Songs of a lost world, de The Cure

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DISCOS

«Carga emocional de tendencia tenebrista y fantasía pop que nos suena a casa, con esa cadencia vocal de Smith tan icónica y dogmática, y esa instrumentación que arrebata y quebranta los sentidos»

 

The Cure
Songs of a lost world
POLYDOR / FICTION, 2024

 

Texto: SARA MORALES.

 

«A menudo puede resultar muy difícil ser la persona que realmente necesitas ser». Turbadora sentencia esta de Robert Smith, con rasgos de autorretrato compartido, cuando comenzó a hablar de la llegada de este álbum con el que arrastrarnos de nuevo hacia su oscuridad poética dieciséis años después. Y ha llegado en este momento, en 2024, pero la verdad vampírica que sustenta esta frase, esta confesión —que a su vez es la esencia de este disco— bien sabemos que decora la condición humana desde el principio de los tiempos; por eso nos atrae, aunque hiera; por eso nos sentimos identificados con ella, aunque la huyamos.

Con aires de exorcismo en positivo y carácter crítico hacia las profundidades del ser, tanto en solitario como en manada, llega Songs of a lost world. Ocho canciones inesperadas, que irrumpen en una etapa de la historia en que las sombras son más compañeras que acecho; ocho canciones con las que alentar la más dulce de las pesadillas y el más aterrador de los sueños, porque son, como se advierte, las ocho canciones de un mundo que no se pierde, pues ya está perdido.

Presentadas en sociedad durante la gira Shows of a lost world con la que The Cure hicieron parada en treinta y tres países, con más de noventa fechas cerradas, y ante un millón trescientos mil testigos afortunados, este repertorio —ya en manos de todos— busca continuar la estela de esa narrativa existencialista y esa épica trascendental que Robert Smith dejó congeladas en 2008 con 4:13 dream —su último álbum hasta la fecha— y durante doce discos previos, para proyectarla en este presente exactamente donde había quedado suspendida. Una carga emocional de tendencia tenebrista y fantasía pop que nos suena a casa, con esa cadencia vocal de Smith tan icónica y dogmática, y esa instrumentación que arrebata y quebranta los sentidos, los acelera, los acaricia y les canta una nana, a manos de Simon Gallup al bajo (brillante), Jason Cooper a la batería, Roger O’Donnell al teclado y Reeven Gabrels a la guitarra. Eso sí, con asuntos que violentan la realidad a la que asistimos ahora y las experiencias personales de Robert Smith, pero con las sensaciones comunes de ayer, de hoy y de siempre. Con el obstinado aroma de rock gótico con el que The Cure llevan coloreando el mundo de negro desde 1978 y las agujas de ese postpunk melódico que tanto nos gusta habitar.

“Alone” es la encargada de abrirnos la puerta a la mansión de Songs of a lost world. La primera canción que pudimos conocer de este nuevo disco hace ya varias semanas y sobre la que merodea, sutilmente, la decadencia decimonónica que dibuja desde siempre el imaginario de Smith representada, esta vez, por la figura del poeta inglés Ernest Dowson y los versos de “Dregs”. «Gracias a ella, y a partir de ella, todo el álbum se enfocó», confiesa Smith. Una carácter unitario, en sonido y concepto, que se repite en temas como “I can never say goodbye” o “All I ever am” en los que el dolor por la pérdida se hace gigante y sus intentos por reinventarse más todavía. Un matiz, este de la innovación y la búsqueda de nuevos tiempos, que se presiente y se mastica más evidente en “Drone: No drone”, con aires ciertamente industriales que nos hacen mirar a la escuela de Nine Inch Nails, o en “Warsong”, maremágnum de ruido y entropía; también en la épica “Endsong”, la canción que mejor resume el momento creativo que atraviesa ahora mismo The Cure, la que cierra el disco y quién sabe si algo más.

El eco sombrío que atraviesa este nuevo trabajo, producido por el propio Smith en compañía de Paul Corkett y grabado en los Rockfield Studios de Gales, recobra aliento y luz en “A fragile thing”. Un tema que plantea las consecuencias de las elecciones que tomamos, el posible arrepentimiento o el final feliz. Bonita manera de arrollar con purpurina una de las grandes problemáticas del ser humano: la conciencia. Como “And nothing is forever”, balada de casi siete minutos para ahondar en el paso del tiempo y una posible reconciliación con él, mientras el mundo se paraliza y queda petrificado (si es que no lo ha estado siempre). De ahí la representación de Bagatelle, la escultura de Janez Pirnat que data de 1975, inmortalizada desde la portada por Andy Vella, con quien la banda lleva ya muchos años colaborando en los artes y diseños de sus discos.

La llegada de Songs of a lost world toma aire por sí misma, buscando rememorar los años más dorados de la oscuridad de The Cure. Ni muy lejano a la totémica melancolía de Pornography (1982) y Disintegration (1989), ni asentado en las cercanías más inmediatas de Wish (1992). Con una identidad fría, desoladora y nerviosa por momentos, pero que todavía encuentra retazos de esperanza y de belleza en los lugares más recónditos del inframundo y en el vértigo del abismo. Porque sí, todo, absolutamente todo, persiste y solo se transforma.

Anterior crítica de discos: Wild god, de Nick Cave.

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