«Su voz se tornaba más cavernosa con los años, sus composiciones más intrincadas y atmosféricas»
Carlos Pérez de Ziriza reflexiona sobre la figura del recién fallecido Scott Walker, desde su éxito en los Walker Brothers hasta sus últimos trabajos, deteniéndose en sus referentes, su escritura, su voz y su legado.
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
A diferencia de lo que le ocurría a David Bowie —el más célebre de sus émulos—, a Scott Walker (Hamilton, Ohio, EEUU, 1943 — Londres, Reino Unido, 2019) nunca le interesó postularse como avanzadilla de ningún movimiento musical. Pero tanto su exitosa etapa inicial al frente de los Walker Brothers como sus posteriores y celebradas —por crítica, que no por público— maniobras de escapismo fueron un fiel reflejo del tiempo que le tocó vivir: un siglo XX que él mismo había trascendido, y cuyas sombras más abyectas aún alimentaban sus exigentes discos de lo que llevamos de nueva centuria, un capítulo que parecía todavía inconcluso cuando ayer nos enteramos de su muerte.
Es imposible disociar las grandilocuentes letanías de los Walker Brothers (“Make it easy on yourself”, de Bacharach y David; o “The sun ain’t gonna shine anymore”, de Crewe y Gaudio) del triunfo del muro de sonido patentado por Phil Spector al servicio de historias bigger than life por y para adolescentes. Fue la única fase en toda su carrera en la que Walker cumplió al pie de la letra con las expectativas de la gran industria. Su giro adulto, cuando la década prodigiosa enfilaba su recta final, el primer gran desmarque en torno a esos cuatro fabulosos discos que despachó entre 1967 y 1969 (de Scott a Scott 4), también compartió el ansia de emancipación creativa que muchas de las estrellas emergentes de aquel decenio habían exhibido cuando el álbum ya se erigía en formato de referencia en el pop, en vehículo de sus aspiraciones conceptuales. Pero él lo hizo a su manera, releyendo a Jacques Brel, abasteciéndose de material cinematográfico (Bergman, Morricone) y destilando vitriolo para consolidar un nuevo molde de crooner, influyente en generaciones venideras. Su cuarto trabajo en solitario sirvió hasta para que una estimulante banda londinense se bautizase en su honor. Estuvieron de gira teloneando a Luna por nuestro país a finales de los noventa, por cierto.
La reunión extemporánea de los Walker Brothers a finales de los setenta tampoco respondió a las expectativas de sus viejos seguidores, pero sí —en parte— a una modulación de las nuevas enseñanzas del rock europeo vía Berlín. Y los años ochenta, anclados para siempre al estereotipo del hedonismo tecnificado, los fuegos de artificio, las luces estroboscópicas y la opulencia del videoclip, apenas dejaron en él una huella que puede sentirse en el lustroso acabado de Climate of Hunter (1984): otro disco hijo de su tiempo, aunque emergiera como su reverso oscuro y tenebroso, su vis anti celebratoria. Su voz se tornaba más cavernosa con los años, sus composiciones más intrincadas y atmosféricas. No andaba nada lejos de David Sylvian, uno de sus más atildados discípulos. En comparación con sus discos posteriores, suena hasta asequible. Casi comercial.
Muy al contrario de lo que ocurre con la gran mayoria de músicos con cierto predicamento, Scott Walker hacía de su discurso algo cada vez más impredecible y aventurado. Nunca se acomodó. Todo lo contrario. Recorriendo un trecho inverso al que emprenden el grueso de vocalistas de renombre, que van limando manierismos vocales y depurando su estilo hasta dar con su esencia, la naturalidad de Walker operaba en dirección inversa, dotando a su garganta de profundidad, dramatismo y una dosis de intriga que sobredimensionaba su bien ganada condición de ermitaño del pop.
Su ejemplo prosperó en los noventa: el pop de cámara de Neil Hannon y sus The Divine Comedy (quien facturó una espléndida versión de “Make it easy on yourself”), la ampulosidad de Jarvis Cocker y sus Pulp (a quienes luego produjo el álbum We love life, en 2001) o la elegancia de los olvidados My Life Story contrajeron una gran deuda con él, muchos años después de que Marc Almond la reconociera de forma abierta. El desasosiego de la primera mitad de los noventa, alimentado por la desazón grunge, tuvo un corolario especular en el abismal Tilt (1995), la inquietante puerta de entrada a todo lo que saldría de su pluma ya con el nuevo siglo.
El doble tirabuzón (y sin red) de Scott Walker ya en la presente centuria, a esa edad en la que cualquiera se habría ganado su preciada jubilación, se gesta en torno a álbumes tan oscuros y casi impenetrables como The drift (2006) o Bish bosch (2012). Trabajos abruptos, repletos de sonoridades insospechadas, buscando en ocasiones la confrontación con un oyente al que se le demandaba implicación: la materia de la que estaban hechos, su denso relato, lo justificaba. Y los reyes del drone doom, los norteamericanos Sunn O))) —vaya, precisamente de Seattle, no debe ser casualidad— se sumaron al aquelarre con aquella colaboración llamada Soused (2014). Podía parecer un capricho, pero no lo es tanto si reparamos en que bien puede ser banda sonora para tiempos tan convulsos e inquietantes como los que vivimos. El correlato musical a una época de crisis galopante —en más de un sentido— y resurrección de viejos fantasmas que creíamos sepultados para siempre.
Scott Walker bien puede ser ese hombre que miraba al siglo XXX, parafraseando el título de aquel documental (Scott Walker: 30 Century Man, de Stephen Kijak, de 2006) en el que se glosaba su inimitable perfil creativo. Pero su obra, toda su obra, es un fiel reflejo de los vaivenes del siglo XX. Hasta su último suspiro. Las sombras de Elvis Presley, Benito Mussolini, Nicolae Ceaucescu, el Ku Klux Klan, Nikita Kruschev o las atrocidades de los nazis planeaban por algunos de sus últimos discos. Quizá para recordarnos que, por mucho que queramos proyectar nuestras sombras hacia el futuro, hay lastres de los que no podremos desembarazarnos hasta que estén bien muertos y enterrados.