TREINTA ANIVERSARIO
«Lo que importan son las canciones y Rivers Cuomo demostró desde el comienzo que tiene un don especial para hacerlas»
En mitad de la escena grunge, y recién concluido el auge del hair metal, apareció la banda de Los Ángeles con su álbum de debut y homónimo. Un disco conocido como The blue album con el que consiguieron despuntar y, además, demostrar que la imagen no lo era todo.
Weezer
The blue album
DGC RECORDS, 1994
Texto: FERNANDO BALLESTEROS.
Cuando el primer disco de Weezer vio la luz, allá por el mes de mayo de 1994, vivíamos algo parecido al fin de una era, muy corta, eso sí. Muchas cosas habían ocurrido en los cuatro años anteriores. Habíamos asistido a la última gran revolución en el rock and roll y su punta de lanza, su gran símbolo, acababa de terminar con su vida. Eran tiempos convulsos.
Weezer se habían formado en 1992 en Los Angeles y Rivers Cuomo era su nada carismático líder. Pongan lo del carisma entre comillas y añadan unos cuantos interrogantes porque, lo cierto, es que entre todas las cosas que habían sucedido desde que la década empezó a rodar, estaba el hecho de que las cosas, muchas veces, ya no eran lo que parecían. De repente, la falta de una imagen determinada se convirtió en la más efectiva, las estrellas ya no querían ser estrellas pero, al mismo tiempo, hacían todo lo posible para seguir siéndolo y, en ese contexto, encontrarte en la portada de un disco a cuatro tíos tan comunes, ni sumaba ni restaba. Visto con distancia, aquella fue una de las grandes características de la década. Mira, primero enséñame las canciones y luego, igual ya me fijo en tus gafas de pasta, en tu cara de empollón y en vuestra pinta de tíos absolutamente normales.
En 2024 ya no suena tan raro, pero en 1994 aún teníamos relativamente reciente que, en la tierra de la que venían Weezer, habían dominado la escena los chicos del hair metal con sus melenas, sus tintes y su derroche de laca. A aquello le sucedió el grunge y su pretendida despreocupación por la imagen y, cuando todos nos preguntábamos que iba a pasar ahora que Kurt no estaba, apareció un grupo cuya imagen era la nada. Y eso importaba, porque otra paradoja de la época era que, según yo lo recuerdo, los años en los que triunfaron los grupos que no se preocupaban por la imagen fueron precisamente en los que más se hablaba del asunto, aunque fuese para negar su importancia.
Pero decíamos que lo que importan son las canciones y Rivers Cuomo demostró desde el comienzo que tiene un don especial para hacerlas. Desde aquel día en el que una copia del Rock and roll over, de Kiss, cayó en sus manos y decidió que quería ser una estrella del rock, se fue formando, y lo hizo como se hacen estas cosas, es decir, a base de sueños y de estudiar la vida, obra y milagros de sus héroes. Más tarde, cuando llegó a LA, en 1989, ya se empapó de otros sonidos y otra forma de hacer las cosas diametralmente opuesta, fueron los tiempos de ampliar horizontes y fijarse en Sonic Youth o los Pixies, cuyo rastro, en pequeñas pero significativas dosis, no es difícil encontrar en sus primeras canciones.
Luego se produjo la explosión de Nirvana y a Rivers Cuomo le volaron la cabeza, vamos, que le ocurrió lo que a muchos de nosotros. La fantasía de Kiss corría por sus venas igual que la influencia de los clásicos, pero a todos ellos había que sumarle ahora el impacto que le había supuesto escuchar por primera vez a un grupo cuyo primer gran hit, ese que ya saben, deseaba haber escrito. En su lugar iba a firmar otras grandes canciones que se convertirían en éxito y frente al look dominante en la época, él iba a encarnar el rol de la antiestrella definitiva. Y el grupo terminaría explotándolo porque las pintas del cantante, que había pasado por Harvard, por cierto, daban su juego y sus compañeros, el bajista Matt Sharp, el guitarrista Brian Bell y el batería Patrick WIlson, se unieron a él: finalmente había unidad en el grupo y todas las fotos promocionales irían en esa dirección. Ya eran la banda de los cuatro tíos normalísimos. Siempre hay que ser algo.
Rick Ocasek, el hombre que supo darle brillo a las canciones del disco
Antes de formar la banda, Rivers había compuesto buena parte del material que se iba a incluir en el primer disco del grupo. Con Weezer funcionando en el circuito de salas y a pesar de que la indefinición del estilo no les ponía las cosas fáciles, no tardaron en despertar el interés de Geffen, que les firmó un contrato para una filial a mediados del 93. A la hora de grabar, hubo que limar más de una diferencia con la discográfica. De entrada, ellos querían autoproducirse, un deseo que chocaba con la intención de Geffen que pasaba por conseguir un productor que le diera a las canciones el tratamiento que merecían y las dotase de —aún más— brillantez. El nombre elegido era el de Rick Ocasek, un acierto mayúsculo.
El ex-The Cars, hizo un gran trabajo para que todos aquellos ingredientes se uniesen en una fórmula que sonaba como un tiro. Eran diez canciones plagadas de riffs robustos y poderosos ganchos melódicos power pop, pero también estaban esos falsetes de Matt que le daban réplica a la voz principal o a los solos de guitarra, y algún que otro tic metalero que era necesario domar, y ahí, las manos de Rick hicieron una gran labor para que el disco azul terminase siendo una grandísima obra. La grabación no fue una balsa de aceite. Al estudio entró como guitarrista Jason Cropper, quien abandonaría la banda durante las sesiones siendo reemplazado por Bell. Los créditos dicen que el nuevo guitarrista ya grabó ese debut, pero la leyenda dice que fue Rivers quien regrabó todas las partes de Cropper, autor, por cierto, de la introducción acústica de la inicial “My name is Jonas”. Y ahí, con esos acordes, comienza todo, la acústica cede el paso a la electricidad y emergen con fuerza las guitarras y la voz de Rivers para dar paso a un gran estribillo. Magnífica puesta en acción.
“No one else” nos remite a ese pop que Cuomo ha tenido que mamar y absorber a conciencia, porque solo de esa manera te puede quedar algo tan natural. Es como rodear de fuertes guitarras las melodías que eres capaz de crear después de múltiples escuchas de Ray Davies o Brian Wilson, y que te quede redondo. “The world has turned and left me here” es aún más melódica que las anteriores y juega con el medio tiempo, aquí no hay un estribillo que le ponga la guinda a la canción, es un continuo de melodía que mira de reojo a los Pixies menos desafiantes y se adorna con unos coros más que efectivos.
En lo lírico, el joven Rivers Cuomo plasma sobre el papel alguna de sus inseguridades, da rienda suelta a más de un fracaso sentimental y muestra ya varias de las claves que le iban a definir como escritor de canciones en los siguientes años, con su peculiar sentido del humor siempre presente. Y si a sus supuestos amigos no les gusta su novia, pues no pasa nada, porque él se parece a Buddy Holly y ella a Mary Tyler Moore. Ese es el mensaje de una canción de la que se me ocurre poco que añadir a estas alturas. Solamente diré que es perfecta, sencilla, redonda y muy digna de llevar el nombre de semejante mito.
El single de “Buddy Holly” veía la luz, precisamente, el 7 de septiembre del 94, cuando el artista, que murió en 1959 en un accidente de avión, tendría que haber cumplido 58 años. Para el videoclip contaron con los servicios de Spike Jonze, un nombre ilustre que se encargó también de la dirección del clip de “Undone-The sweater song”, la canción que les dio a conocer y cuyo éxito tiró del disco en un primer momento. Y no era para menos, porque, tras un comienzo más experimental, termina explotando un estribillo incontestable que les muestra en una vertiente cercana a otros sonidos más arriesgados. Desde el primer día que la escuché en la radio, el nombre que se me vino a la cabeza fue el de Pixies, años después, Rivers lo veía más claro y me ofreció una nueva perspectiva. En sus propias palabras: «”The sweater song” fue la primera canción de Weezer que escribí. Estaba tratando de escribir algo tipo Velvet Underground y se me ocurrió ese riff de guitarra». Incluso ahora cuando la banda empieza a tocarlo, se apodera de la energía del lugar y te transporta al mundo de Weezer. No fue hasta años después de escribirlo que me di cuenta de que es casi una copia completa de “Welcome home (Sanitarium)”, de Metallica. Para mí, encapsula a la perfección a Weezer. Estás tratando de ser genial como la Velvet, pero tus raíces metaleras simplemente fluyen inconscientemente». La canción es genial, eso ya lo digo yo, y la declaración un maravilloso puñetazo de realidad que define muy bien a Cuomo.
La segunda parte del álbum comienza con el acelerón que supone “Surf wax America” y las guitarras a pleno rendimiento. Mucho más sutil y llena de matices es “Say it ain’t so”, reposada en su comienzo y furiosa y tensa en la segunda parte. Otro de los momentos destacados del disco. Una harmónica aparece para abrir “In the garage”, pero solo nos da la bienvenida, a los pocos segundos las guitarras ya se han hecho con el control y nos conducen a otro de esos estribillos efervescentes que escondía este artefacto de portada azul. “Holiday” es, pues eso, que hay títulos que explican muy bien lo que esconde una canción y esta es ideal para corear en grupo y con euforia. El colofón, con “Only in dreams”, juega con los cambios, la intensidad, la calma y un final guitarrero a la altura de uno de los mejores elepés que pudimos disfrutar en aquel lejano 94.
Un disco de éxito, impulsado por la efectividad de dos singles redondos
Una vez en la calle, el debut de Weezer despegó gracias a la efectividad de sus singles que lo catapultaron a la condición de multiplatino. Rivers y sus compañeros se habían ganado el derecho a hacer lo que desearan en su segundo disco y eso es lo que hicieron. Le dieron una patada bien fuerte a la presión del “difícil segundo disco”, cuando se trata de reeditar un éxito tan rutilante como el obtenido con el primero, y se descolgaron con un conjunto de canciones oscuras, llenas de furia y decididamente menos comerciales; pero el público masivo les dio la espalda. Las críticas tampoco fueron demasiado benévolas y solo el tiempo, como suele ocurrir en estos casos, terminó poniendo las cosas en su sitio, tanto, que Pinkerton (1996) está considerado por crítica y fans como uno de los mejores, si no el mejor, disco de su carrera. Aquel periodo se cobró su precio, Matt Sharp abandonó el barco y el grupo se tomó un respiro prolongado.
La vuelta en 2001, con su tercer disco, el verde, para entendernos, les volvió a situar en lo más alto de las listas de éxitos e inauguró una segunda parte de su carrera en la que ya no ha habido paréntesis tan prolongados. Los discos se suceden, algunos llegan al notable, otros —en mi opinión— han sido claramente decepcionantes pero, a fin de cuentas, ya son los discos de un grupo clásico, porque Weezer, a base de canciones, ya se han ganado ese status por méritos propios. Y, sin embargo, ellos son conscientes de que muchos niegan esa realidad. Parecen destinados a polarizar a los críticos. Unos adoran a Weezer, otros nunca han llegado a tomárselos en serio, y Rivers Cuomo acude a su peculiar sentido del humor, en concreto al apartado del cinismo, y zanja la cuestión afirmando que ser un chiste está en el ADN del grupo.
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Anterior entrega de 30º Aniversario: Grace (1994), de Jeff Buckley. Murió el artista, nació el mito.