«Hay lirismo en estas canciones, con un aire de derrota inevitable, lo que las hace aún más irresistibles. Al menos, sobre el papel»
Dos semanas antes de que vea la luz el nuevo trabajo de Bruce Springsteen, Western stars, Javier Márquez Sánchez escucha el disco y prepara un primer análisis de las nuevas canciones del Boss.
Bruce Springsteen
Western stars
SONY, 2019
Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.
Como el valor en el soldado, a Springsteen el buen hacer artesanal se le presupone para firmar discos, cuanto menos, interesantes. Cierto que su último trabajo de estudio hasta la fecha fue aquel insustancial High hopes de 2014, pero normalmente suele tener algo que compartir con sus oyentes, si no musical sí al menos conceptualmente. Y esa es la sensación que queda tras escuchar las trece canciones que componen Western stars (Sony), su nuevo álbum que llegará al mercado el próximo 14 de junio: hay buenas historias para saborear, pero al «pastel» le ha faltado tiempo en el horno (o le sobran ingredientes).
Este disco recoge un buen puñado de historias polvorientas que nos devuelven al Springsteen más narrativo, al storyteller que parece ir anotando anécdotas y personajes a medida que va deteniéndose en cafés del Medio Oeste en mitad del desierto californiano mientras conduce su vieja camioneta en dirección a ninguna parte. Como sus trabajos más celebrados de los setenta, la idea del viaje, de la huida, más bien de la búsqueda en este caso, vuelve a cobrar relevancia en temas como “Drive fast” (coches), “Hitch hikin” (motos) o “Tucson Train” (trenes); mientras que los escenarios habituales de toda esa gente eternamente de paso en busca del inalcanzable sueño americano quedan retratados en el motel de “Moonlight Motel” o el local de “Sleepy Joe’s Café”.
Conceptualmente, esta colección de canciones no deja de mostrar un cierto desencanto o tal vez de cansancio por parte de su autor. Aquel joven que iba “en busca de América”, con tanta ansia como sentido crítico en Darkness on the edge of the town (1978), The River (1980) y Nebraska (1982), parece retomar la carretera cuatro décadas después con los hombros algo caídos y un insalvable aire otoñal. Aunque por momentos parece que estemos ante retratos de Dorothea Lange, en realidad no hay impulso crítico ni de lucha en ellos, como sí lo había en composiciones de décadas anteriores. Aunque no falta una mirada hacia el futuro también se advierte cierta nostalgia; a veces, bastante. Hay lirismo en estas canciones, con un aire de derrota inevitable, lo que las hace aún más irresistibles. Al menos, sobre el papel.
El mayor problema de Western stars reside, esencialmente, en su concepción instrumental. Producido por Ron Aniello y el propio Springsteen, musicalmente el disco entronca de base con Devils & dust (2005) que iba un paso más allá de la austeridad polvorienta de The ghost of Tom Joad (1995). Sin embargo, en la búsqueda de un sonido más californiano —marco geográfico de las historias narradas—, se les ha ido la mano, y mucho, con la formación orquestal. Los violines acechan al oyente en los rincones más insospechados y las guitarras pierden un protagonismo que se antoja fundamental en canciones de estas características. En definitiva, un sonido demasiado brillante y exquisito para unas historias melancólicas, ajadas, terrosas.
El disco está muy bien grabado y la voz de Sprinsgteen suena limpia y rotunda, como hacía años que no se escuchaba «enlatada», con unas guitarras registradas también de manera certera aunque lamentablemente escasas. Bajo, batería, teclados, alguna steel guitar… Más allá de la voz y la guitarra el resto de los instrumentos cobra un papel secundario, meros acompañantes, para no entorpecer en la narración de alguna historia de patética épica al más puro estilo Sam Peckinpah… hasta que irrumpe la formación de violinistas para devolvernos a la anodina certeza de un estudio limpio, fresco y bien iluminado en el centro Los Ángeles.
No ocurre por suerte con todos los cortes del disco, pero basta escuchar los dos primeros, “Hitch hikin” y “The wayfarer”, para constatar el carácter grandilocuente que se ha querido dar a los arreglos de este trabajo. Esta última es una de las mejores canciones del disco, y será una delicia escucharla en directo —al parecer Springsteen saldrá de gira sin la dichosa orquesta— para disfrutarla en su plenitud, con los sutiles arreglos de guitarra y piano y sin ese prescindible pasaje instrumental al más puro estilo “Springsteen sinfónico”.
Los dos siguientes temas, “Tucson train” y “Western star” resultan más limpios y directos, pero adolecen del otro problema de buena parte de la selección: la sensación de haber escuchado ya esas canciones. No son como ninguna otra, y sin embargo recuerdan demasiado. En este caso, el primer corte citado remite melódicamente a “The rising”, mientras que las guitarras del segundo evocan inevitablemente “Devils & dust”, del mismo modo que el corte ocho, “Sundown”, se mira cara a cara en “Lonesome day”. Aunque puestos a recordar, es imposible escuchar el primer sencillo, “Hello sunsine”, y no tararear “Everybody’s talkin’”, de Harry Nilsson, con el que las similitudes van desde buena parte del desarrollo melódico a los arreglos rítmicos y de guitarra.
El tan comentado sonido de California está presente en varios de los temas, con fraseos muy del gusto de los Eagles e incluso de Glen Campbell en cortes como “Drive fast”, en el que los arreglos orquestales están bien traídos y se entienden correctamente con los teclados y las guitarras. Por otro lado, en piezas como “Chasin’ wild horses”, “Somewhere north of Nashville” o “Stones” encontramos desarrollos instrumentales muy clásicos, con guitarras discretas y sello country de la mano de la steel guitar e incluso un tímido banjo… hasta que llega la cuadrilla sinfónica a cumplir su obligación contractual.
Irónicamente el disco se cierra con “Moonlight hotel”, sonando como debería haberlo hecho todo el álbum, con una guitarra potente y desnuda, una steel y un teclado subrayando en segundo plano y un violín que es más bien fiddle ayudando a evocar las eternas noches solitarias agotadas en ese hogar para los que van de camino a ninguna parte: «Hay un lugar en un tramo de la carretera vacía al que nadie viaja y nadie va. / Allí saqué el Jack Daniels de la bolsa / puse un trago para ti y otro para mí / luego otro más al salir del aparcamiento / hacia Moonlight Motel».