Quique González: el mejor remedio contra el cambio climático

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«Hay sensaciones que nadie describe como Quique, que nos enfrenta a la realidad con mucha más precisión que cualquier espejo»

Por tercera vez desde que inició la gira de Sur en el valle, Quique González recala en suelo madrileño para desplegar su directo en los Veranos de la Villa. Allí estuvo Arancha Moreno.

 

Quique González
23 de julio de 2022
Veranos de la Villa, Madrid

Texto y fotos: ARANCHA MORENO.

 

«No hay nadie que se atreva a salir». El verso es de finales de los noventa, pero describe a la perfección este julio que achicharra Madrid. Hoy, sin embargo, lo cobarde hubiera sido quedarse en casa debajo del aire acondicionado. Porque Quique González toca en su ciudad y trae canciones cántabras para combatir el calor. Y unas cuantas historias en las que flotan la nostalgia, el pasado, la pérdida, el deseo, la rabia, la aventura o el dolor. Incluso algún conjuro.

El primero en sospecharlo es José Luis Perales, que está sentado con su mujer en las primeras filas del auditorio. Espera y saluda con la misma amabilidad con la que ha escrito siempre. Discreto, le reconocemos porque aún no ha caído la noche en el patio del Conde Duque de Madrid, el escenario al que regresan este año los Veranos de la Villa. El mismo viejo cuartel por cuya hemeroteca hemos desfilado muchos periodistas durante nuestros años universitarios. Y el mismo escenario en el que vi, en 2007, a Antonio Vega en su noche más crooner. Muchas vidas pasadas que hoy se sientan conmigo en el patio de butacas, recuerdos que seguirán creciendo a medida que desfilen todas las canciones que Quique ha traído para nosotros.

Soplan los vientos de Sur en el valle en cuanto la banda sale a escena. Toni Brunet (guitarra), Edu Olmedo (batería), Jacob Reguilón (bajo) y Raúl Bernal (teclados) defienden la escudería con la misma seguridad y disfrute. “Puede que me mueva” se balancea en un adictivo easy listening y “Te tiras a matar” da en la diana con el verso perfecto: «Luchas con la máquina del tiempo». Poco importa que la haya escuchado decenas de veces, porque hoy esa frase me dispara en la pupila. Por mucho que intentes pelear, hay guerras que se pierden siempre. Y hay sensaciones que nadie describe como Quique, que nos enfrenta a la realidad con mucha más precisión que cualquier espejo. El viaje empieza fuerte.

Es la tercera vez que defiende esta gira en Madrid, así que esta vez no se centrará en el último disco y paseará por todo su repertorio. Cuando suena “La luna debajo del brazo” miro al cielo y no la encuentro, como si alguien se hubiera largado de verdad con ella. El título cobra más sentido que nunca, como ocurre con “Se estrechan en el corazón”. En “Avería y redención” planea cierta desinhibición vocal, quizá porque la historia que hay detrás invita al juego, pero luego llega “Detectives” y Quique mira de nuevo hacia dentro. Cuánta verdad hay en ese «lo escribes y lo rompes» para los que disparamos palabras, y cuántas lecturas más en esa canción que habla, como él deja caer, del oficio «entre otras cosas».

«Cuánto ha crecido Quique González desde finales de los noventa y qué bien envejecen sus canciones»

Un tintineo muy reconocible, seguido del «un, dos, tres» que tenemos grabado a fuego, presentan una siempre celebrada “Salitre”, que termina con Quique en el suelo, de rodillas frente a la batería, tocando con delicadeza los últimos acordes bajo una manta de aplausos que impiden escuchar nítidamente el hermoso cierre. Uno de los pasajes más bonitos de la noche lo trae “Palomas en la Quinta”, con unos preciosos adornos eléctricos que despacha Brunet y el embriagador acordeón de Bernal. Ambos sostienen también los coros durante el concierto, bajo la atenta mirada de un César Pop que esta noche se sienta en el patio de butacas, en una carambola del destino tras cancelarse el festival Músicos en la Naturaleza donde debía estar tocando, a esa misma hora, con Leiva. Por eso esta vez no es él quien se pone mano a mano a tocar el teclado junto a Raúl, sino el propio Quique, que se sienta junto al murciano para interpretar una intimista “Nos invaden los rusos”. La editó en 2007, pero menudo título para los tiempos que corren.

Hay canciones que provocan júbilo, como la traca final de “Conserjes de noche” y “Vidas cruzadas” que ponen en pie a todo el público, y otras que se celebran bajito, como cuando contemplas una escena tierna y se te escapa un suspiro a escondidas. Ese segundo caso es el de “Su día libre”, al que acompaña un suave «ohhh» en los primeros acordes. Y aunque el concierto vuela solo, y no es una noche de muchas palabras, hay un momento que se vuelven necesarias. Porque entre el público, a solo tres butacas de su hermana, está sentado el primer ídolo que tuvo Quique en la música. Mirándole desde el escenario, se siente feliz al confesarle a Perales que su hermana y él les regalaban sus discos a sus padres. Imposible no recordarlo justo ahora, que afronta “La casa de mis padres”, la canción que más revuelve. Esta vez, sin embargo, el lamento blues con el que la despide parece que, más gque romperle del todo, le reconforta.

Hay señales de complicidad en el escenario, pero también en la grada. Miramos con la sensación de atender escenas y detalles que no se borrarán fácilmente, aunque no los guardemos en nuestras pantallas. Pienso en ello mientras escucho, desde un lateral del escenario, la hermosa versión de “Aunque tú no lo sepas”. Qué orgulloso estaría Enrique Urquijo, con ese acordeón que otrora empuñó Begoña Larrañaga y que suena tan hermoso en manos de Raúl Bernal, y esos versos que ya no encienden el mar de tus labios, sino «la luz de tu barrio».

Cuánto ha crecido Quique González desde finales de los noventa y qué bien envejecen sus canciones. «Todas menos una», me dice B. La calle ya no hierve a 39 grados, porque cuando la escribió ni siquiera había nacido Greta Thunberg. Pero ese detalle refleja el paso del tiempo, y cómo las canciones de Quique siguen conjurándose para recrear el pasado y todo lo vivido con tanta belleza. Continúan descubriéndonos quiénes somos y dándonos cobijo cuando volvemos a casa, tarareando a solas, de madrugada.

 

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