«No entendía nada, no sabía de qué coño iba aquello, pero todo tenía a la vez un magnetismo y un poder de atracción que nada antes había ejercido en mí»
Pablo Moro acaba de editar disco, «La vida solucionada», con el que se reafirma como una voz propia en el rock español de autor. Aprovechando el evento, le pedimos que nos cuente qué disco le cambió la vida, y resulta que fue un vídeo.
The Rolling Stones
«The Stones in the park»
1969
Resulta curioso que si tengo que plantearme un punto de partida, un momento musical que cambiara mi manera de ver la vida hasta ese momento, algo que volara mi cabeza de repente y abriera las puertas de la percepción, vengan a mi mente dos cosas y ninguna de ellas sea un disco.
Por un lado tendría que hablar de un concierto. No recuerdo exactamente si fue en el 97 o el 98. Andrés Calamaro vino a Gijón, al Teatro Jovellanos, a presentar «Alta suciedad» unos cuantos meses después de su publicación y junto a Gringui Herrera, el desaparecido Guille Martín, Candy Caramelo, Ciro Fogliatta y el Niño Bruno dio uno de los conciertos más memorables a los que yo he asistido. Tres impresionantes horas de rock que hicieron que quisiera ser ese tío subido en el escenario. Salí de Gijón de regreso a Oviedo sabiendo que no había vuelta a atrás e iba a dedicarme a la música. Pero esa es otra historia.
Porque unos años antes recuerdo estar sentado en el suelo del salón de mi casa una tarde, viendo la televisión. Mi hermano abrió la puerta y sacó de una bolsa de plástico de Terpsicore, la mejor tienda de discos que ha habido en Oviedo (ya desaparecida obviamente), el «Beggar’s banquet» de los Stones en vinilo y el VHS original del “The Stones in the Park”. “Mira lo que le he comprado al Gurú”, me dijo. El Gurú era la manera en que él y sus amigos llamaban al dueño de la tienda, un tipo de pelo canoso recogido en una coleta cuya imagen está grabada en mi cerebro. Eran otros tiempos, aquel tipo de personajes, los vinilos… la música, en general, se vivía de otra manera. O yo era un adolescente y tenía la vida por delante. El caso es que enseguida me puse a mirar asombrado la foto de Mick Jagger que aparece en la portada de la caja de “The Stones in the Park”. Con trece o catorce años empezaba a interesarme de verdad la música pero aún no tenía muy claro qué suponían Richards y compañía en la historia del rock. Sabía que eran muy famosos, los autores de ‘Satisfaction’, los tíos de la lengua y la imitación de los hermanos Calatrava. Poco más.
Como el vídeo ya había matado a la estrella de la radio le dije a mi hermano que pusiera la película. Metió la cinta en el reproductor y empezamos a verlo. Aún hoy puedo sentir aquella sensación extraña. No entendía nada, no sabía de qué coño iba aquello, pero todo tenía a la vez un magnetismo y un poder de atracción que nada antes había ejercido en mí: las imágenes del público llegando al parque al son de los acordes del blues de ‘Midnight rambler’, con Jagger tirado por el suelo con ese micrófono raro que en realidad eran dos encintados; la cara de Richards, supongo que colocado hasta las cejas; la mala calidad de sonido del concierto; las imágenes de los Hells Angels y las entrevistas anónimas intercaladas; Jagger mandando callar al público para leer ese poema de Shelley en honor de Brian Jones (“are you gonna be quiet, or no?”); el ‘Simpathy for the Devil’ final con un solo desafinadísimo; las imágenes de la banda en el backstage; Mick Taylor con cara de “¿dónde me he metido?”… No eran solo las canciones. Las canciones eran la hostia, pero se trataba también de la actitud, de la forma de hablar, de la ropa, del ambiente… Las imágenes de Jagger sentado en esa enorme silla de mimbre hablando con un acentazo tremendo y ese deje desenfadado son, para mí, la definición de una estrella del rock. Y supongo que esa sensación, esa conexión mucho más visceral que intelectual es también la esencia misma del rock y de toda la música popular.
A partir de entonces empecé a escuchar todos sus discos, a entender (casi) todas sus claves y de ahí a conocer otros grupos que me llevaban a otros y estos a otros. Los Stones son, digamos, la base de mi educación musical. Supongo que por eso cuando “los chicos” salieron al escenario del Molinón en Gijón, en el 95, dentro de la gira «Voodoo lounge» con los acordes del ‘Not fade away’ de Buddy Holly, no pude evitar soltar una lágrima.
En el local que ocupaba Terpsicore, la tienda donde mi hermano lo compró, ahora hay un zapatero donde arreglé, hace poco, unas botas con las que salgo a tocar normalmente. Es la manera que tengo de guiñarle un ojo a aquel preadolescente que no imaginaba en absoluto cómo aquellos tíos le estaban cambiando la vida.
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Anterior entrega de Punto de partida: Alfredo González y Silvio Rodríguez y Luis Eduardo Aute.