«El escenario se convierte en un refugio cálido por el que desfilan instrumentos acústicos, dispuestos a arroparnos y a crear sensación de intimidad y hogar»
Anoche Quique González estrenó en directo Las palabras vividas, el disco que ha realizado junto a Luis García Montero. Una gira que comenzó en Alcalá de Henares, en Madrid, estrenando banda y aferrándose a la instrumentación cálida. Allí estuvo Arancha Moreno.
Quique González
8 de noviembre de 2019
Teatro Cervantes, Alcalá de Henares (Madrid)
Texto: ARANCHA MORENO.
Fotos: J. PEREA.
Qué lejos quedan las panteras enjauladas colgando del techo, los teclados con guardabarros y espejo retrovisor, las cabinas telefónicas y aquellas siluetas tan inquietantes detrás de las persianas. En el escenario del Teatro Salón Cervantes de Alcalá de Henares solo se ve un cielo azul, a veces rojo, sobre el que penden unas cuantas pajaritas de papel. Y delante del decorado, seis músicos con una instrumentación tan cálida como lo que les rodea. Vienen a defender Las palabras vividas, el disco al alimón de Quique González y Luis García Montero, y lo hacen, como dice el madrileño, en un escenario muy literario que encajaría muy bien con el poeta.
El Quique González que tenemos enfrente no es el mismo de la gira anterior. Su público, seguramente, tampoco. La vida pasa y las canciones se empeñan en reflejarlo, en ser un espejo del momento que atraviesa su autor. Me mata si me necesitas, el disco anterior, hablaba sobre el dolor de la pérdida en “La casa de mis padres”, y Las palabras vividas transmite la alegría de recibir una nueva vida en “Bienvenida”. Y aunque la noche es fría en la ciudad cervantina, el escenario se convierte rápidamente en un refugio cálido por el que desfilan instrumentos acústicos, dispuestos a arroparnos y a crear sensación de intimidad y hogar.
Esta vez no han venido los Conserjes de Noche, ni los Taxi Drivers, ni la Aristocracia del Barrio, ni Los Detectives, aunque están algunos de los miembros de esas formaciones. Hoy presenta nuevas incorporaciones, como Toni Brunet y Diego Galaz, coproductores del disco; viejos compañeros de aventuras, como Jacob Reguilón; y dos de sus Detectives favoritos, Alejandro “Boli” Climent y Edu Olmedo. Los cinco sujetan, pulsan y golpean guitarras acústicas, alguna eléctrica, contrabajos, percusiones, teclados… y otra ristra de instrumentos que dispara Galaz, como la mandolina, el Stroviol, la zanfona, el violín y el banjo tenor. Abrigan las canciones de un álbum escrito por un poeta sensible a la música y un músico con alma de poeta.
«Un gesto que no abandona en ninguna gira: el vis a vis íntimo con el público. Aunque solo sea un instante»
Me decía Quique González, en la charla que tuvimos sobre este disco hace unas semanas, que le preocupa menos el riesgo que la ausencia de este. Y es cierto, porque Las palabras vividas no está hecho para el que solo busca piezas coreables; se mueve en otros parámetros más intimistas. Quizá por eso acudí con cautela, preguntándome cómo sonarían en directo esos poemas cantados, y si el público entendería el planteamiento. Porque seguramente sea el disco más difícil de defender en vivo que ha presentado Quique hasta la fecha. Y la gente, en directo, necesita algo más que un buen verso o una melodía cálida. El espectáculo tiene que funcionar, aunque sea partiendo de un disco de riesgo. ¿Se atrevería Quique a cantar el disco entero?
Se atrevió. Solo aparcó “El pistolero muerto” y “Las nuevas palabras”. El resto sonaron anoche, en un repertorio que conectó a la perfección con piezas anteriores de su discografía. Unas y otras encajaban tan bien que no tuvo que separar bloques sónicos. De las recién llegadas “La nave de los locos”, “Bienvenida” y “Canción con orquesta” pasó a “Su día libre”, “Orquídeas”, “Palomas en la quinta” y “Polvo en el aire”. Después sonaron “El pasajero”, “Mi todavía” y “Todo se acaba”, un lamento sobre el ocaso que se ha convertido, al parecer, en una de las favoritas de la banda. De ahí se deslizaron a “La luna debajo del brazo”, y al fin el público rompió el pudoroso silencio y se dejó sentir un poco más —¡qué estáticos nos volvemos en los teatros!—. Sonó un rescate relegado al olvido desde hace varias giras, “En el disparadero”, incluida en Salitre 48, y se celebró también la “Fiesta de la luna llena”. Después Quique se quedó a solas para tocar la breve “Seis cuerdas”, a guitarra y voz. Un gesto que no abandona en ninguna gira: el vis a vis íntimo con el público. Aunque solo sea un instante. Aunque solo sea para decir que el músico que era al principio sigue aquí.
Regresó Boli al escenario para acompañarle al piano en “Qué más puedo pedirte”. En ese tramo creció la parte instrumental de “Los desperfectos”, con Galaz empuñando la manivela de la zanfona, y cuando más tranquilos estábamos, tocó sangrar con “La casa de mis padres”. Y ahí, justo ahí, no pude evitar mirar al bebé que tenía a mi izquierda, una niña preciosa llamada Nora que miraba al escenario y asistía, quizá, al primer concierto de su padre. No la escuché llorar ni revolverse en toda la noche. Quizá porque lleva la música en las venas, y la delicadeza del sonido acústico le da calma. Y mientras su padre revivía una de las canciones más dolorosas de su discografía, la niña, en brazos de su madre, se agarraba a la butaca de delante, ajena al dolor y observando, tal vez, las pajaritas de un decorado que parecía pensado para ella.
La noche se hizo tabernaria y de porche nocturno cuando sonó “Dallas Memphis” —con esos «ejércitos del rock rompiendo filas», puño en alto, coreados desde el patio de butacas por su socio y coproductor del nuevo disco, César Pop—, y después regresamos al punto de partida de su historia, a un “Conserjes de noche” plagado de guitarras acústicas, de emoción entre el público y de un pasaje final en el que Quique soltó la guitarra y se aferró a la armónica hasta que se hizo un significativo silencio. Un silencio al que, en la vida real, no estamos acostumbrados. El silencio de la atención y del respeto por lo que estábamos escuchando. Lo siguiente fueron una tormenta de aplausos y la banda dejando el escenario. Los bises de vuelta son un triple regalo: la náufraga “Clase media” —náufraga entre discos, no en escena—, la siempre emocionante “Salitre” y, entre las dos, la canción que originó todo lo que hemos visto esta noche, más de veinte años atrás. Porque sin “Aunque tú no lo sepas”, sin los versos que inspiró García Montero y un día cantó Enrique Urquijo, nunca hubiéramos llegado hasta este disco.
«Sin “Aunque tú no lo sepas”, sin los versos que inspiró García Montero y un día cantó Enrique Urquijo, nunca hubiéramos llegado hasta este disco»
No fue un concierto perfecto. Hubo que repetir un par de veces “Orquídeas” en el primer tramo del show (canción en la que, por cierto, hubo un guiño a la extrañada Caroline Morgan), falló algún verso en “Seis cuerdas” y hubo que ajustar alguna otra cosa a lo largo del directo. Fallos del debut, como se disculpó Quique. Estaban de estreno, del disco y de la banda. Pero el hilo argumental y sónico funciona, y el rodaje limará cualquier problema del directo. Y cuando haga falta destensar un poco, bastará con mirar a Diego Galaz, alias el “pichón” —así le llamó Quique toda la noche—, para reírse, relajarse y recordar que están dedicándose al oficio más bonito del mundo, y que lo están haciendo bien. Que detrás de Quique se agolpan ya muchas decenas de canciones capaces de conmovernos en un escenario, aunque la noche sea de teatro y chaqueta y no de sala y chupa de cuero. Da igual que haga frío: su poesía acústica y su música cálida siguen siendo el mejor abrigo.
Repertorio de la noche:
La nave de los locos
Bienvenida
Canción con orquesta
Su día libre
Orquídeas
Palomas en la quinta
Polvo en el aire
El pasajero
Mi todavía
Todo se acaba
La luna debajo del brazo
En el disparadero
Fiesta de la luna llena
Seis cuerdas (solo)
Qué más puedo pedirte (con Boli)
Lo voy a derribar
Los desperfectos
La casa de mis padres
Dallas Memphis
Conserjes de noche
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Clase media
Aunque tú no lo sepas
Salitre