Por encima de ataduras e ideas preconcebidas, sorteando las dependencias que generan el peso de una carrera y el miedo a repetirse, Ry Cooder presenta My name is Buddy, un trabajo con el que el antes sólo guitarrista y desde hace tiempo singer songwriter confiesa sentirse “absolutamente satisfecho”.
Después de Chavez Ravine, álbum concebido para denunciar la desaparición de un barrio completo de Los Ángeles a manos de la especulación, el tiempo no ha hecho sino despertar el ánimo y la denuncia de Cooder, que aprovecha su último lanzamiento para atacar sin piedad algunas de las grietas de la sociedad norteamericana. A través de Buddy, un gato rojo en espíritu y en pelaje, y de su ratón amigo, Lefty, el californiano recorre un camino de reivindicación y lucha contra la opresión y las injusticias, que bordea asimismo hitos de la historia de EE.UU, algunos de los cuales están, según Cooder, a punto de desaparecer a manos de la falta de memoria y el deseo de la clase media de no sentirse trabajadora nunca más.
My name is Buddy es, además de un viaje a veces apocalíptico y otras esperanzador, una travesía de sonidos: del bluegrass al country, el folk preside este alegato, combinándose con inevitables guiños al rock y pequeñas trazas blues, todo lo cual hace de éste un disco inabarcable, creado para responder al propósito de dar vía libre a la rabia sin descuidar las formas.
Los diecisiete temas de My name is Buddy son el producto de una vida marcada por las influencias y el mestizaje a gran escala, y también por la amistad: junto a Ry Cooder, Paddy Maloney (líder de The Chieftains), Flaco Jiménez, Jim Keltner (colaborador de los Beatles en sus carreras en solitario) o Van Dyke Parks (conocido por sus aportaciones a Brian Wilson, Beach Boys o Matthew Sweet) lustran la idea y el resultado, que siempre fue meridiano en la mente de Cooder. Así, su enésima muesca discográfica cobra la importancia de un tesoro, compuesto por un mapa y una herencia.
My name is Buddy lo edita DRO el 6 de marzo.