“La saga ha enterrado la visión artística bajo la fórmula preestablecida para seguir potenciando su éxito”
“Rogue One: Una historia de Star Wars” (“Rogue One”)
Gareth Edwards, 2016
Texto: JORDI REVERT.
En “I Am Your Father” (2015), documental-homenaje a la figura de David Prowse –el actor tras la máscara de Darth Vader−, Toni Bestard y Marcos Cabotà se movían entre la pleitesía y la crítica al universo Star Wars para reclamar un mayor reconocimiento a una de sus grandes figuras olvidadas. Más allá de que la película acabara cayendo en el callejón sin salida de la nostalgia, al menos sí que dejaba entrever un fenómeno que iba a confirmarse con el estreno poco después de “Star Wars: El despertar de la fuerza” (“Star Wars: Episode VII – The Force Awakens”, J.J. Abrams, 2015): el de un estatus inviolable de la saga de Lucas que, más allá de las sinergias industriales, de cualquier apreciación acerca de su evolución, iba a prevalecer hundiendo sus cimientos en las expectativas de un fandom acrítico. Dicho de otra manera, su lugar reservado en la cultura popular se sitúa por encima de cualquier debate o fuerza artística, y solo necesita recontar en términos similares su propio relato-tipo para corresponder a las expectativas de sus seguidores. Esperanzas prefijadas, juicios críticos prefijados para un cine ya enquistado en su propio simulacro.
“Rogue One: Una historia de Star Wars”, como la película dirigida por Abrams, demuestra que la saga, tras pasar a manos de Disney –y sin olvidar los decepcionantes resultados de la trilogía precedente− responde a una lógica de producción que ha enterrado la visión artística bajo la fórmula preestablecida para seguir potenciando su éxito. Una estandarización que esclaviza la imagen a una correspondencia exacta con la imagen prevista. Gareth Edwards, como antes J.J. Abrams, ha visto subyugada su personalidad como cineasta –que demostrara en títulos tan estimables como “Monsters” (2010) y “Godzilla” (2014)– en un episodio anexo en el que llega a introducir cierta fascinación lírica por imágenes de destrucción, pero en el que no consigue conciliar el gran espectáculo abstracto de esas explosiones y fortalezas derrumbándose con el de una verdadera emoción instalada en el corazón de su obra. Antes al contrario, los personajes de “Rogue One” parecen meros avatares transitando escenarios ya conocidos –de nuevo una cantina, de nuevo las instalaciones de los rebeldes− y postulándose como variantes de tipos también conocidos –el robot K-2SO, el padre/mentor perdido– que crean una experiencia perfectamente reconocible para el fan y, por tanto, dentro de sus límites de confort. Pero el problema no es tanto la falta de margen para una verdadera sacudida –o cuanto menos, una mínima reformulación− de la mitología creada y luego vendida por Lucas, sino el alarmante carácter aséptico de sus imágenes, antestesiadas e incapaces de contener aquella invitación al sense of wonder de la trilogía original. Condenadas a diluir su identidad en su referente y no en su forma actual, como el propio fantasma (digitalmente) resucitado del Gobernador Tarkin.
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Anterior crítica de cine: “Vaiana”, de Ron Clements, Don Hall, John Musker y Chris Williams.