dan la vez como si no hubiera mañana; una “It broke my heart” que ahonda en los problemas de la clase obrera; la tremendamente eufórica “Make my heart fly”, o la vigorosa y patriótica “The joyful Kilmarnock blues”, otro de los himnos inmortales más coreados del dúo.
En el otro extremo, furiosas baladas y medios tiempos como la decadente “Misty ble”, o sentidos ambientes como los de la tierna “Beautiful truth” (esa recta final que dirige su mirada a las raíces) o “The first attack”, una de las obras maestras de The Proclaimers, capaz de emocionar al más cenutrio a partir de brillantes pasajes y un texto sobrecogedor. Pero, posiblemente, la joya de la corona (republicana) no sea otra que la sentida y celebrada “Letter from America” (su pomposa versión con banda alcanzó el número tres de las listas de éxitos), una de las primeras creaciones del dúo que, homenajeando a la numerosa población escocesa que, a lo largo de los siglos, ha buscado un futuro mejor en el otro lado del Atlántico, trataba de reflejar y denunciar las duras condiciones laborales de los trabajadores en los años más duros de Margaret Thatcher.
Tan solo un año después de este bautizo sonoro vio la luz el magno Sunshine on leith. Los Reid, ya arropados por una banda, escribían el segundo de los capítulos de una historia repleta de modestia, sinceridad, compromiso y esperanza en un futuro que, en su caso, fue de lo más halagüeño. Tanto, que todavía siguen en activo.