Sin tu latido, Aute

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Foto: ©Arancha Moreno.

«Aute fue muchas cosas, artista de infinitos registros, de matemáticas y espejos, de inquietud constante, de muchas vidas en una sola»

 

Luis García Gil, autor de Aute, lienzo de canciones, escribe este obituario desde el dolor de quien conoció bien al músico, poeta, cineasta, escultor y pintor, que ha fallecido este sábado en Madrid.

 

Texto: LUIS GARCÍA GIL.
Foto: ARANCHA MORENO.

 

No resulta fácil escribir una necrológica de urgencia para quien nos ha habitado con sus canciones desde nuestra más temprana adolescencia. Hay como un temblor y una sacudida en la hoja en blanco de esta primavera que parece invierno. Hablo, cuando digo nuestra adolescencia, en el plural de los muchos «Autes» vividos por tantísima gente. Canciones que nos acompañaron, que a su modo nos fueron dictando emociones, algunas tan carnales como la que recorría aquel “Anda” de nuestros desvelos amorosos cuando queríamos ser con Aute un cuerpo enamorado al margen de datos, de leyes, de asechanzas cotidianas.

Las palabras, las músicas a ellas asociadas, bien lo sabemos, confortan, en cierto modo, alivian, ponen cierto orden en donde solo parece haber desorden y tristeza acumulada. Aute murió primero aquel verano de 2016, del súbito infarto y la súbita noticia de su delicadísimo estado de salud. Y ahora ha muerto definitivamente, dejándonos el peso de la pérdida, la orfandad de su palabra, de su canción y de sus lienzos, porque Aute fue muchas cosas, artista de infinitos registros, de matemáticas y espejos, de inquietud constante, de muchas vidas en una sola con el humo de los cigarros como fiel acompañante de sus musas.

En esta suma de sensaciones atropelladas me gustaría evocarle en su casa madrileña en donde me recibiera varias veces. Ahí comprendí el taller inagotable de la creación con mayúsculas, de su creación infinita, donde las cuartillas se mezclaban con los pinceles y la guitarra con los lápices de la imaginación inagotable. En la memoria de aquellos objetos se cruzaban el Aute místico y pagano. Andabas por su casa y comprendías al artista en toda su finitud e infinitud.

Me gustaría reivindicarle en la profundidad de un cancionero que iba mucho más allá de “Al alba” y otras recurrencias de su repertorio. Su disco El niño que miraba el mar era una maravilla que no ha sido suficientemente citada o reivindicada. Queda como una de sus obras de final de trayecto, despojada de lo accesorio, a la que regresar en estas horas de duelo. Cuando escribí aquel Aute, lienzo de canciones me encontraba con seguidores de Aute sumamente perezosos, que ya no escuchaban lo nuevo de su repertorio. Yo les insistía en el Aute que se estaban perdiendo, el que seguía proyectándose hacia el futuro, y no entendía bien esa mirada miope a su repertorio, incluso por sus propios seguidores. Artistas tan inmensos no merecen una mirada tan superficial.

Hay un Aute que viví en la cercanía del diálogo y de la generosidad que siempre me demostró. Pero está el Aute que vi a través de los otros, el Aute de mi amigo Gonzalo García Pelayo o el de Luis Mendo, tan importante en su propia evolución musical, o el de Gaizka Urresti, que le dedicó un hermoso documental, o el de Joan Isaac que le cantó en catalán tan bellamente, o el de tantos otros que me entregaron ese Aute buscador eterno de bellezas y «albantas».

Escribo mientras suena ese otro autotango que fue su canción “Latido a latido” y todo es refugio contra este tiempo fugitivo, refugio hecho voz, canción y música. «Porque este extraño escalofrío/ incandescente en nuestras brasas/ se muda del calor al frío/ como la muerte nos traspasa/ porque mañana ya es muy tarde/ y las guadañas no están presas/porque el rescoldo que aún no es arde/ dispara chispas de pavesas…».

Y se me viene a la mente el Aute de las canciones breves, veinticuatro fogonazos de juvenil impaciencia, y el de Rito y Espuma cabalgando cual jinete por los setenta o el que decidió quitarse de en medio, rehuyendo de la patraña de la industria, hasta que de pronto decidió regresar, desdecirse y cruzar los ochenta salvándose del naufragio de otros cantautores con una mirada moderna y plural, jamás condescendiente con su propio pasado. Pienso en el Aute clamoroso del directo Entre amigos, el de los rayados vinilos de la mucha memoria y la mucha escucha, el de Nudo o el litúrgico Templo, en el de Segundos fuera y Alevosía atravesando los noventa. Todos los «Autes» posibles e imposibles. El de los amores cantados, el del cine, cine, cine, el de los “Dos o tres segundos de ternura”, el de “Mira que eres canalla”, el de Fuga y Cuerpo a cuerpo sobre un rincón de la memoria, el de la belleza y la inocencia mecidas en su voz o el de los relojes huyendo del tiempo en aquella “Cinco minutos” dedicada a Katy Jurado. Todos los mundos que Aute supo desplegar en la canción, en la pintura, en los poemigas o en el cine de animación donde también dejó muestras de su genio.

La muerte que ha venido a buscarle, después de rondarle, estaba siempre ahí, en su pensar cotidiano. Le gustaba, como buen afrancesado, citar a Paul Valery cuando decía que la muerte es aquello que le suele pasar a los demás hasta que te pasa a ti. A ella, a la parca, dedicó una serie de epigramas memorables: «Cuando la vida olvida/ la muerte/ olvida que la muerte/ no olvida la vida». O aquel otro: «La gran pasión de la muerte/ es la vida…/ No puede vivir sin ella». Pero Aute también era humor, ese humor que le permitía pasar de Sarcófago a Babel y que solía brotarle desde la melancolía de su figura esquelética y quijotesca.

Le imagino ahora, en un paraíso imaginado e imaginario, cruzándose con Jacques Brel en un lugar muy parecido a Tahití. Perdonen esta tristeza de urgencia y este autotango y esta canción de Aute que se me escapa como una lágrima o como una estrella fugaz.

Noticia relacionada: Luis Eduardo Aute y la canción como una de las bellas artes. 

 

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