El oro y el fango: 1977-1980, los años que cambiaron el rock español

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«Un tiempo musicalmente fascinante y revolucionario, que dejó obras deslumbrantes y de enorme consistencia que pese a no alcanzar grandes ventas ni lograr gran repercusión en su momento sí fue fundamental para asentar los cimientos de eso que podemos llamar rock español»

 

Aunque La Movida se ha llevado todos los méritos, Juan Puchades reivindica el periodo que va de 1977 a 1980 en el que, según él, el rock y el pop español cambió por completo y facilitó las cosas a lo que vino después.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

 

Con pocas semanas de diferencia, coinciden las lecturas de «Burning. Madrid», el libro de Alfred Crespo que recrea la historia de la banda madrileña por excelencia; «Ahora que me acuerdo», una suerte de memorias de Julio Castejón, de los también madrileños Asfalto; y el avance de «El libro de Asfalto», de Josemi Valle, que en breve verá la luz, y en el que narra la historia de Asfalto (y por supuesto, también la de Topo). Formaciones históricas aunque de estilos bien distintos, pero que surgieron en la misma época: en la primera mitad de los años setenta, aunque fue a finales de aquella década cuando lanzaron sus primeros elepés. Inevitablemente, se activan los recuerdos, de discos, de canciones. Además, Josemi me pide el prólogo para el suyo, lo que me obliga a reflexionar sobre lo que representaron musicalmente (y representan, que siguen en activo) Asfalto y Topo. Evoco lo que fue un periodo crucial para el rock español que, además, tuve la fortuna de vivir como oyente en mis primeros años como aficionado: el que va de 1977 a 1980 y que cambió el panorama sonoro español, aunque fuera de manera modesta pero determinante.

Esos tres años van de lo que se denominó el rollo (en su momento se escribía con dos r: «rrollo», que seguramente resultaba más enrollado) a la eclosión de la nueva ola, dos formas completamente disímiles de entender el rock, pero a las que alentó similar empuje renovador. Historias temporalmente casi paralelas pero divergentes en lo estilístico.

Si 1977 me parece el punto de partida es porque se trata del año de nacimiento de Chapa Discos, el sello que el periodista Vicente «Mariscal» Romero dirigió desde la discográfica Zafiro y que aglutinó al nuevo rock que se cocía, principalmente pero no solo, en Madrid: allí, en sus primeros años de existencia, grabaron, entre otros, Asfalto, Leño, Topo, Moris, Cucharada, Mermelada y Tequila (aunque los discos de estos acabaron saliendo en otra marca de la casa, Novola; como los de La Romántica Banda Local lo hicieron en CFE): nada que ver con el heavy con el que se ha relacionado históricamente a Chapa (eso llegaría ya en los ochenta), aquí hablamos de rock (cada uno en su onda, que no haya dudas) apegado a la calle y en cuyas letras se quiere retratar el momento, sus sensaciones e inquietudes. También ese fue el año en que, desde Sevilla, Veneno (Kiko Veneno, Raimundo y Rafael Amador) estaban alumbrando un nuevo rock que poco tenía que ver con la solemnidad fumeta de la que hacían gala Triana: si los discos de estos invitan a fumar recluido en una habitación o similar y a perderse en sus densidades instrumentales, el de los venenosos es una llamada a quemar filtros en esquinas soleadas: es la oscuridad y el recogimiento en contraposición a la luz y la alegría.

Un tiempo, como se ve, intenso. Pero todavía hay más: siguiendo en Madrid, en 1978 ven la luz los estrenos de Burning (que antes habían lanzado unos singles en inglés, pero no cuentan) y Ramoncín, también esenciales en aquel tiempo para definir el nuevo lenguaje rock en castellano y fijar una nueva estética. Y también desde Madrid, Manzanita (excomponente de los Chorbos) publica «Poco ruido y mucho duende», otra obra revolucionaria. Pero es que si bajamos hacia la costa mediterránea y llegamos a Valencia, Pep Laguarda acaba de dar forma, también en el 77, al glorioso «Brossa d’ahir» que escribe el prólogo del luminoso rock mediterrani valenciano. Y en Altea, Remigi Palmero y Julio Bustamante disfrutan ese año de unas vacaciones de trabajo de las que saldrán sus dos primeros discos (grabados en 1978 y 1980) en los que la ciudad de Valencia, la playa y la huerta local se unen como nunca antes bajo el influjo del pop hipnótico. Si seguimos hacia Barcelona, Melodrama elaboran su propio discurso nuevaolero y La Banda Trapera del Río evidencia que se puede ser punk y cantar burradas en castellano. Y en breve, Sergio Makaroff une rock argentino y nueva ola en su guiso (el primer plato, un entremés en forma de single, ve la luz en el 79), mientras que Los Rebeldes y Loquillo van modelando un rockabilly autóctono de inspiración punk; todos ellos (y algunos más) irán socavando los pilares que sostienen a la legañosa escena del jazz-rock (u onda laietana): hasta Gato Pérez, en el 78, se ha dado de baja del movimiento y reivindica la rumba catalana en comunión con la poética del rock argentino. Si hacia 1979 regresáramos a Madrid, ya veríamos a Kaka de Luxe entendiendo el punk a su modo, a Radio Futura y Los Zombies siguiendo las corrientes más avanzadas de la new wave neoyorquina, a Mamá, Los Secretos y Nacha Pop asumiendo los postulados de la británica, a Los Elegantes convirtiéndose a las creencias mod, a Paraíso yendo a su aire. Incluso en la fría León, Los Cardiacos aportan calor y modernidad, llegando a ser precursores de la independencia discográfica nacional. Acercándonos a San Sebastián, encontramos a la provocadora Orquesta Mondragón, que en sus dos primeros elepés (de 1979 y 1980) diseñó algo nunca visto por aquí. Hasta Joaquín Sabina graba en 1980 su segundo disco (el primero con sentido), en el que, con la colaboración de Hilario Camacho, prueba las bondades del folk-rock y la narración urbana, y en La Mandrágora, con Krahe y Pérez, le da una patada al formalismo de la canción de autor. Y todo esto sucede en tres años, previos a la eclosión de La Movida (su fecha de nacimiento oficial se estableció en 1982).

Las calles, en aquel tiempo, estaban tomando el rock y el pop español, dibujando un nuevo mapa de sonidos e intenciones: los hay más hippys, de dejes progresivos, más duros, más folkys, más popys, más rockeros, pero a todos les une una misma intención renovadora y el interés por cantar en nuestro idioma común (o en el autóctono, de ningún modo en inglés). La creatividad musical ha entrado en ebullición.

Bien es cierto que a muchos de los grupos citados (y estos solo fueron una parte) puede provocarles urticaria el verse relacionados con otros de los mencionados. Como es verdad que los movimientos no tuvieron que ver unos con otros (y que los de la nueva ola abjuraban de los del rock urbano y estos de aquellos), pero todos estaban alumbrando algo nuevo, aunque unos fueran más determinantes que otros (a Moris, por ejemplo, prácticamente todos lo escucharon y tuvieron como influencia más o menos esencial). Sin embargo, es incuestionable que en aquellos años, entre 1977 y 1980, todo cambió, el panorama rock sentó unas nuevas bases, y sin los que estuvieron primero los que vinieron detrás lo habrían tenido algo más difícil, unos abrieron caminos con pico y pala, los otros asfaltaron carreteras para que más tarde, desde 1981 y 1982, se comenzaran a diseñar las autopistas que dieron lugar a la Movida. Sin embargo, todo ese periodo, el que va del 77 al 80, ha sido poco estudiado, nada analizado, escasamente tenido en consideración, pasado por alto en favor de los ochenta (nuestra particular edad de oro según el consenso general), son escasas las biografías de los principales protagonistas, no se ha indagado en el estado de las cosas previas a los ochenta (Jesús Ordovás sí que censó el momento, casi en tiempo real, en el libro «De qué va el rrollo»). Y es una pena, porque hablamos de un tiempo musicalmente fascinante y revolucionario, que dejó obras deslumbrantes y de enorme consistencia que pese a no alcanzar grandes ventas ni lograr gran repercusión en su momento (el país, los medios de comunicación, las discográficas y las infraestructuras eran las que eran) sí fue fundamental para asentar los cimientos de eso que podemos llamar rock español (sea este lo que quiera que sea). En definitiva, en aquellos años pasamos de la oscuridad de la década de los setenta a los fogonazos de los años ochenta. Las bombillas de colores las encendieron otros, pero todos estos, antes, tendieron los cables para que llegara la luz. Y no conviene olvidarlo.

 

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Anterior entrega de El oro y el fango: El vídeo no mató a la estrella de la radio.

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