FONDO DE CATÁLOGO
«Guitarras acústicas, baladas a corazón abierto, algún arranque eléctrico y romanticismo en el más amplio sentido de la palabra»
Jacobites
Robespierre’s velvet basement
Glass Records, 1985
Texto: FERNANDO BALLESTEROS
Los Jacobites, amigos. Nikki Sudden y Dave Kusworth, casi nada. Dos malditos, ya lo ven, apenas una línea escrita y ya ha salido la palabra de marras. Era inevitable, ese malditismo, la sensación de que el talento que atesoraban no tuvo la recompensa del reconocimiento merecido, siempre les acompañó. Y ellos parecían condenados a cultivarlo.
Tomaremos a Nikki, como punto de partida de esta bonita historia. Su trayectoria, su carrera –prolífica, a pesar de los obstáculos– siguió una evolución ciertamente curiosa. Porque todo esto comenzó con los Swell Maps, por unos parámetros muy distintos a los que iban a marcar su sonido durante las tres décadas siguientes. Los Maps, formados junto a su hermano Epic Soundtracks, cuya posterior obra en solitario merece capítulo aparte- se movían por territorios que, partiendo de algunas referencias rockeras que siempre iban a estar ahí, llegaban a un peculiar post punk que les granjeó un notable predicamento en los circuitos independientes. Eran caóticos, nerviosos y, sí, raros. También fugaces, pues en 1980, tres años después del comienzo de aquella inicial aventura de juventud, decían que hasta allí habían llegado.
Nikki y Dave, el encuentro de dos almas gemelas
Fue en 1980 cuando Nikki se cruzó por primera vez con Dave Kusworth. Hubo química entre ellos desde el primer momento, tanta que llegaron a un acuerdo tácito: si los Subterranean Hawks, el grupo de Dave, se separaban, harían algo juntos. Y dicho y hecho. Ya durante las sesiones de The bible belt, disco solista de Nikki, unieron sus fuerzas. De allí proceden algunas de las canciones del que terminaría siendo el debut de los Jacobites, publicado en marzo de 1984. Todos los referentes que marcaron su discografía ya se encontraban en aquella grabación. La fórmula, eso sí, todavía podía mejorar y ellos se encargaron de demostrarlo al año siguiente con Robespierre’s velvet basement, un grandísimo disco.
Son muchas las sensaciones que transmite el álbum. Se respira la decadencia, pero también la magia de los sonidos que beben directamente de los grandes nombres a los que las dos cabezas creativas admiraban. Su imagen era distinta y poderosa. Y, sobre todo, es que era mucho más que imagen. Sus ropas, su forma de presentarse, formaba parte de ellos, no era un adorno. No había nada de artificial.
La formación, en 1985, se completaba con Epic Soundtracks en la batería y Mark Lemon en el bajo. No había en aquellos Jacobites ni rastro de los comienzos de Nikki y Epic. Aquí, lo que se respiraba era puro clasicismo rockero, de ese que remite directamente a nombres como los Stones, Neil Young, Big Star… En fin, pongan aquí el peso pesado que se les ocurra y, seguramente, haya algo de su espíritu en estos surcos.
Guitarras acústicas, baladas a corazón abierto, algún arranque eléctrico y romanticismo en el más amplio sentido de la palabra, el que manejaba Sudden en una entrevista en Factory, allá por el 95, en la que venía a decir que «no es un elemento puramente estético, sino algo que tiene que ver con la forma en que piensas, con vivir de la manera que has elegido, con dejarte las energías en aquello que te gusta y, de soslayo, con la forma de vestir». Ni remotamente podría haberlo explicado mejor que el propio protagonista.
El estudio de Bob Lamb, en Birmingham, fue el escenario de unas sesiones que sus protagonistas siempre recordaron con mucho cariño. Contaron en ellas con la alineación titular que formaba el cuarteto y la ayuda de compinches como Lizard, Andy Wickett y Tyla, con quien Dave había coincidido en una primeriza formación de los Dogs d’Amour.
“Big store”, de los Subterranean Hawks, es la encargada de abrir el disco y, desde ese momento, lo que se produce es un desfile de emociones que, lejos de pasar de largo, dan media vuelta y se quedan con nosotros. “Snow white” presenta a Kusworth con esa sensibilidad que enamora al micro y la línea del elepé ya no se va a mover mucho de ahí, con Dave y Nikki alternándose en protagonismo compositivo y en las tareas vocales. La primera canción que lleva la firma de Nikki es “When the rain comes”, en la que le canta a la heroína. Y sabía de lo que cantaba.
El trabajo de las densas guitarras de “Where the rivers end” es pura poesía, en una obra que, a pesar del discurrir durante la mayor parte de su minutaje por caminos tranquilos, tiene de todo; también canciones de esas que buscan y encuentran un estribillo lleno de brío, como “Pin your heart”. Dominan, en todo caso, los medios tiempos y la sensación de que, por muy largo que sea el disco, aquí no sobran canciones. El conjunto tiene un encanto del que es imposible escapar. “Robespierre’s velvet basement” es una de esas joyas que seguirá siendo descubierta por fans del rock and roll dentro de varias décadas. Y seguirá conquistando gracias, entre otras cosas, al embrujo discretamente pop de “Every girl” y su perfecta sencillez. Me podría detener en cada canción, y son muchas, pero no puedo dejar pasar dos de esas creaciones de Kusworth que ponen los pelos de punta: “It’ll all end up in tears” y “Hearts are like flowers”. En un disco plagado de derrotas, es imposible que no aparezca el espíritu de Johnny Thunders. Y no será la última vez. Si lo dudan, escuchen “If I’m crying”.
“All the dark rags” reúne, en sus cinco minutos, casi todas las virtudes del disco; y si buscamos guitarras acústicas que huyen del paisaje general y cabalgan con una buena melodía animada, ahí tenemos “Country girl”. Todo esto lo escribo con el disco de fondo. Si mañana repitiera la operación, seguramente, saldrían otros títulos y estos que escribo hoy, pero también otros adjetivos. Es lo que tienen las obras maestras.
Originalmente planeado para ser un doble elepé, Glass Records terminó recortándolo por motivos económicos y editándolo en formato sencillo y con catorce canciones. Con el paso de los años, las reediciones nos permitieron escucharlo tal y como había sido concebido inicialmente, así que en 1993 disfrutamos, por primera vez, de todas las canciones que habían salido de aquellas mágicas sesiones. No fue el único contratiempo que tuvieron que capear los Jacobites antes de que el disco llegara a las tiendas. Eloy Pérez, cuenta en Nikki Sudden: El blues de la Revolución Francesa, un libro imprescindible para cualquier fan de la banda, que cuando le llegó una copia del disco a Nikki, su decepción fue mayúscula. Las guitarras acústicas no sonaban como en las cintas del estudio, de manera que preguntó si se podría prensar de nuevo pero, otra vez, chocó contra las estrecheces económicas porque en el sello le dijeron que eso sería muy caro y desecharon la posibilidad.
Una obra maestra publicada y una historia interrumpida
Y una vez en las tiendas, ¿qué pasó con el disco? Pues en lo comercial, poca cosa. Buenas críticas, la consolidación de una no muy numerosa base de fans que crecería con las siguientes giras, también de forma modesta, y la certeza de que allí había talento para seguir grabando grandes obras. Pero la historia de Jacobites estuvo llena de idas y venidas. De esas que nunca son definitivas, porque nada lo era en el mundo de estos dos outsiders del rock and roll. Tampoco la estabilidad fue el motor de sus vidas. Con todo ello, más algún exceso y una forma de vivir su pasión que se alejaba de lo convencional, tuvieron que lidiar para ir redondeando una preciosa carrera de obstáculos. Kusworth dejó el grupo a principios de 1986 para continuar su carrera en solitario y Nikki, que vivía por aquel entonces en Hamburgo, siguió adelante en solitario, siendo los Jacobites, sin Dave, algo así como una banda de acompañamiento de sus andanzas por los escenarios o en sus siguientes grabaciones para Creation. Hasta 1993 no volvieron a unirse Nikki y Dave. Y de allí saldrían, otra vez, muy buenos discos, como Old Scarlett, que es una maravilla; Howling good times, que es algo más irregular y, sobre todo, God save us poor sinners, su obra más rockera, con guitarras fuertes y mucha garra. Fue el último. No hubo más, aunque ambos tenían previsto volver a grabar juntos. En una de sus últimas entrevistas, se lo leía a Nikki. Lamentablemente no pudo ser.
Los Jacobites nunca tuvieron el viento a favor. Y eso que la escena del rock les respetaba, y mucho. Tampoco les faltó la admiración de compañeros más acostumbrados a disfrutar las mieles del éxito. En Heart of hearts (The spanish album), en el que recogían canciones de discos anteriores, estaba incluida “Liquor guns and ammo”, un tema que había surgido de la relación de Nikki con los miembros de REM, especialmente con Peter Buck, que admiraba su trabajo. Precisamente, tras una noche de borrachera con él y con Kevin Kinney, de Drivin’ n’Crying, y en plena resaca a la mañana siguiente, compuso una de las cimas de su carrera, escuchada inicialmente en The jewel thief, su gran disco de 1990. También cantó con Jeff Tweedy en la dylaniana “Farewell my darling”, de su notable Red brocade (1999), y con el Waterboy, Mike Scott. Y con muchos más, también con alguno de sus héroes, porque nunca paró.
Hasta el 26 de marzo de 2006 cuando, con 49 años de edad, le encontraron muerto en la habitación del hotel de Nueva York en la que pernoctaba tras el concierto de la noche anterior, en el Knitting Factory. Los Jacobites ya eran historia. Dave tampoco paró nunca, más allá de las desapariciones y regresos del grupo, fue tejiendo una carrera que era la suya con acompañantes como los Bounty Hunters o los Tenderhooks. Sus últimos años estuvieron marcados por su amistad y su fructífera relación con Los Tupper. Con los cántabros actuó y grabó hasta el final, demostrando que, por encima de sus condiciones físicas, que ya no eran las mejores, seguía mereciendo la pena verle sobre un escenario o escuchar sus demostraciones de sensibilidad rockera en forma de canción.
El 19 de septiembre de 2020, moría Dave. La noticia no hizo mucho ruido ni ocupó grandes titulares. Alguna nota breve y mucho respeto de unos seguidores que sentían que dejaba un hueco muy grande. Porque se marchaba uno de los últimos supervivientes de una estirpe que parece extinguirse. Artistas como él, como Nikki o como Epic Soundtracks, que se había ido antes, en 1997; que disfrutaron su pasión por el rock and roll al cien por cien, que vivieron dentro de ella, en un mundo aparte, que no parecía pertenecer a un lugar o a una época concreta. Que crearon unos personajes que, en realidad, no lo eran. Porque lo que escuchábamos en sus discos, lo que se veía en sus conciertos, lo que decían en sus entrevistas, no era parte de su trabajo, ni una pose, ni una afición que en ocasiones les daba para ganarse el pan y el vino a duras penas. Era su vida.
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Anterior entrega Fondo de Catálogo: That’s the way it is (1970), de Elvis Presley.