«Repasando los primeros discos eléctricos de Dylan, parece que Robbie fuera su sombra, su alter ego, siempre preciso y discreto»
Luis Lapuente despide con honores a Robbie Robertson, guitarrista, compositor y cofundador de los añorados e históricos The Band que falleció este miércoles.
Texto: LUIS LAPUENTE.
Cuando Bob Dylan se planteó grabar el doble elepé Blonde on blonde (1966), el productor Bob Johnston se llevó al cantante a Nashville con la condición de que fueran con él dos músicos que consideraba imprescindibles, Robbie Robertson y Al Kooper. Este último recuerda la experiencia: «Los tres (Bob, Robbie y yo) éramos un trío realmente extraño de ver en tierra de rednecks, fuimos puestos en manos de Lamar Fike, uno de los guardaespaldas más apreciados por Elvis Presley, quien había gozado de sus servicios. Lamar tuvo que sacarnos de apuros a Robbie y a mí en un par de paseos solitarios que dimos por Nashville; a mí, en una tienda de discos y a Robbie, en un bar. La gente quería pegarnos solo por el aspecto que teníamos». Kooper y Robertson participaron en las primeras actuaciones en territorio americano del Dylan eléctrico, hasta que el bueno de Al se enteró de que una de las ciudades previstas en la gira era Dallas: «Entonces decidí abandonar. Pensé que, si aquella gente había matado a alguien como el presidente Kennedy, serían capaces de hacerle cualquier cosa a un tipo como Dylan. Me entró pánico y me largué a casa».
Pero Robbie Robertson siguió allí; repasando aquellos primeros discos eléctricos de Dylan, parece que Robbie fuera su sombra, su alter ego, siempre preciso y discreto, como esos elegantes solos de guitarra que le ganaron el sobrenombre del guitarrista matemático, un tipo que jamás perdía la compostura ni se dejaba amilanar por las alharacas y el disgusto de los viejos admiradores del que fuera considerado la gran esperanza blanca del folk comprometido. Robbie se había curtido en el frío de su Toronto natal en el seno de una familia racialmente mixta, y ese clima y ese entorno le enseñaron el valor de la prudencia y la calculada introspección. Jaime Royal Robertson nació el 5 de julio de 1943. Su madre, Rosemarie Dolly Chrysler, era una indígena canadiense de ascendencia mohawk (mohicana) y cayuga que se casó con un militar canadiense llamado Jim Robertson, después de que muriera asesinado el padre biológico de Robbie, un tahúr de ascendencia judía llamado Alex Klegerman, que no llegó a conocer a su hijo.
Lo recuerda en Testimonio (Neo Person, 2017), su celebrada autobiografía, al hablar de su madre: «El hecho de que fuera muy guapa y pudiera pasar por una mujer blanca bronceada resultó de gran ayuda»; también le contaron a Robertson «la historia de un niño al que encontraron en los baños intentando eliminar su piel india con un cepillo de púas de acero». Pero el sueño de aquel niño tímido y ambicioso enseguida pasó por el rock and roll. Muy cerca de Toronto, en Ontario, otros tres jóvenes canadienses crecían, como su compatriota Robertson, fascinados por la música que llegaba a sus receptores de radio desde la poderosa emisora de Nashville WLAC, esa mezcla irresistible de rhythm and blues secular (Sam Cooke, Ray Charles, Ike Turner), country mestizo y góspel profundo que también impregnó el destino artístico de numerosos artistas blancos y negros de la América Profunda. Sus nombres: Garth Hudson (1937), Richard Manuel (1944-1986) y Rick Danko (1943-1999).
En 1961, el destino de los cuatro canadienses se cruzó con el de un baterista de Arkansas llamado Levon Helm (1940-2012), que acababa de establecerse en Toronto al frente de la banda de acompañamiento del cantante de rockabilly Ronnie Hawkins. Conocidos al principio como Levon & The Hawks, los cinco músicos aprendieron enseguida los secretos del rock and roll del mejor modo posible, recorriendo el circuito de bares y clubs nocturnos desde Canadá hasta Texas y California, mezclando habilidades e influencias en una pasmosa coctelera que se alimentaba igual del blues de Sonny Boy Williamson que del rhythm and blues ahumado de Memphis (Bo Diddley, Rufus Thomas) y de géneros y ritmos aún más añejos, como la polka y el jazz, favoritos del virtuoso organista Garth Hudson. Fue Robbie quien se obsesionó hasta la náusea con esos sonidos, como indica el escritor Miguel López en su espléndido libro Imposible vivir así: The last waltz (Sílex, 2016): «La sacudida que recibe Robertson al llegar al sur es tan brutal que la afición musical cambia de dimensión. Dedica horas y horas del día y de la noche a practicar con la guitarra como un poseso. Su técnica experimenta un crecimiento vertiginoso y se somete a una autopresión enorme. En su cabeza entra además una idea que conserva toda su vida: “La tierra hace la música”».
Enseguida, su nombre y el de sus compañeros se unió al de Dylan, a quien conocieron por un amigo de su mánager, Albert Grossman, y, rebautizados como The Band, crearon una música única entre 1968 y 1978, quizá el retrato más certero del sueño y el imaginario norteamericano, una brillante anomalía en las antípodas del pop grandilocuente y del rock psicodélico imperantes en aquella época de transición: como aquella maravillosa película de John Ford (El gran combate, 1964), los discos y los conciertos de The Band evocan paisajes abiertos, sentimientos de comunión con la naturaleza, emociones telúricas y raíces profundas, un formidable bagaje musical que se abre paso como uno de los grandes referentes líricos del último medio siglo.
No había líderes en The Band, o quizá sí, porque Robertson pronto empezó a imponer su talento como compositor por encima de sus compinches, como él mismo se encargó de recordar en una entrevista a Rolling Stone: «Lo nuestro es algo diferente. No entiendo muy bien cómo funciona, simplemente ocurre que es así. Cada uno de nosotros representa un papel totalmente distinto en el grupo. No hay líder, ninguno de nosotros quiere ser el líder. Yo hago la mayor parte del trabajo de primera línea, pero los demás hacen el trabajo de fondo».
Así fue al menos durante un tiempo que hoy se antoja demasiado corto. Años de intensa actividad artística, marcados por la grandeza de una serie irrepetible de álbumes magistrales (Music from Big Pink, The Band, Rock of ages), sobresalientes (Stage fright, Moondog matinee, Northern lights-southern cross, The last waltz) y notables (Cahoots, Islands). Discos a contracorriente, intergeneracionales, ajenos en el fondo y la forma al mainstream del rock de su época, como evoca el propio Robertson al referirse al tema “Tears of rage”: «Se trata del punto de vista de los padres. ¿Qué pasa si tus padres te han hecho daño? A lo mejor te lo han hecho, pero ¿y qué? Todo el mundo hace lo que puede, esté bien o mal. Estoy harto de oír siempre lo mismo, como la niña esa que se llama Janis Ian. Ya sabes, Jim Morrison y toda esa gente. Pienso que son un coñazo. Aunque esta sea su situación, ¿a quién le importa? Eso no tiene nada que ver con la música». El alma de canciones, casi todas de Robbie, que hoy forman parte indisoluble del canon del rock: “The weight”, “Chest fever”, “Up on Cripple Creek”, “The shape I’m in”, “The night they drove Old Dixie down”, “Rag mama rag”, “Across the great divide”, “The shape I’m in”, “Life is a carnival” y “King harvest (has surely come)”, entre otras.
«Los discos y los conciertos de The Band evocan paisajes abiertos, sentimientos de comunión con la naturaleza, emociones telúricas y raíces profundas»
Así se forjó la leyenda de The Band, hasta que, como tantos otros triunfadores, los cinco camaradas se mostraron incapaces de aguantar las presiones centrípetas del éxito y sus servidumbres más sombrías. En 1976, Robbie Robertson, cansado de grabar discos corales y de vivir siempre en la carretera, se arrogó el derecho a decidir por los demás para limitarse finalmente a certificar el final de un ciclo con el triple disco y el documental The last waltz. Lo apuntó Ana Aréjula en las páginas de Cuadernos Efe Eme 11: «Resulta irónico que Robbie, de origen mohawk por parte de madre, es decir, de una de las tribus de la Confederación Iroquesa, cuya Gran Ley de la Paz influyó en la Constitución estadounidense (así se reconoció el 18 de octubre de 1988), fuera el que pusiera contra las cuerdas al resto del grupo, amenazándoles con los tribunales, al más puro estilo americano de las películas con picapleitos. Robbie había decidido desmantelar The Band, hacerla saltar por los aires tras una agridulce despedida. Agridulce porque la película El último vals no deja entrever las tensiones entre los miembros del grupo que, salvo Robbie, no querían que se acabara y porque no se habría podido bailar este vals si uno solo de los integrantes del grupo se hubiese negado».
En 1993, cinco años antes de la muerte de Rick Danko y desaparecido ya Richard Manuel, Helm escribió su autobiografía, This wheel’s on fire-Levon Helm and the story of The Band, donde abundó en su visión de los problemas que condujeron a la disolución de The Band, centrando la mayoría de las culpas en el guitarrista Robbie Robertson, que «habría maniobrado primero para despojar a los demás miembros del grupo de la autoría de las canciones y habría conspirado además, con su amigo Scorsese, para hacer patente su liderazgo en las imágenes de The last waltz». Pero Levon y Robbie se reconciliaron antes de la muerte del primero, mientras el segundo andaba ya en otras historias, dando forma a sus memorias, escribiendo música para muchas películas de Martin Scorsese (Toro salvaje, El rey de la comedia, El color del dinero, Casino, Gangs of New York, Shutter Island, El lobo de Wall Street, El irlandés), colaborando en trabajos de viejos colegas (Ringo Starr, Bob Dylan, Rick Danko, Eric Clapton), produciendo a músicos tan interesantes y personales como Jesse Winchester o Hirth Martinez, coordinando la reedición de los álbumes de The Band y facturando de cuando en cuando discos majestuosos a contracorriente, como Robbie Robertson (Geffen 1987) y How to become clairvoyant (429 Records, 2011) o los extraordinarios Storyville (Geffen, 1991) y Sinematic (Universal, 2019).
Hace más de un año le diagnosticaron un cáncer de próstata, que terminó con su vida el 9 de agosto de 2023, semanas antes de que Martin Scorsese estrene su última película Killers of the flower moon, con música de Robbie. «Uno de mis mejores amigos, una constante en mi vida y en mi trabajo: siempre podía acudir a él como confidente. Un colaborador. Un consejero. Intenté ser lo mismo para él», dijo.
Tras anunciar su fallecimiento, la familia de Robbie Robertson pidió que, «en lugar de enviarle flores, se hicieran donaciones a las Seis Naciones del Gran Río, para apoyar la financiación del nuevo Woodland Cultural Center», el Museo de Branftford, Ontario, que sirve para preservar y promover la historia, el arte, la lengua y la cultura indígenas.