Franz Ferdinand
Tonight: Franz Ferdinand
DOMINO/PIAS
Tomando impulso en la marea punk funk auspiciada un par de años antes y disolviendo de un plumazo las ansias de retorcida autoconmiseración exhibidas por el pop británico del momento, los escoceses Franz Ferdinand pusieron el mundo patas arriba hace casi cinco años con su álbum de debut. Desde entonces, han marcado tendencia, han dictado la pauta a seguir por decenas de émulos y han logrado que el rock de esta segunda mitad de la primera década de siglo se escriba, mayoritariamente, con caracteres que conjugan el aprecio por las guitarras contundentes con una descarada orientación a la pista de baile. Y eso, con todo lo que ello conlleva de saludable ausencia de pretenciosidad (¿necesitaba el mercado más imitadores de Radiohead o Coldplay?), no puede ser más que positivo.
Por si fuera poco, la de Alex Kapranos es, en estos tiempos de sensaciones fugaces y “one hit wonders”, una de las escasísimas bandas de nueva generación capaz de facturar una reválida a la altura de su fulgurante debut. Y, por fortuna, también andan por ahí los tiros de su tercer largo: no encontrarán aquí otro “Take me out” u otro “Do you want to”, hits absolutamente concluyentes, pero no es menos cierto que el listón exhibido en sus dos anteriores entregas se mantiene erguido con este Tonight: Franz Ferdinand. Desde el trallazo de “Ulysses” hasta la refinada “Katherine kiss me” (única veta acústica, ya como desengrasante final), pasando por la festiva “No you girls” (lo más cercano a un single de éxito), la delicada “Send him away” y sus coqueteos finales con sonoridades cálidas, la impetuosa “Bite hard” y sus teclados gomosos, la pegadiza “What she came for” y sus enloquecidos juegos de guitarra , el pulso abiertamente funk de “Can’t stop feeling”, y, sobre todo, la desatada psicodelia electrónica de los casi ocho minutos de “Lucid dreams”, el mayor punto de fuga hasta ahora en la carrera del cuarteto. Y es que, en ausencia de novedades relevantes en el capítulo de la composición, la nota de frescura recae, por fuerza, en el mayor protagonismo de un factor electrónico que denota a las claras que ahí siguen, fieles a su cruzada por ser lo que en un principio se propusieron, una banda para hacer que las chicas bailen. Claro que, si todo se redujera a eso, nadie les podría exigir esa consistencia que llevan unas cuantas temporadas exhibiendo.
CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Antony and the Johnsons
The crying light
SECRETLY CANADIAN
Veda abierta a la sinceridad: En parte deseaba que Antony hubiera parido un disco experimental y complejo, un trabajo que le alejara del torrente “fashion” en el que se ha visto inmerso desde que su anterior referencia se convirtiera en la sensación de la temporada. Habría estado bien disfrutar de la reacción contrariada de sus seguidores más esnobs ante un hipotético Metal machine music firmado por el ambiguo inglés (neoyorquino de adopción). En cualquiera de los casos, esto no ha sido así y lo que Antony y sus Johnsons presentan es una colección de canciones continuistas respecto a su predecesor, I’m a bird now. Aunque eso sí, ¡qué canciones! La voz del caballero estremece como nunca en canciones cargadas de líneas vocales complejas que sólo un superdotado como él puede entonar.
Hermoso sería el mejor adjetivo para calificar The crying light, un disco que sigue bebiendo del soul, del jazz vocal, afluentes que desembocan en la fuerte emotividad de Antony como intérprete y como privilegiado autor. Su sensibilidad especial es la clave para acceder a él, a cada una de sus suites (¡esto son más que canciones amigos!) y a su propio mundo, un mundo marcado por la melancolía y hermosura. Es sencillo: el disco se hace querer, literalmente.
Al margen de masificaciones, es agradable contemplar que una propuesta tan especial y delicada como la de Antony haya encontrado un espacio comercial en el que sobrevivir. Han pasado ya muchos años desde que el maestro Lou Reed lo presentara en sociedad en The raven y a día de hoy aquí lo tenemos. Realmente hay que alegrarse de que sea capaz de mantener su línea de trabajo presentando obras de calado como este The crying light. Al fin y al cabo, ¿quién soporta Metal machine music?
JUAN JOSÉ ORDÁS FERNÁNDEZ.
Scarlet’s Well
Gatekeeper
SIESTA
Gatekeeper es una caja de sorpresas. Colocas el disco en el reproductor y… ¡zas! Suena “This the story of my life”, una pegadiza tonada folk-pop que esconde una letra de irónica truculencia cantada por Bid, ex Monochrome Set, líder de esta formación de ocho músicos en la que se incluyen violinistas y acordeonistas. ¡Joder! ¿Será todo así? Efectivamente, la cosa no decae con los aires épicos de “Golden is beautilful”, el segundo corte en el que canta Alice Healey, la vocalista femenina de la formación. En el tercero, “Piepentube”, el pop triunfa sobre el folk…
Ninguno de los temas de Gatekeeper tiene desperdicio en lo musical por su perfecto ensamblaje, misión harto difícil en un combo tan numeroso. Mención aparte merecen las letras llenas de referencias literarias, descripciones, sorna y excentricidad. Este octavo LP de Scarlet’s Well es como una de esas botellas de vino tinto que, una vez abiertas y en contacto con el aire, desprende olores y sabores diferentes con el paso de los minutos. Cada canción de Gatekeeper tiene su aroma, su gusto, sus taninos e incluso su color. Es un pequeño tratado de enología musical en forma de humilde disco compacto. Hay que probarlo para comprenderlo.
ÀLEX ORÓ.
Attic Lights
Friday night light
UNIVERSAL
Se hace difícil hablar de un disco en el que nada sorprende ni llama al análisis. Un disco en el que no existe ningún aspecto que no hayan urdido antes miles de grupos afines a ese sonido. Y los primeros, los Teenage Fanclub de su productor y paisano en Glasgow Francis McDonald, que les presta puntería y efectividad.
Bien, allá vamos, Attic Lights, quinteto de cinco jovenzuelos que llevan un par de años largos lanzando singles en los que vuelan unas guitarras que inflaman a las melodías. Toman como valor la sencillez y como plantilla la maestría de unos Beach Boys envueltos en un muro de sonido o de unos Beatles intentando esbozar canciones. “Nothing but love” es en apenas cuatro minutos una vasta enciclopedia de casi todo lo que ha supuesto la historia del pop. Y reiteran en cada melodía el detalle que hace sonreír al reconocerla. Sucede en “Wendy” que se guía por la matemática de los Raspberries y por esa capella que alarga el corazón esperando que entren de nuevo los instrumentos. O en “The dirty thirst”, con esa voz levemente nasal de Kevin Sherry que acomoda un medio tiempo “bubblegum” y chispeante. O en esos paisajes claros y certeros de “Last night sunshine” que pueden recordar tanto a los Bee Gees post-disco como al pop soleado de la California suave.
Sea como sea, es un disco que crece a cada escucha y en el que las canciones salen disparadas en direcciones divergentes para volver a un mismo centro. Ese en el que el pop vuelve a ser algo emocionante y juvenil. Y ahí se clavan.
CÉSAR PRIETO.
Joshua Redman
Compass
NONESUCH/WARNER
Tras una grabación aparentemente accesible como Back east (2007), llega este nuevo trabajo del saxofonista californiano, mucho más arriesgado ya incluso desde la propia composición de su armazón de ejecutantes. Brian Blade y Gregory Hutchinson, por un lado, y Larry Grenadier y Reuben Rogers, por otro, se alternan a la batería y al bajo, respectivamente, y llegan incluso hasta a tocar juntos (en cinco de las trece piezas).
La prueba de que no había ni mapa ni folleto de instrucciones cuando entraron en el estudio está en la pieza que lo abre, “Uncharted”, una improvisación sin reglas de juego que marca un lenguaje para el resto del álbum. El empeño físico da sus frutos y hace diana con un sonido más introspectivo de lo que cabría esperar para el tipo de exploración que pretenden (en el fondo, la marca del propio Redman). Salvo alguna que otra colaboración, todas las composiciones son suyas. Pero la palma se la lleva “Moonlight”, en la que se atreve con el primer movimiento de la “Sonata de medianoche” de Beethoven, cuya complejidad ha exigido de la participación del “doble trío” al completo.
Los músicos de jazz están por lo general sometidos a un movimiento pendular que les va llevando alternativamente de un extremo a otro en la necesidad de exigirse más de sí mismos (aún a riesgo de resultar opacos para audiencias mayoritarias con discos complicados), y es justo aquí donde se encuentra ahora Joshua Redman.
GERNOT DUDDA.
El Combolinga
Mira qué bien
VENTILADOR
Cuando El Combolinga debutó hace una década con un disco homónimo, expresiones como “mestizaje”, “rock latino” o –más ambiguo todavía– “carácter latino” emergían en el mercado con una pequeña hornada de grupos a la cabeza que ha ido creciendo hasta hoy. El Combo apareció entre las filas de una nueva generación de músicos que apostaba por referentes como Pata Negra y Veneno, Gato Pérez, Mártires del Compás, Radio Futura o Mano Negra. Sin embargo, y por fortuna, la banda ha querido dar una nueva vuelta de tuerca a su sonido en su cuarto álbum de estudio, Mira qué bien. El grupo se ha emborrachado de raíces negras y ahora empapa de funk muchas de sus nuevas canciones. Así lo demuestra el tema que da título al disco. El Combo defiende las ganas de vivir y echar “pa’ lante” a base de rumba-funk y con la colaboración de Bebe en las voces. El hijo bastardo del soul vuelve a aparecer, pero esta vez hermanado con la samba y el rap, en el canto optimista para perdedores de “Celébrala”.
La banda ofrece nuevos cruces de caminos. El primer single, “No corras tanto”, nos ofrece un viaje desde las arenas de Sonora hasta las del Sáhara, mediante armonías árabes y guitarras slide a lo Ry Cooder. Los senderos sonoros continúan encontrándose en el funk ibérico con guiños brasileiros de “Daquipayá” –uno de los tres textos del álbum compuestos por el letrista de La Shica, Luis Domercq–, la rumba-disco-funk “Que corra el aire”, y “Olivar”, quizás la auténtica joya del álbum. Con una letra costumbrista dedicada al barrio de Lavapiés, “Olivar” sugiere un interesante híbrido entre el neo-folk de Devendra Banhart y los tanguillos. Hermoso.
También hay boogaloo vacilón en “Anda que no”, tropicalismo y reggae en “Estilo pixinguinha” y un curioso divertimento del grupo: adaptar a su registro la monumental “Crosstown traffic” de Jimi Hendrix. En definitiva, El Combolinga vuelve a tirarse al ruedo consiguiendo mezclar nuevos ritmos y mantener su sello personal. Y eso no suele ser fácil.
JULIO RÓDENAS.
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REEDICIONES
Robert Wyatt
Rock bottom
DOMINO/PIAS
Conmueve la imagen de un Robert Wyatt solo, en una isla de Venecia, en invierno de 1972, jugueteando con un teclado portátil de extraño vibrato, elaborando el boceto de lo que sería este Rock bottom, mientras su mujer, Alfie, participaba en el rodaje de aquella película de Nicholas Roeg. Conmueve la imagen de un Robert Wyatt mirando al aire allí donde no hacía mucho se levantaba el edificio de 21 pisos de Harrow Road donde la pareja vivía y que acaba de ser demolido. Conmueve la imagen de un Robert Wyatt que sobrevive a una casi fatal caída de un cuarto piso que le chasca la columna y las dos piernas y le confina a una silla de ruedas de por vida.
Sólo dos años en la vida de un hombre, pero probablemente los dos años más traumáticos y duros que el ya ex batería –por fuerza mayor– de Soft Machine y Matching Mole ha podido sufrir nunca. Demasiada leña como para no acabar con ella en el contenido de un nuevo álbum, éste, que vería finalmente la luz el 26 de julio de 1974. Demasiada leña como para no hacer de él una obra delicada y vulnerable, melancólica y triste, con un muy sutil tratamiento de los teclados y rodeado de músicos afines que le pudieran sacar la espina que llevaba clavada desde su salida de Soft Machine.
Lo produce su amigo Nick Mason, a la sazón batería de Pink Floyd, y cuenta con Richard Sinclair y Hugh Hopper en el bajo, Laurie Allan a la batería y Mongezi Feza a la trompeta. El mayor número de músicos se lo lleva la pieza “Little red Robin Hood hit the road”, que llega a contar, además, con la viola de Fred Frith y hasta con la guitarra de un revelador talento como Mike Oldfield.
Pero lo más importante está en su voz, en esos dolorosos “murmullos” que el propio Wyatt considera un instrumento más, su propia trompeta, alejada del jazz experimental pero participada de su misma magia seductora.
El disco parece quedar incompleto sin su correspondiente “hermano gemelo” en directo, que es Robert Wyatt & Friends in concert, el documento de su presentación en vivo el 8 de septiembre de ese año en el Theatre Royal Drury Lane de Londres, con John Peel de anfitrión y con la participación de todos los músicos del álbum ofreciendo una visión más punzante y progresiva de piezas como “Sea song”, “A last straw” o “Little red riding Hood hit the road”.
Es el comienzo de su eterna introspección; un fenómeno en el que sigue activo 35 años después y que nos tiene verdaderamente hechizados.
GERNOT DUDDA.
The Nerves
One way ticket
ALIVE RECORDS
Esta es la historia de aquello que pudo haber sido y no fue. Nunca una banda con tan sólo un EP editado ha dado tanto que hablar. Y no es para menos. The Nerves estaban formados por Peter Case (bajo), Jack Lee (guitarra) y Paul Collins (batería), ese maestro del power pop que pasa largas temporada en España. El grupo se formó en 1975 con la intención de emular a las grandes bandas de pop de los sesenta, algo que en ese momento era “rompedor” (sólo hace falta buscar las listas de ventas de la época para ratificarlo). En el 76 grabaron su único disco: un Extended Play que incluía cuatro temazos mayúsculos: “Hanging on the telephone” (sí, la canción que popularizó Blondie pero que compuso Lee), “When you find out” (Case), “Working to hard” y “Give some time”. En el 78 se separaron. Peter Case fundó The Plimsouls, Paul Collins dio forma a The Beat mientras que Jack Lee, al que todos auguraban un gran futuro, grabó tan sólo un disco que pasó desapercibido.
Con el paso de los años, el EP original de The Nerves se ha convertido en una pieza cotizadísima del coleccionismo musical de la época. El disco ha sido reeditado por algún sello especializado en “bootlegs” en alguna ocasión. Por eso debemos congratularnos de que Alive Records reedite por primera vez (en CD y vinilo amarillo) las viejas grabaciones de Collins, Case y Lee.
One way ticket incluye los temas del EP, las canciones que tenían que formar parte de su segundo siete pulgadas, maquetas y grabaciones en directo. De los cuatro primeros, poca cosa queda por decir. Son el manual de instrucciones para cualquier grupo de power pop. Lo tienen todo, todo: estribillo, fuerza, melodía, gancho… “One way ticket” y “Paper dolls” eran los temas destinados al single y, el primero sobre todo, otras dos piezas maestras del género. “Walking out of love”, la grabaron Collins y Case, tras separarse de Lee bajo el nombre de The Breakaways. Quien haya seguido la carrera de Collins, recordará que el tema forma parte del cancionero de The Beat, el primer LP con su nueva banda y que, aún hoy, es uno de los temas claves de su repertorio. “It’s hot outside” es un tema que Lee grabó en solitario tras separarse, por diferencias musicales, de los dos tercios restantes de The Nerves, mientras que “Things of the past”, es uno de los temas seminales de Case con The Plimsouls que ya le acompañan en esta grabación. Todos estos son los temas incluidos en la primera cara del disco. En la segunda encontramos dos demos que apuntan maneras: “Many roads to follow” (Collins y Case) y “Stand back and take a good look” (Lee), que nos dejan la boca salivando pensando en qué se hubieran podido convertir. El resto del disco se completa con una grabación en directo de 1977 en la que The Nerves interpretan un ramillete de canciones de Lee. Es una lástima que no se haya podido mejorar el sonido de estos temas, aunque los aullidos y ruidos que desprende el disco nos dan una idea de lo intensos que debían ser los conciertos del trío norteamericano.
ÀLEX ORÓ.
Para consultar el Rockola de la semana pasada, pincha aquí.