“Nunca me ha interesado verdaderamente eso que llaman “social”; a mí solo me interesa la desnuda tragedia humana, que no es un problema de clase”
El escritor Roger Wolfe tiene en la calle dos nuevas obras, la reedición revisada de la violenta novela “El Sur es un sitio grande” (ZUT 2014) y el doloroso poemario “El amor y media vuelta” (incluido en el número dos de la revista La Galla Ciencia). Puro rock and roll.
Texto: JUANJO ORDÁS.
Foto: THOMAS CANET.
Hace años que sigo la obra de Roger Wolfe, y desde el momento en que le empecé a leer encontré que este hombre practica rock and roll literario, aunque no hiciera guiños su imaginario. Lo suyo era algo intrínseco al espíritu liberador del rock más libertino o, siendo más generalistas y específicos, de la música popular más auténtica. La primera vez que le entrevisté, me llamó la atención que su discurso resultara tan interesante como el de cualquier músico habituado a dar buenas entrevistas. No es un autor para el gran público, pero sí lo es para un público exigente, aunque dejemos claro que tanto su recuperada novela “El Sur es un sitio grande” como el poemario “El amor y media vuelta” no son adecuadas para menores de edad ni para aquellos de sensibilidad delicada, tanto por su violencia como por su descarnada visión de amores rotos.
“El Sur es un sitio grande” es un libro editado en 1993, como “El índice de Dios”, que ahora regresa con el nombre que originalmente pensaste, más cuarenta páginas inéditas. ¿Cómo se os ocurrió a ti y a la editorial ZUT rescatarlo?
El rescate se debe al escritor Juan Bonilla, director literario de ZUT. Aunque en rigor no es un “rescate”, sino una nueva edición en toda regla, y se podría decir sin incurrir en engaño que se trata de otro libro; para ser precisos, del libro exacto que yo escribí en Gijón durante los primeros meses del año 1993, concibiéndolo ya desde un principio con el título de “El Sur es un sitio grande”, que luego hubo que cambiar cuando surgió la posibilidad de sacar la novela en Espasa, porque no les parecía suficientemente comercial. El título, digno modestia aparte del gran Jim Thompson, yo creo que surgió en mi numen por asociación más o menos indirecta con ese escritor, cuya obra adoro, y me parece el mejor título del mundo para la novela. La última página –el último diálogo–, que es la que contiene el título del volumen, la redacté antes incluso de ponerme a escribir la obra; luego me lancé de cabeza –y nunca mejor dicho– hacia esa línea de meta, hacia ese final. Lo curioso es que como buen inglés me ha atraído y fascinado siempre la idea del Sur; un sur casi metafórico, idílico, símbolo arcádico, por así decirlo, del cálido paraíso y del mítico refugio (un poco como en “El Archipiélago”, del romántico alemán Hölderlin). Los hombres del norte siempre nos hemos sentido atraídos por ese mítico Sur, como por un imán. Uno de los primeros poemas que publiqué en mi vida, en Málaga curiosamente (que es donde está basada la editorial ZUT), se titula precisamente ‘El Sur’.
Se trata de un libro de escritura muy cinematográfica.
Lo “vi” en cine desde la página uno. También en cómic (que no deja de ser cine en papel; ahí están las story boards, génesis de todo proyecto cinematográfico). No es que yo escribiera pensando en una posible adaptación futura al cine, cosa que a todo esto estuvo a punto de ocurrir, porque el director Enrique Urbizu quedó fascinado por la novela, y llegamos a redactar un tratamiento o pretratamiento de guión, hasta que el productor Andrés Vicente Gómez nos echó un jarro de agua encima… Pero como iba diciendo: no es que yo escribiera el libro pensando en su adaptación al cine, sino que ya desde el principio lo que estaba haciendo era escribir una película que tenía, de cabo a rabo, en la cabeza. Quería velocidad, impacto, imágenes fulgurantes, estallidos de violencia visual a lo John Woo… Lo estaba viendo. Lo veía. VEÍA la escritura.
Es una obra brutalmente violenta.
Sí. Es o pretende ser lo que llaman un “revulsivo”: bomba de mano devuelta contra reembolso al mundo de la “malvada muchedumbre” de la que hablaba Fernando Savater. En la entrevista que en su día me hizo Rosa Mora, de “El País”, con motivo de la publicación de la primera versión de esta novela, la periodista afirmaba, parafraseando mis propias palabras: “Roger Wolfe escribe para defenderse del mundo”. Bueno, más o menos era algo así. Mi escritura tiene mucho de autodefensa, y de terapia. Cioran hablaba de la escritura como terapia. “El Sur es un sitio grande” humaniza o intenta humanizar (siguiendo la frase de Goethe, que también ha sido acertadísimamente aplicada a la obra del norteamericano Hubert Selby) por el dolor. Es una novela catártica; un emético emocional.
¡No me sorprende que hubiera reparos para rodar algo así! [Risas.]
Bueno, a mí tampoco. Pero se han rodado y continúan rodando películas mucho más violentas, solo que es una violencia de plástico, de pega, de pacotilla efectista. La violencia profunda de mi novela es mucho más perturbadora; cierto es que tiene un nivel de “casquería” y sangre; pero el nivel más turbador, y más peligroso y desasosegante, es el nivel profundo, de “temor y temblor” psíquicos.
En “El Sur es un sitio grande” hay pocas diferencias entre la depravación asesina de su protagonista y sus antagonistas.
En realidad no se salva nadie, excepto los perros. Los perros son lo único bueno que hay en la novela; y la Puri, que es un ángel venido del cielo para redimir al Samurái sin que él lo sepa. De hecho es él quien sale a buscarla y no sabe muy bien por qué. El final de la novela es el arranque de otra novela que espero escribir. “El Sur es un sitio grande” es la primera parte de lo que tenía planeado como trilogía narrativa, pero muy suelta, un poco al modo —salvando todas las distancias— del famoso tríptico de Ernesto Sábato (“El túnel”, “Sobre héroes y tumbas”, “Abaddón el exterminador”); y publiqué la segunda entrega, que se titula “Fuera del tiempo y de la vida”, en el año 2000. Pero se me fue, como le ocurre al propio Sábato y como tantas veces ocurre con las novelas, por los proverbiales cerros de Úbeda. Quiero volver a ese final de “El Sur es un sitio grande” y retomar directamente la historia del Samurái y la Puri. El Samurái ha de pagar; y ha de ser redimido, muriendo y transformándose en el proceso.
Sin embargo, a lo largo de su lectura encuentro momentos de justicia dentro de la ficción. Hay mala gente que es ajusticiada.
Hay mucha gente mala en la novela, pero todos están perdidos. Aunque al final sean hijos, como se dice en una de sus páginas, de sus propios actos, porque a fin de cuentas no podemos ser otra cosa. Hay una especie de “inercia de la fatalidad” en lo que hacen; representan su papel en la pesadilla.
Es imposible identificarse con el Samurái, su protagonista. Diría que tu objetivo era que el lector lo siguiera con asco, terror y curiosidad, sabiéndose a salvo de él.
El protagonista se eleva por encima de la propia historia, creo yo. A veces lo he visto más como una presencia que como un ser de carne y hueso. Es un vengador al revés; un posible santo enajenado, un zombi del horror.
Su psique es analizada pero con cuentagotas, se da información sobre su retorcida mente pero es diseminada a lo largo de las páginas.
Quería descontextualizarlo todo lo posible. No quería darle “motivos” para hacer lo que hace; eso me parecía demasiado fácil. “El Sur es un sitio grande” se inspiró más o menos directamente en ‘El Cobrador’, el salvaje relato del veterano brasileño Rubem Fonseca. Pero el personaje de Fonseca tiene “motivos”; hay un tinte social en sus tropelías. Yo no quería un Cobrador social, nunca me ha interesado verdaderamente eso que llaman “social”; a mí solo me interesa la desnuda tragedia humana, que no es un problema de clase. Yo quería un Cobrador metafísico.
La acción tiene lugar en un futuro socialmente apocalíptico. ¿Es una herramienta útil para hacer del contexto un elemento moldeable?
Sí, también el relato quería descontextualizarlo, abstraerlo, intemporalizarlo. Hubo una época, después de publicar el libro, en que creí haberme equivocado; en que pensé que la novela hubiera quedado mucho mejor en un contexto determinado, una ciudad determinada, real, en un tiempo real: Madrid, Barcelona, París… a principios de los años noventa. Desde luego, estoy convencido que de esa manera hubiera tenido mucho más impacto comercial, como lo tuvo por ejemplo el “Trainspotting”, de Irvine Welsh, algunos años después. Pero ahora veo que no; que la acción de esa novela tenía que tener lugar en medio de una especie de nebulosa descontextualizada. Pensé mucho en la película “Blade runner”, cuando la escribí. Creo que eso se nota bastante. Volver sobre ella otra vez, más de dos décadas después, me permite comprobar que sigue teniendo un aire futurista, a pesar de que ni siquiera se manejen teléfonos móviles en la historia, por ejemplo, ¡no existían cuando la escribí!
“Quise meter mucho sexo porque el sexo es una de mis obsesiones personales; creo que el sexo es el motor, implícito o expreso, de todo lo que hacemos, y por supuesto el motor profundo del arte”
La sexualidad tiene un papel determinante. En algunos momentos es muy explícita.
En el libro quise meter mucho sexo porque el sexo es una de mis obsesiones personales; creo que el sexo es el motor, implícito o expreso, de todo lo que hacemos, y por supuesto el motor profundo del arte, y en cierto modo la otra cara de la muerte; Eros-Tánatos y todas esas cosas; la pulsión de vida y la pulsión de muerte, y todo eso que estudió Freud. Quise meter el sexo en todas sus manifestaciones; quise presentar el sexo como un “todo” y darle al mismo tiempo unos atributos de bestial frialdad mecánica, casi quirúrgica, muy pornográfica. El poco calor que hay en la novela, en punto a relaciones íntimas, aparece en momentos en que el intercambio sexual se hace etéreo y a la vez verdaderamente sensual, como en el pasaje en que el Samurái y la Puri hacen el amor por primera vez, en el baño. Ahí empieza la “redención” del protagonista. Pero el sexo funciona o pretende funcionar, en “El Sur es un sitio grande”, a modo de revulsivo añadido.
También has publicado otro libro recientemente, titulado “El amor y media vuelta” y editado como parte del número dos de la revista de poesía “La Galla Ciencia”. Es un libro de poesía muy dolorosa.
Son dos devastadores desamores, ocurridos a quince años vista el uno del otro, abisagrados por una sección de versiones de canciones, poemas y fragmentos poetizados —de tema asimismo amoroso o desamoroso— de otros autores, que hago mías. Cuando uno es feliz no escribe. O por lo menos no escribe ciertas cosas. Cuando se es uno con el mundo, con el universo, no se suele crear; la creación es desgajamiento, desgarradura. Puede ser también una celebración del gozo o la pasión religiosa, y pienso en Bach; o del puro goce de estar vivo, y pienso en el celebrado ejemplo de Jorge Guillén. Es decir, que esta contestación, esta respuesta, contiene, como la vida misma, una contradicción. Yo nunca había sido, hasta años recientes, un poeta del amor, y mucho menos del desamor. He tenido que llegar a la madurez para conocer en mis propias carnes la pasión, una pasión que de joven me pareció siempre menor, y hasta desdeñable, ¡y qué iluso era! ¡Será que siempre voy al revés! Yo soy un ser que camina al revés. En las historias que recoge “El amor y media vuelta” me estrellé de espaldas contra un muro de cemento negro. Y quedé herido, como se queda, para siempre. Recuerdo ahora, curiosamente, aquella devastadora película de Louis Malle, que todavía me pone los pelos de punta: “Damage”, titulada “Herida” en el mercado español.
Hay que ser valiente para abrirse así, ¿no? Aunque en realidad tú siempre lo eres y te abres en tu obra. ¿Es la valentía cuestión de costumbre?
En canal. A tumba abierta. Son dos títulos para la historia de mi vida. No sé ser de otra manera; aunque luego sea muy inglés, y más frío que un carámbano humano en muchos sentidos, porque los genes marcan, y la educación también. La valentía, mi valentía, surge paradójicamente del miedo. Pocos seres deben de existir con niveles de pánico metafísico como los míos. Pero el pánico confiere un valor que raya a veces en la temeridad y en la locura. Confiere también –véase Heidegger– autenticidad. La cosa es, en cualquier caso, que si nos vamos a andar con paños calientes, es mejor dejar tranquilo el arte y dedicarse a otra cosa.
En esa parte de “El amor y media vuelta” dedicada a las versiones, incluyes adaptaciones de letras de autores como Reed y Cohen. Estarás de acuerdo en que la asimilación de la obra ajena es todo un ejercicio. Y fatigoso. ¡La admiración es más fácil!
El tomar obras ajenas y hacerlas tuyas, a modo de “plagio creativo”, era lo más normal del mundo en tiempos de Garcilaso y de Gutierre de Cetina, el Siglo de Oro español, la época isabelina en Inglaterra (Shakespeare mismo era un consumado y genial “ladrón”), cuando el concepto de autoría era diferente del que empezó a imperar a partir del momento en que la literatura se convirtió en modus vivendi bastante viable; a partir de la democratización del acceso a la letra impresa y el auge de la novela, en el siglo XIX. Para un creador, todo es arcilla moldeable; incluida la masa de otro creador. Por otra parte, todo está ya escrito y hecho en realidad; existe una teoría según la cual el arte es un gran río en el cual lo que llamamos autores no son sino áreas de “densificación” de partículas preexistentes; o una especie de gran prueba de imprenta, ya compuesta, que todos vamos corrigiendo individualmente con nuestras aportaciones. De ahí que tantas veces se diga uno “¡Eso me los has robado, cabrón!”, ante piezas u obras de otros que bien podrían haber sido propias. ¡Yo en la adolescencia llegué a creerme reencarnación de Paul Verlaine! Llevaba por otra parte su retrato en la cartera, ¡en lugar del de la novia que no tenía! [risas]. Estoy poseído por mil espíritus. En cualquier caso, y volviendo a tu pregunta, creo que el poema ‘Reina Victoria’, por ejemplo —la versión del poema y también canción de Cohen, ‘Queen Victoria’—, es una de las piezas más espeluznantemente bellas de “El amor y media vuelta”. En música es habitual versionar; hacer homenajes, que en ciertos casos pueden llegar a superar, de alguna manera, las versiones originales, Johnny Cash, en las “American recordings” sobre todo, es un clarísimo ejemplo. Eso es algo que a mí también me encanta hacer en mi obra; un modo de volver, una y otra vez, a mis figuras y fuentes favoritas de inspiración, a mis focos de confluencia, a obsesiones compartidas con figuras como las de Lou Reed y Leonard Cohen, que tanta vida me han dado y me dan.