Simpatía por la industria musical

Autor:

LA ESPUMA DE LOS DÍAS

«Elige tu música favorita sin que nadie te dicte lo correcto desde un despacho manchado de lodo y de bitcoins».

 

Cuando empezaron el jazz, el rhythm and blues y el rock and roll no lo hicieron a lomos de una industria floreciente, sino agazapados en pequeñas discográficas provincianas o en garitos mugrientos que nadie recuerda. Esa es la industria musical por la que siento simpatía.

 

Una columna de LUIS LAPUENTE.

 

Alfonso Santisteban (1943-2013) fue uno de los genuinos gigantes semisubterráneos del pop español, autor de decenas de sintonías televisivas (de Aplauso a Música y estrellas), jingles publicitarios, bandas sonoras y canciones, más de quinientas, para artistas como Bambino, Carmen Sevilla o Lola Flores. Fue, además, con su amigo Waldo de los Ríos, uno de los compositores en la sombra de decenas de thrillers baratos del llamado giallo, cine italiano de serie B, con sobreabundancia de erotismo, misterio, terror y mucha, mucha sangre en escena: «Nos ficharon a Waldo y a mí para la misma productora italiana y fuimos con mucha ilusión, pensando que nos codearíamos con Morricone y todos esos genios, pero, a la hora de la verdad, las buenas películas se las daban a ellos y a Waldo y a mí solo nos dejaban las guarras, toda la serie Z, cosas guarras como no te puedes imaginar».

Santisteban se quejaba con amargura de la pobre atención que se prestaba por aquí a su trabajo, en comparación con el que ofrecían a sus artistas en Italia o Estados Unidos: «Conocí a Burt Bacharach en 1988, grabando en la Filarmónica de Los Ángeles. Cuando se enteró de que llevaba escritas más de ciento treinta bandas sonoras (como Algueró, García Abril o Carmelo Bernaola), me preguntó si no era millonario. Yo le respondí: “No tengo casi ni para comer”. Y el tipo no se lo creía; él apenas había compuesto unos veinte scores y vivía a cuerpo de rey con tres o cuatro al año».

Dos años después de esta conversación que mantuvimos para la extinta Efe Eme (de papel) con motivo de la recuperación de sus obras en el catálogo Música para un guateque sideral, de Subterfuge, Alfonso Santisteban publicó unas memorias descacharrantes, El mundo del espectáculo y la madre que lo parió (Foca, 2004), donde reincidía en sus amargas reflexiones sobre el destino de muchos grandes músicos que quizá consiguen su minuto de gloria, pero no el reconocimiento que se les debe: «Entre 1962 y 1982 escribí la música de ciento diez películas entre España e Italia. No voy aquí a detallar los títulos ni los nombres de sus directores, productores e intérpretes, ya que me resultaría una labor harto pesada y bastante desagradable de recordar. Prefiero dejarlo así, en un simple guarismo, sin más».

Estos días recuerdo a Santisteban después de haber conversado con Carlos Galán, en uno de esos benditos podcasts dialogados que el capo de Subterfuge lleva años grabando en el estudio Alfonso Santisteban, situado en la sede de su discográfica. Episodios de una hora aproximada publicados bajo el lema Simpatía por la industria musical, una especie de historia oral del pop español que se disfruta como un regalo y algún día se atesorará como un documento imprescindible para entender el devenir de nuestra música popular, desde la Década Prodigiosa del siglo pasado hasta nuestros días.

Escuchando esas grabaciones ideadas y dirigidas por Carlos Subterfuge, uno se pregunta dónde se encuentran hoy las brújulas del pop, si es que es posible continuar llamando así a la música de la que se habla en esta revista digital, dónde se esconden sus héroes subterráneos, donde acampan sus zahoríes. Quiero pensar que siguen estando donde siempre habitaron, en esas pequeñas unidades móviles e inteligentes que aventuró Robert Fripp, en 1974, en las páginas de Melody Maker. Desde luego, no los encontrarás fácilmente en los malévolos algoritmos de Spotify, ni en las radiofórmulas prefabricadas, ni en los grandes recintos patrocinados por esas empresas y naciones que se ocupan de desheredar a los ya desheredados.

Heráclito sostenía que el río nunca es el mismo, que el cambio es constante. No abandones la esperanza, a estos tiempos oscuros sucederán otros que ni podemos sospechar, tanto en lo musical como en lo social e incluso en lo personal. Ya ocurrió en aquellas pequeñas fábricas de ilusiones que impulsaron casi desde la nada cambios extraordinarios, en Sun Records, en Muscle Shoals, en Stax, en Nuevos Medios. No, no busques en Spotify, huye de allí y husmea en las páginas de Bandcamp, de Soundcloud, incluso de YouTube, donde el artista se siente libre, respetado y dueño de su obra, pásate por los catálogos, modestos pero cuidados con mimo de orfebre, de compañías independientes como Bible & Tire, Naïve, Music As Usual o la propia Subterfuge, donde puedes encontrar una decena de maravillosas referencias de Alfonso Santisteban.

Elige tu música favorita sin que nadie te dicte lo correcto desde un despacho manchado de lodo y de bitcoins, atesora esas obras y esos artistas como si fueran parte de tu vida. Y si puedes, como escribe Ted Gioia, atrévete a experimentar el acto supremo de rebeldía, compra el disco físico en el formato que prefieras, una especie de alquimia profética contra ese ejército de trumpistas y de woke que quieren marcar tus pasos: «Ya no serán solo datos en la nube, un visitante temporal en tu vida. Ahora son un artefacto, un objeto, una presencia en tu casa. Este álbum es ahora tuyo, no como pretende una licencia de streaming, sino como es tuya una silla favorita o una taza de café que te acaricia el estómago. Poseer música es un acto de desafío a lo desechable. En un mundo que te pide que alquiles tu alegría en cuotas mensuales, tú has elegido esculpir la tuya en algo sólido. El crujido y el estallido no son imperfecciones: son la textura del tiempo, el sonido de tu vida entretejida en la historia de la música».

Hay mucho donde elegir. Los maravillosos discos de Andrew Bird, de Annie and The Caldwells, de Jake Xerxes Fuseell o del que fuera guitarrista de Bob Dylan, Charlie Sexton (cuyo último elepé, el conmovedor Cruel and gentle things, de 2005, ya han descatalogado). O las canciones que cuelgan en su Bandcamp Ramón Godes, Marina Sorín, los Self Sabouters o Remi Carreres, por ejemplo. O los trabajos de esos viejos músicos que mueren sin que casi nadie se acuerde de ellos: ¿has leído algún obituario en la prensa española sobre Tommy Hunt, exlíder de The Flamingos y leyenda del northern soul, o sobre el gran Mike Peters, cantante cristiano a la contra, que fundó la banda galesa de folk punk The Alarm?

Ahí está la industria musical por la que siento simpatía, la misma que acogió a Santisteban cuando le habían expulsado al valle de los leprosos. Ahí reside hoy la contracultura, en quienes se acuerdan de los olvidados, en quienes no siguen los dictados del maistream, sea este político, cultural o religioso. En quienes no se resignan a esconderse en ese callejón de los sueños perdidos, que tituló uno de los álbumes de Alfonso Santisteban rescatados por el sello Subterfuge.

Anterior entrega de La espuma de los días: “Loving the alien” y otras favoritas de Bowie.

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