FONDO DE CATÁLOGO
«Un legado de belleza y misterio colmado de sutilezas que hoy alzan a este disco»
Se cumplen treinta años del segundo y último trabajo de los estadounidenses Slint, Spiderland. Un álbum de sadcore, nacido el mismo año del furor grunge, que recupera Sara Morales.
Slint
Spiderland
TOUCH AND GO RECORDS, 1991
Texto: SARA MORALES.
Camino de cumplir los treinta va Spiderland, el segundo y último álbum de Slint, aquel disco que vistió al posrock con patrones de melancolía y no todo el mundo supo comprender. Porque aquellos chicos que llegaron de Louisville (Kentuchy) en mitad de los ochenta, nacidos de los remiendos de Squirrel Bait, todavía traían a cuestas los sonidos que un día habían amotinado el underground norteamericano; pero tirando de los hilos del punk más ortodoxo y del heavy metal más atronador dieron con algo inédito. Insólito, quizá extraño y sin referencias, pero con una personalidad y un poso tan genuino que toda esa apatía que les tocó sufrir a tiempo real se fue transformando en valor y admiración con el paso de los años.
Slint, que solían ser cuatro, y a veces cinco, retorcieron los sonidos coetáneos en una miscelánea de influencias que partió siempre del gusto de McMahan y los suyos por la obra indemne de Verlaine y Lloyd, de Television. Y desde el sustrato más callejero de la onda neoyorkina, unido al desenfado propio de sus veinte años, se presentaron al mundo con una obra tan siniestra como jovial llamada Tweez (1989). Aquel solo fue el desconcertante preámbulo de sus coqueteos con el sadcore, una corriente que dilucidaron como ningún otro grupo en los noventa y, sin ser apenas conscientes de ello, bordaron hasta la excelencia con Spiderland.
Con el agua hasta el cuello, tal y como inmortaliza la portada con una fotografía tomada en agosto de 1990 durante la gestación de este disco, las travesuras de la banda fueron mucho más allá de bañarse desnudos en una cantera abandonada. La juerga trepidante y lúgubre de sus guitarras, con el propio Brian McMahan y David Pajo al frente, engrandecieron la solidez de un proyecto que ya con esta segunda entrega se asentó definitivamente en el panorama musical de aquellos primeros noventa. Cierto es que unos meses después de su publicación, en marzo de aquel 1991, llegaría al mundo en pleno énfasis grunge el incontestable Nevermind de Nirvana; pero Slint, aunque más en la sombra y sin el carisma innato de Cobain, también pusieron en nuestras manos una reliquia, de rock y post hardcore en este caso, muy a tener en cuenta. El tiempo así lo ha demostrado también.
A medida que crece el vértigo de las cuerdas, con esa batería de Britt Walford haciendo de colchón desaforado apostando por los ritmos más amplios y el bajo sinuoso de Todd Brashear (el nuevo bajista tras la marcha de Ethan Buckler), las palabras a veces se quedan en eso, en meras palabras articuladas sobre el vacío; que en ocasiones se disparan hasta el grito desgarrador y en otras hasta la oda de trovador insurgente oscilando en ese abanico tan particular de McMahan relatando las vicisitudes de la alienación y el hecho de ir haciéndose mayor.
Las canciones
Las seis composiciones de Spiderland han pasado a la historia por su inmediatez y por su letargo, por su rabia y su condescendencia, en un permanente equilibrio de potencia y delicadeza que, por poco audible en aquellos tiempos, quizá chirrió al mismo tiempo que supo quedarse. Desde la inicial «Breadcrumb trail» desnuda de melodía vocal pero abrigadísima en la sección instrumental, hasta la pausa de «Good morning, Captain», pasando por la gracia superlativa de la curiosa «Nosferatu man» en un ajuste colérico tras la calma, el enigma in crescendo e intimista de «Don, Aman» y «Washer» o el ocaso sobrecogedor de «For dinner», Slint tuvieron el don de oscurecer la luz de un modo resplandeciente e hipnótico. Un legado de belleza y misterio colmado de sutilezas que hoy alzan a este disco, grabado en tan solo cuatro días junto al productor Brian Paulson, como uno de los álbumes independientes más importantes de la última década del siglo veinte.
A las pocas semanas de su publicación, Slint decidieron separarse; pero tras ellos quedó una estela sincopada de rock ácido y turbulento con incursiones en el jazz y en la psicodelia que, si somos honestos, no debería envidiar en absoluto a la de Nirvana.
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Anterior entrega de Fondo de catálogo: Forever (2002), de Cracker.