“Hawley se sabe parte de una cadena en la que brilla con luz propia como un eslabón más: con destellos propios, y no como un simple muro de resonancia con el que devolver el reflejo palidecido, distorsionado o irónico de toda una tradición”
El británico convenció al público de Barcelona en una noche de contrastes, entre el estrépito psicodélico y la balada crepuscular. Allí estuvo Carlos Pérez de Ziriza.
Richard Hawley
Sala Apolo, Barcelona
17 de noviembre de 2015
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Fotos: ROSARIO LÓPEZ.
Cada vez que acerca su boca al micro, hay un factor irrenunciable en todo lo que Richard Hawley aborda: es incapaz de arruinar cualquiera de sus canciones con una interpretación menesterosa. La noche del martes en Apolo exhibió un estupendo sentido del humor, solicitando al público que mantuviera silencio en algunas de esas tonadas desnudas de su último álbum que tanto sigilo requieren. Incluso bromeó con un paisano de Sheffield emboscado entre el público. Pero nada de eso le desvió ni un milímetro del noble propósito de rendir fidelidad eterna a unas canciones en las que nadie mejor que él muestra esa condición de demiurgo de sonoridades que, trasplantadas con firmeza a nuestro presente, hicieron del siglo XX el tiempo de la música popular como bálsamo sanador. Porque la gravedad de su voz puede evocar ese reguero de nombres que tanta reverencia todavía suscitan (Johnny Cash, The Everly Brothers, Scott Walker, Buddy Holly o Roy Orbison, a quien él niega), pero Hawley se sabe parte de una cadena en la que brilla con luz propia como un eslabón más: con destellos propios, y no como un simple muro de resonancia con el que devolver el reflejo palidecido, distorsionado o irónico de toda una tradición. Su composiciones no solo acompañan, sino que importan de verdad, así que se ha ganado a pulso el derecho a reiterar su propia fórmula con un disco tan apacible y continuista (con su obra previa a 2012, claro) como es “Hollow meadows” (2015). Cosas de erigirse en un género en sí mismo. De ahí seguramente proceda su proverbial aplomo.
Consciente en todo caso de que el escenario demanda un juego de contrastes, su actual gira remarca el equilibrio entre los dos extremos entre los que se ha movido desde la publicación de “Standing at the sky’s edge” (2012): las borrascas teñidas de psicodelia de aquel álbum, alborotadas sobre guitarras afiladas, y el sereno sentimentalismo que ha depurado hasta su misma esencia en su última entrega, y que incluso amplía su ámbito de intereses a temáticas tan aparentemente mundanas y distantes del “rock and roll way of life”, como es la emancipación de su hija, volando del nido paterno (‘What love means’). Porque hace tiempo que el relato del rock consolidó su crédito para compartir arrugas con su propia audiencia. En ambas lides rayó a gran altura, tanto desde el manejo de esos fogonazos de electricidad que el escenario realza como desde la distancia corta de esas confesiones que comienzan a media voz hasta rebasar la temperatura de deshielo de cualquier entraña, por imperturbable que parezca. Y entre ambos extremos, el brillo todavía cegador, de una belleza aún paralizante, de ‘Open up your door’, ‘Coles corner’ o esa intensa toma de ‘The ocean’ que había escatimado en la víspera a la audiencia de Madrid (podría aborrecerla por su inclemente demanda popular), y que obliga a recurrir a esa recurrente cursilada que dicta que hay música que parece compuesta no solo para hacer nuestra vida más llevadera, sino para hacer de nosotros mejores personas. En sus manos, lo sigue pareciendo. Porque el truco se repite, pero la magia permanece intacta.