LA ESPUMA DE LOS DÍAS
«Quincy tenía prisa por abrazar el sonido del mañana, necesitaba anticiparlo, dejarse permear por su magia»
Quincy Jones, Ray Charles, Charlie Parker, Roy Haynes, Lou Donaldson… hay un tejido invisible que une a los gigantes del soul y del jazz, esos que, en palabras de Julio Cortázar, «tocan la música que ya tocaron mañana», y que estos días nos recuerdan sin quererlo que nuestro destino es desvanecernos en la espuma de los días, allí donde quizá solo repose la música que moldeó nuestra memoria.
Una columna de LUIS LAPUENTE.
Foto: LOS ANGELES TIMES / WIKIPEDIA.
Amanece noviembre con un cielo socarrat en Valencia, un zarpazo de agua y lodo que ha enlutado el horizonte, y enseguida nos golpea la noticia del fallecimiento de Quincy Jones, hasta ahora uno de los pocos gigantes vivos de la música negra del siglo XX, con Stevie Wonder y el saxofonista Sonny Rollins.
Formado en el jazz de los años cincuenta, tutelado al principio de su carrera por Lionel Hampton y Dizzy Gillespie, Jones parecía destinado a convertirse en otro de los nuevos cachorros amamantados al calor de la herencia de Charlie Parker. Pero desde muy joven desarrolló un olfato especial para reconocer el talento y, cuando le enviaron a Europa para trabajar en un musical, su instinto omnívoro le condujo a estudiar composición y teoría musical en París con francotiradores como Oliver Messiaen o Nadie Boulanger, aquella profesora del Conservatorio de Fontainebleau que sostenía que «para estudiar música, debemos aprender las reglas; para crear música, debemos romperlas».
Ya dueño de un bagaje musical y personal políglota, Quincy perfeccionó el sonido de su big band, que explotó en la primera mitad de los años sesenta con maravillosos discos orquestales como The birth of a band (1959), The Quintessence (1961) o Big band bossa nova (1962). Entronizado como vicepresidente de Mercury Records, en 1963, dio un giro a su carrera y se aventuró en los terrenos del pop con la vocalista Lesley Gore, a quien produjo “It’s my party”, una de las canciones más redondas de aquellos años de efervescencia del pop estadounidense.
A esas alturas de su carrera, consagrado en los círculos del jazz y aceptado en los del pop, Quincy no paraba de desafiar con su genio a quienes querían encasillarlo. Después de trabajar codo con codo con Sinatra, Count Basie, Duke Ellington, Sammy Davis Jr. y otras leyendas, grabó el seminal Quincy’s got a brand new bag (1965) con su viejo amigo Ray Charles como ingeniero de sonido y entre 1969 y 1971 firmó tres discos mayúsculos (Walking in space, Gula matari y Smackwater Jack), formidable escaparate del mejor jazz funk instrumental (y vocal) al más puro estilo blaxploitation. Después produjo dos de los mejores álbumes de Ray Charles (A message from the people) y Aretha Franklin (Hey now hey (the other side of the sky)), compuso numerosas bandas sonoras, escribió un puñado de libros, encumbró a The Brothers Johnson, a Michael Jackson, a Chaka Kahn y a Luther Ingram, entre otros, se enamoró del arte de Camarón de la Isla y nunca dejó de perseguir lo que en la música y en la vida encontraba de intangible, de inaprehensible.
Quincy, Q para los amigos, tenía prisa por abrazar el sonido del mañana, necesitaba anticiparlo, dejarse permear por su magia, igual que Johnny Carter, el trasunto de Charlie Parker en el cuento de Cortázar El perseguidor (1959): «Me he acordado de un ensayo antes de una grabación, en Cincinnati, y esto era mucho antes de venir a París, en el 49 o el 50. Johnny estaba en gran forma en esos días, y yo había ido al ensayo nada más que para escucharlo a él y también a Miles Davis. Todos tenían ganas de tocar, estaban contentos, andaban bien vestidos (de esto me acuerdo quizá por contraste, por lo mal vestido y lo sucio que anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna impaciencia, y el técnico de sonido hacía señales de contento detrás de su ventanilla, como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento, cuando Johnny estaba como perdido en su alegría, de golpe dejó de tocar y soltándole un puñetazo a no sé quién dijo: “Esto lo estoy tocando mañana”, y los muchachos se quedaron cortados, apenas dos o tres siguieron unos compases, como un tren que tarda en frenar, y Johnny se golpeaba la frente y repetía: “Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana”, y no lo podían hacer salir de eso, y a partir de entonces todo anduvo mal, Johnny tocaba sin ganas y deseando irse (a drogarse otra vez, dijo el técnico de sonido muerto de rabia), y cuando lo vi salir, tambaleándose y con la cara cenicienta, me pregunté si eso iba a durar todavía mucho tiempo».
Parker murió en 1955, devastado por el alcohol y las drogas. Solo tenía 34 años, pero le bastaron para tocar el cielo con su música rabiosamente desprejuiciada. Quincy, que le conoció en Nueva York, siempre se confesaría, por encima de todo, un bebopper: «En el transcurso de mis setenta años de carrera musical he sido testigo directo del poder del jazz y de todos sus derivados, desde el blues y el rhythm and blues hasta el pop, el rock y el hip hop, para derribar muros y unir al mundo. Creo que, dentro de cien años, cuando la gente eche la vista atrás al siglo XX, verá a Bird, Miles y Dizzy como nuestros Mozart, Bach, Chopin y Tchaikovsky».
Quincy Jones murió el 3 de noviembre. Seis días después, una neumonía se llevó al saxofonista Lou Donaldson (1926-2024), autor del pegajoso “Alligator boogaloo”, y el 12 de noviembre nos enteramos del fallecimiento de Roy Haynes (1925-2024), a quien apodaron snap crackle (chasquido crujido) por su estilo inimitable en la batería. Donaldson y Haynes, dos viejos compinches de Charlie Parker, dos legendarios beboppers, dos dioses del cool, dos perseguidores que, como Quincy, nunca dejaron de explorar y atrapar nuevas músicas a lo largo de sus vidas.